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Eugene Debs creía en el socialismo porque creía en la democracia


El compromiso inquebrantable de Eugene Debs con la democracia y el internacionalismo nació de su odio a la tiranía del capitalismo industrial. Hoy hay que poner en práctica la visión de Debs, reconociendo que la lucha de clases es la condición previa para ganar un mundo más democrático.


En enero de 1917, John Hays Hammond, un ingeniero de minas calvo y con bigote, compareció ante la convención de la Federación Cívica Nacional, una alianza de líderes empresariales y sindicatos conservadores, para emitir una severa advertencia: los trabajadores y agricultores del país estaban totalmente en contra de que su país entrara en la Primera Guerra Mundial.

"Alguna influencia o combinación de influencias ciertamente ha provocado un debilitamiento del espíritu patriótico en este país", lamentó Hammond. "Nos encontramos con que ni los trabajadores ni los agricultores . . . están participando ni mostrando interés en . . . la preparación nacional".

Sin embargo, para el año siguiente, una combinación de propaganda gubernamental, represión e histeria bélica había hecho que las opiniones en contra de la guerra ya no fueran aceptables en el discurso público dominante. La declaración de guerra del presidente Woodrow Wilson en abril de 1917 fue el primer tiro, y pronto siguió una descarga de patriotismo: con la supresión de publicaciones radicales, saqueos de oficinas de organizaciones disidentes, calumnias dirigidas a opositores a la guerra, exhibiciones hiper-patrióticas en encuentros deportivos, una recompensa de 50 dólares para quienes entregaban a cualquiera que eludía el servicio militar, caricaturas financiadas por el gobierno que comparaban a los alemanes con animales.

Eugene Debs, el veterano político socialista, sabía que ponía en peligro su libertad al pronunciar discursos que cuestionaban la guerra de Wilson. Sin dejarse amedrentar, Debs condenó la guerra públicamente en la primavera de 1918. El 16 de junio del mismo año, en Canton, Ohio (en el centro norte del país), Debs, quien era del estado de Indiana (centro) pronunció el discurso que pronto lo llevaría a la cárcel.

"La clase dominante siempre ha declarado las guerras", proclamó Debs, mientras hacía enérgicos movimientos con sus manos y hacía resonar su voz. "Las clases bajas siempre han sido los soldados de batalla". Ridiculizó la idea de que Wilson pretendía "hacer que el mundo [fuera] seguro para la democracia". Miren, insistió Debs ante la multitud, que parecía un mar de sombreros en aquel caluroso día de verano: la clase dominante estadounidense antes se había asociado con los mismos aristócratas alemanes a quienes ahora tachaban de reaccionarios. Apoyaron un sistema económico que explotaba a los trabajadores y enriquecía a los banqueros, defendían un sistema político donde el dinero triunfaba sobre el gobierno popular. ¿Cómo iban ellos a librar una guerra a favor de la democracia?

Si algún estadounidense podía lanzar semejante acusación, era Debs. Desde su época al frente de la Unión de Ferrocarriles Estadounidenses (American Railway Union) y encabezando huelgas contra los titanes de los negocios, hasta sus viajes itinerantes por todo el país hablando con trabajadores hiper-explotados, hasta sus numerosas campañas para la presidencia en que denunciaba el "despotismo industrial", Debs había sido un importante crítico de la forma en que el capitalismo corroía las bases de la democracia de su país. La "república cooperativa" que él defendía era la más perfecta versión del autogobierno. El internacionalismo que Debs profesaba era un desafío para los tiranos en todas partes. "Donde no hay libertad", declaró Debs, "el socialismo tiene trabajo por hacer. Y, por tanto, el campo que el socialismo tiene por trabajar es tan amplio como el mundo".

Hoy, Debs es ampliamente celebrado en su país por su valentía y sus convicciones, como si fuera una especie de santo de la izquierda. Los observadores contemporáneos tampoco pudieron evitar buscar comparaciones etéreas: a pesar de toda su retórica militante, la irresistible compasión de Debs hizo ablandar hasta a los que vigilaban su celda en la cárcel.

Pero la canonización no admite mucho espacio para el escrutinio, y para un hombre comprometido con la autoemancipación del trabajador ("No te llevaría a la tierra prometida si pudiera, porque el que yo pudiera llevarte dentro quiere decir que alguien más podría volver a sacarte"), semejante apoteosis no deja de desentonar con el ejemplo que siempre dio.

Mucho más interesante es bajar a Debs de su posición de semi-dios y examinar su vida y su política como lo haríamos con cualquier otra persona de carne y hueso. Así, vemos a un hombre extraordinario cuyo inquebrantable compromiso con la democracia y el internacionalismo inspiró a millones, y que reconoció, después de participar en las grandes huelgas de finales del siglo XIX, que la lucha de clases es la condición previa para que sea posible un mundo más democrático.

De moderado a socialista

El final de la Guerra Civil en 1865 aceleró el giro de Estados Unidos hacia el capitalismo industrial. Los ferrocarriles ya viajaban por todo el país, estableciendo nuevas ciudades y fortunas de la noche a la mañana. Las corporaciones industriales, una invención reciente, acumularon una riqueza inmensa y mucho poder político.

Este nuevo sistema económico acabó con las relaciones sociales establecidas y forzó a la gente a instalarse en fábricas, molinos y minas, lugares peligrosos y frecuentemente letales donde los trabajadores perdían brazos y piernas y trabajaban, a menudo por primera vez, bajo la autoridad de un patrón. La economía crecía, solo para dejar de hacerlo de manera súbita, lo cual dejaba a millones de personas sin empleo y reducía los ingresos de muchos más. Pasar de un trabajo a otro era muy común, lo que reforzaba la sensación de que nada era permanente. Por ello, al otro lado del océano, Karl Marx llegó a observar que bajo el capitalismo, "todo lo sólido se derrite en el aire". Y, en efecto, mucho se estaba derritiendo.

Nacido el 5 de noviembre de 1855 de padres inmigrantes franceses en la entonces floreciente ciudad de Terre Haute, Indiana, Eugene Victor Debs no sufrió muchos de estos altibajos y vaivenes. Llevó una cómoda vida de clase media como hijo de prósperos tenderos. A los catorce años dejó la escuela para ir a trabajar en el ferrocarril, más por un deseo de vivir aventuras que por necesidad económica. Después de trabajar como raspador de pintura y luego como bombero de locomotoras, regresó a Terre Haute y, con la ayuda de su padre, consiguió trabajo como contable de un tendero mayorista.

El joven Debs no era radical. Guapo y ambicioso, entró con confianza en el mundo del sindicalismo convencional y la política del Partido Demócrata. Comenzó a editar la revista Brotherhood of Locomotive Firemen, donde abogó por la sobriedad y la ciudadanía honrada en lugar de la lucha de clases, y fue elegido secretario municipal (1879) y luego representante en el congreso de su estado, Indiana (1884). El ascenso de Debs a un cargo político no asustó a las élites locales, que veían a este futuro activista socialista como un portavoz responsable de un gobierno limpio y una reforma modesta: a favor de los trabajadores, sin duda, pero no como uno que fuera a traer ideas revolucionarias a su apacible ciudad.

En la misma época de su vida, Debs se casó con Kate Metzel, la hija de un conocido boticario de Terre Haute. Los historiadores han descrito de maneras muy divergentes a la esposa de Debs, con quien estuvo casado durante toda su vida. Nick Salvatore, uno de los biógrafos más competentes de Debs, describe a Kate como obsesionada por el estatus social y hostil a la política socialista. En un artículo reciente, Michelle Killion Morahn, miembro de la Fundación Debs, presenta a una Kate muy diferente: una cuyo origen familiar la predisponía al radicalismo, que era socialista por derecho propio y que dio forma al desarrollo intelectual de su marido. Ella era, en este relato, "la verdadera compañera de Gene".

Hay más consenso académico en torno a la relación de Debs con su hermano menor, Theodore. Al principio de su carrera, Gene comenzó a depender mucho de Theodore, como apoyo emocional y para toda clase de trabajos. "Cuando su hermano mayor estaba de viaje", escribe Salvatore, "era Theodore quien se ocupaba de la correspondencia, se encargaba de los libros de contabilidad y editaba el diario". Era el "alter ego" de Debs, alguien que "entendía que la carrera pública de su hermano dependía de la intensa dedicación y el apoyo emocional incondicional de su familia".

A finales de la década de 1880, Debs había comenzado a alejarse del sindicalismo de tendencia conservadora. Una huelga ferroviaria en 1888, que él mismo encabezaba, convenció a Debs de que una relación armoniosa con las grandes corporaciones era imposible sin el contrapeso del trabajo organizado. Debs también comenzó a criticar a sus compañeros artesanos, que dominaban el movimiento obrero. En lugar de atomizarse según los oficios de cada uno, los "federacionistas" como Debs insistieron en que los trabajadores —ya fueran maquinistas, bomberos, ingenieros o guardafrenos— se organizaran "como una piña", como dijo Debs en mayo de 1893. Ese mismo año, Debs cofundó el American Railway Union (ARU), poniendo en práctica su visión de luchar contra el sindicalismo industrial.

Para muchos trabajadores, la visión de Debs tenía mucho sentido. ¿Cómo no iba a tenerlo, si las empresas ponían a los sindicalistas en sus listas negras y mandaban guardias de seguridad privados a intimidar a los huelguistas?

El país se agitó con el descontento de los trabajadores, produciendo una serie de sangrientas huelgas que se convirtieron en metonimias de "la cuestión obrera": las Grandes Huelgas de 1877, la Gran Huelga del Ferrocarril del Suroeste de 1886, la Huelga de Homestead de 1892 y, finalmente, la de Pullman de 1894, que fue la batalla que lanzó a Debs a la fama nacional y terminó por transformarlo en socialista. "Yo fui bautizado en el socialismo en medio del furor del conflicto", escribió Debs años más tarde. "En el destello de cada bayoneta y en el disparo de cada rifle se hizo manifiesta la lucha de clases".

Se creía que Pullman, Illinois, ubicado a las afueras de Chicago, era el modelo de las ciudades en que, supuestamente, la generosa empresa brindaba una vida limpia y decente a sus trabajadores, al tiempo que pretendía ganarse su lealtad. Terminó sin conseguir ninguna de las dos cosas. Cuando llegó una depresión económica en 1893, la Pullman’s Palace Car Company recortó los salarios mientras se negaba a bajar los alquileres y las tarifas de los servicios públicos. Los trabajadores encargados de construir una lujosa flota coches cama abandonaron sus puestos el 11 de mayo de 1894.

Debs, al que todos conocían por haber encabezado una exitosa huelga la pasada primavera, denunció el "paternalismo de Pullman" en una asamblea sindical unos días más tarde. Para Debs, que creía con firmeza en la "libertad republicana", la noción de noblesse oblige era otro modo de referirse a la tiranía, un despotismo embellecido según el cual seguía habiendo amos y esclavos, pese a la aparente buena voluntad de los primeros.

En la misma asamblea, Debs presionó a los huelguistas para que incluyeran a los trabajadores negros. A décadas de sus propias luchas laborales, en que se sindicalizarían bajo el liderazgo de A. Philip Randolph, un famoso socialista y admirador de Debs, los trabajadores negros ganaban su pan como simples porteadores. Trabajando por propinas, servían a los pasajeros en un entorno lujoso con la cabeza agachada, el orgullo reprimido y tragándose cualquier palabra de protesta al ser llamados "George", el nombre general que denotaba su deber hacia George Pullman, el jefe de la compañía. Debs veía correctamente a los porteadores como compañeros que, como él, se resistían a los gerifaltes. Pero la mayoría en la asamblea no estuvo de acuerdo. La moción de Debs falló.

Sin embargo, aunque entorpecidas por la falta de solidaridad interracial, las circunstancias parecían favorables para los huelguistas. A finales de junio, cien mil trabajadores ferroviarios se declararon en huelga, y se paralizaron las regiones del Medio Oeste (e.g. Illinois), el Oeste (e.g. California) y el Sudoeste (e.g. Arizona). Los medios corporativos se encabritaron: decían que el líder sindical era un tirano; la "rebelión de Debs" era la anarquía en estado puro. Asimismo, las empresas ferroviarias no aceptaban ningún acuerdo. Se las ingeniaron para que se emitieran órdenes judiciales exigiendo el cese de las huelgas y aplaudieron a Grover Cleveland (el entonces presidente del país) cuando este ordenó el despliegue del ejército a Chicago. Ante el brazo fuerte del estado, los huelguistas se vieron obligados a retirarse.

El 17 de julio de 1894, Debs y otros agentes de la American Railway Union fueron detenidos, acusados ​​de desoír una orden judicial. Debs pasó seis meses en una cárcel a ochenta kilómetros al noroeste de Chicago, donde recibió un tratamiento relativamente decente. Llegó a cenar con la familia del alguacil del condado, leía folletos y libros socialistas que le llegaban por correo (los del marxista alemán Karl Kautsky estaban entre sus favoritos) y recibió numerosas visitas (por ejemplo, Victor Berger, un socialista de Milwaukee que llegaría a ser uno de los mayores rivales de Debs dentro del partido, le llevó los tres volúmenes de El capital de Marx).

Este tiempo en prisión hizo crecer aún más la figura de Debs en la mente de los trabajadores estadounidenses. La huelga de Pullman había terminado con una derrota, sí. Pero Debs le había echado un pulso a George Pullman, el gran capitalista, y había ido a la cárcel a fin de resistirse a la opresión que este representaba. Cuando Debs salió libre en noviembre de 1895, cien mil personas se reunieron bajo una fuerte lluvia en la estación de trenes de Chicago para escucharlo tronar: "Los saludo esta noche como amantes de la libertad y enemigos del despotismo".

Debs todavía no estaba preparado para pronunciar la palabra "s", de socialismo. Reconociendo la creciente influencia que ejercía, apoyó públicamente la candidatura presidencial con tintes populistas de William Jennings Bryan en 1896. Pero no quiso incorporarlo en el movimiento socialista.

Pero el 1 de enero de 1897, menos de dos meses después de la estrepitosa derrota de Bryan y de su propio cumpleaños número cuarenta y dos, Debs hizo un sonoro anuncio a los miembros de la American Railway Union: "La oposición entre socialismo y capitalismo es lo más importante. Estoy a favor del socialismo porque estoy a favor de la humanidad. La maldición del imperio del dinero debe tener los días contados".

El socialismo estadounidense, que seguía siendo apenas una fuerza incipiente, sin un partido de masas propio, ahora tenía uno de sus líderes, y uno que era conocido en todo el país.

El Partido Socialista de los Estados Unidos

El cambio de siglo fue una buena época para el movimiento socialista en ciernes. En Europa, el socialismo ya era un fenómeno de masas, con clubes organizados por y para la clase obrera, organizaciones educativas e instituciones culturales que conectaban a los trabajadores a fuertes sindicatos y partidos que parecían gozar de una popularidad cada vez más grande. Para la mayoría de los socialistas europeos, el primer objetivo era ganar el voto de los trabajadores, luego alcanzar mayorías parlamentarias netas y, finalmente, con el respaldo de una clase trabajadora unida, inaugurar una sociedad socialista.

El Partido Socialista de América (Socialist Party of America) —que se fundó en 1901 a partir de la fusión del Partido Socialdemócrata de América (Social Democratic Party of America), del que Debs era miembro, y el pequeño Partido Socialista Laborista (Socialist Labor Party)— tenía una tarea aparentemente más fácil. Aunque muchos trabajadores se vieron privados de sus derechos (especialmente los afroamericanos), los derechos de sufragio alcanzaban una proporción mucho mayor de la población en Estados Unidos que en Europa. Y el capitalismo, con sus ya evidentes subidas y caídas, parecía dirigirse al abismo. Muchos en el Partido Socialista pensaban que una "república cooperativa" estaba a uno o dos ciclos electorales, y Debs no fue la excepción.

"Hoy, visto desde cualquier punto de vista, incluida la del capitalista, las posibilidades que tiene el socialismo a futuro son luminosas, con una esperanza incomparable, segura de realización", escribió Debs en 1902. "Es la luz en el horizonte del destino humano, cuyas únicas limitaciones son las paredes del universo".

Debs se puso a trabajar para eliminar los últimos impedimentos. Siempre un agitador y organizador más que un teórico, Debs viajó por el país para compartir la buena nueva. Habló con gran elocuencia sobre el orden cooperativo que se avecinaba en los liceos y de la división insuperable entre trabajadores y capitalistas en los lugares de trabajo y lamentó el mundo tan poco cristiano creado por los capitalistas.

Un típico discurso de Debs pasaba de lo esperanzador a lo reprobatorio, de lo revolucionario a lo religioso. Su objetivo era mover a su público a la acción: una vez que se daban cuenta de que ya no tenían que vivir en la esclavitud del despotismo industrial, una vez que despertaban de su letargo inducido por el capitalismo y se incorporaban al Partido Socialista, la libertad, la verdadera libertad, y no la variante barata que prometía el capitalismo, iba a ser suya. "Debs nos habla con las manos, con el corazón, y todos entendimos todo lo que dijo", comentó un socialista polaco, al describir el atractivo del hombre. Otros echaron mano de comparaciones con lo divino. "Cuando Debs salga, pensarás que es Jesucristo", le dijo una mujer a otra antes de un discurso en Illinois.

Debs atraía a su público con un socialismo que tomaba en serio los ideales que la democracia estadounidense decía defender. Si bien el país había nacido, por así decir, con el ignominioso pecado original de la esclavitud, Debs insistía en que Estados Unidos aún podía hacer realidad los principios sobre los que se había fundado (la soberanía popular, la igualdad y la libertad republicana) si los trabajadores se enfrentaban a sus jefes en los lugares de trabajo y en las elecciones.

Las campañas presidenciales de Debs fueron su plataforma más grande. Habiéndose presentado en el año 1900 como candidato del Partido Socialdemócrata, volvió a lanzarse al ruedo en 1904 y 1908. El partido hizo todo lo posible para que su tercer intento lo llevara a la victoria. Recaudaron fondos para comprar un tren para la campaña, al que apodaron el Especial Rojo (Red Special). Desde el 31 de agosto hasta las elecciones de noviembre, la locomotora, que transportaba a Debs, una gran cantidad de oradores y personal de apoyo y una banda musical de quince miembros, hacía sonar su silbato en las paradas designadas, donde el candidato gritaba las maravillas del socialismo mientras los miembros del partido repartían propaganda a favor de su campaña. La banda, que era "excelente", según el Iowa City Citizen, un diario local, deleitaba a la multitud. Por la noche, Debs demostraba sus grandes capacidades como orador, dirigiéndose a grandes audiencias en salones de actos y auditorios.

La aparente unidad del partido durante las elecciones presidenciales no permitió que se vieran las profundas divisiones internas. Hubo feroces enfrentamientos ideológicos entre izquierda, centro y derecha, en los que hubo opiniones muy dispares sobre el sindicalismo, la estrategia electoral y la igualdad racial.

Debs era de la izquierda del partido, a mucha distancia del cauteloso reformismo de su juventud. En su opinión, los sindicatos deben ser militantes e industriales, dejando entrar a trabajadores de todas las razas y todos los oficios. Las campañas electorales debían servir para educar a los trabajadores para la lucha de clases, en lugar de impulsar reformas favorables a la clase media. Y los socialistas nunca debían vacilar en su compromiso antirracista, sin importar las consecuencias electorales a corto plazo.

Victor Berger, el líder de los socialistas de Milwaukee, creía que esto era una tontería ultraizquierdista. Berger, quien era un antiguo maestro de escuela de ascendencia austríaca que pertenecía al ala derecha del partido, había construido una impresionante organización local con estrechos vínculos con el movimiento sindical de Milwaukee. Los "socialistas de las alcantarillas" promocionaban un "gobierno limpio", provisión pública de servicios y una regulación prudente de la economía. La lucha de clases, esa fuerza impulsora del socialismo de Debs, no se encontraba en ninguna parte de su literatura de campaña. "Puedo decir por experiencia propia", se jactó Berger en 1906, "que los socialdemócratas de esta ciudad se han opuesto a casi todas las huelgas que se han declarado aquí". Otras personas de la derecha del partido hablaban con entusiasmo de los millonarios que apoyaban al partido, viendo en ellos ejemplos de moderación que podrían atraer a otros miembros reformistas de las clases media y alta.

Debs solía mantenerse al margen de las disputas entre partidos, prefiriendo las conferencias a las luchas entre facciones. Pero a nadie le cupo duda sobre sus posturas en cuestiones clave. En 1905, cofundó el Industrial Workers of the World (IWW), una alternativa radical a los "sindicatos, que dividen a los trabajadores y generan corrupción".

Si bien se alejó del IWW antes del final de la década, habiendo llegado a la conclusión de que el compromiso de esta organización con la acción directa no dejaba espacio para la acción política, Debs nunca cuestionó sus principios básicos. Cualquier esfuerzo en el ámbito de la política que no lograra transformar a la clase trabajadora en una fuerza de lucha —o que pusiera a las clases profesionales y ricas por encima de los trabajadores, los verdaderos agentes de la futura transformación social— era indigno del Partido Socialista. La nacionalización, por ejemplo, solo era deseable si daba a los trabajadores más control sobre la economía. De manera similar, un partido sin apoyos sólidos entre la clase obrera se volvería indistinguible del reformismo de la clase media, reacio a atacar las raíces de la tiranía y la opresión en la sociedad.

"El Partido Socialista es necesariamente un partido revolucionario", escribió Debs en 1902, "y su reivindicación básica es la propiedad colectiva de los medios de producción y de distribución y que la producción industrial sirva los intereses de todo el pueblo. Para ello, habrá que construir una democracia económica, que será la base de la verdadera república que está aún por construir".

La igualdad racial fue otra fuente de debate dentro del partido. Debs se negó a dirigirse a públicos racialmente segregados. Lamentó "que la bota blanca siga estando sobre el cuello negro", ya que era "una prueba de que el mundo sigue sin ser civilizado". Asimismo, como escribe Ira Kipnis en su libro sobre la historia del Partido Socialista (1952), Debs instó a los negros a "rechazar las falsas doctrinas de ‘mansedumbre y humildad’" y a luchar por su igualdad a través del movimiento obrero y socialista. En 1915, cuando el estreno de la película El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation) recibió grandes elogios de la crítica, Ida B. Wells aplaudió a Debs por denunciar el filme por su abominable racismo: "De todos los millones de hombres blancos en este país", le dijo a Debs, "usted es el único que conozco que ha tenido el valor de hablar en contra de esta diabólica producción con el desprecio que se merece". Al referirse a la huelga de Pullman, Debs llegó a decirle a su público que "uno de los factores que contribuyó a nuestra derrota" fue que el sindicato no había incorporado a los trabajadores negros. Se opuso enérgicamente a una resolución del partido de 1910, respaldada por Berger y que reflejaba la posición del movimiento obrero dominante, que pedía expulsar a los inmigrantes asiáticos del país.

Muchos de los compañeros de partido de Debs, particularmente aquellos de su lado más conservador, tenían opiniones terriblemente racistas. Berger, quien desdeñaba a los negros solo un poco menos que a los inmigrantes no blancos, insistió en 1902 en que "los negros y los mulatos constituyen una raza inferior". Un miembro anónimo del partido se quejó a Debs en una carta de 1903 de que "pondrá en peligro los mejores intereses del Partido Socialista si insiste en la igualdad política del negro".

La repuesta de Debs fue fulminante:

"El Partido Socialista dejaría de cumplir su misión histórica, violaría los principios fundamentales del socialismo, renegaría de su filosofía y repudiaría sus propias ideas esenciales si, por consideraciones de raza, buscara excluir a cualquier ser humano de la igualdad política y la libertad económica . . . Por supuesto, el negro no estará satisfecho con una ‘igualdad parcial’. ¿Y por qué debería estarlo? ¿Lo estarías tú? Supongamos que cambiases de lugar con el negro durante un año. Que nos avises después qué piensas al respecto".

A pesar de estos explosivos debates, a finales de la década, Debs y el resto del partido podían presumir de que el suyo era un auténtico movimiento de masas. Trabajadores judíos de Nueva York, cerveceros alemanes de Milwaukee, agricultores blancos no propietarios de Oklahoma y madereros negros de Louisiana, todos llevaban su "tarjeta roja". Y con la enorme capacidad de Debs para arengar a sus bases, el partido obtuvo en las elecciones presidenciales de 1912 el número de sufragios más alto de su historia, unos 900.000, o el 6 por ciento del electorado.

Debs en tiempos de guerra

Eugene Debs cumplió 57 años el día de las elecciones de 1912. Tenía entradas en su cabello rubio desde hacía mucho tiempo, y sus muchos años de viajes habían hecho mella en su delgada figura. Tras cada periplo regresaba con mayor dificultad a su cama, donde convalecía durante semanas o meses, recibiendo los afectuosos cuidados de su hermano menor y su esposa.

Debs se encontró en un estado parecido cinco años más tarde, cuando se esforzaba por recuperarse de una intensa gira de mítines. Al mismo tiempo, camaradas suyos como Kate Richards O’Hare, la carismática oradora socialista de las praderas de Kansas (centro), fueron llevados a juicio ​​por criticar la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial.

Los socialistas estadounidenses se habían distinguido por su postura contra la guerra. Los partidos socialistas europeos, que tanto habían inspirado a Debs y a otros en el movimiento estadounidense, se habían inclinado ante sus respectivas clases dominantes, ya fuera por pragmatismo o por fervor nacionalista. Incluso los socialistas alemanes, ardientes enemigos de la autocracia prusiana, habían aceptado la guerra. Pero en los Estados Unidos, el estado de ánimo popular estaba en contra de la participación nacional, y los socialistas no dudaron en dar voz a este sentimiento antibélico. Cuando los socialistas propusieron una enmienda a la constitución de su partido que habría hecho que la votación a favor de la guerra o los créditos de guerra se castigara con la expulsión del partido, más del 90 por ciento de los miembros votaron a favor.

La oposición a la guerra no se redujo después de que Estados Unidos entrara en la contienda militar. Mientras destacados intelectuales socialistas como Upton Sinclair desertaron hacia el lado pro-participación, la gran mayoría de los funcionarios del partido, así como sus publicaciones oficiales y sus bases populares continuaron oponiéndose.

Y sufrieron por ello. El director general de correos Albert Burleson (un texano conservador con una sardónica sonrisa, que había segregado a los trabajadores del servicio postal por razas), eliminó los privilegios de envío de toda publicación que él consideraba nociva para el esfuerzo bélico. Decenas de publicaciones socialistas terminaron en su lista negra.

Al mismo tiempo, el gobierno intensificó su campaña de propaganda para influir en la opinión pública, y los "grupos patrióticos", típicamente dirigidos por empresarios, promovieron actos de violencia contra sectores antiguerra en todo el país. Según el historiador Ernest Freeberg, en Terre Haute, "miembros de uno de estos grupos atacaron tiendas de inmigrantes alemanes, dejaron al editor del periódico socialista local al borde de la muerte y lincharon a un inmigrante minero que no quiso comprar bonos de guerra". Aún así, los socialistas se negaron a ceder. En el verano de 1917, los delegados del partido se reunieron en St. Louis para escribir una resolución contra la guerra, que declaraba que "la clase trabajadora de los Estados Unidos no tiene motivo alguno de hacerle la guerra a la clase trabajadora de ningún otro país".

Mientras sus compañeros socialistas preparaban esta "Proclamación de St. Louis", Debs se encontraba en Boulder, Colorado, en un sanatorio a cargo de cristianos conocidos como los adventistas del séptimo día. Debs pretendía recuperar el vigor perdido. Los médicos le habían dicho que estaba arriesgando su vida con tanto trabajo. Y por tanto, en 1916, Debs se limitó a presentarse a las elecciones para un escaño por Indiana (centro) en la cámara baja del congreso nacional. No se presentó ese año al cargo de presidente, como solía hacer cada cuatro años. En el verano de 1917, tomó unas largas vacaciones, primero a Minnesota y luego Colorado. Esperaba que "el aire fresco, el agua fría, los masajes diarios y el ejercicio", junto con una dieta vegetariana y sin alcohol, alargaran su vida. Según Freeberg, "después de décadas en la primera línea de la lucha social, Debs se hallaba extrañamente alejado de estos conflictos, aislado por la rutina diaria de su idilio montañoso".

No iba a durar. Después de terminar su convalecencia en Terre Haute, Debs regresó al circuito de conferencias el mes de mayo siguiente, encendido con el entusiasmo de una nueva empresa de carácter moral. "No puedo ser libre", insistió a un organizador del Partido Socialista, "mientras mis camaradas y compañeros de trabajo están encarcelados por hablar públicamente contra esta guerra".

El 16 de junio de 1918 viajó a Canton, Ohio, para pronunciar un discurso en una reunión del Partido Socialista. Iba a ser una de las mayores oraciones de la historia de Estados Unidos. Conocido hoy como "El discurso de Canton", esta larga intervención dirigida a las 1200 personas allí reunidas saltó de un tema a otro: la persecución de los socialistas alemanes bajo el káiser, la política revolucionaria de Jesucristo, la promesa de la Revolución rusa y el papel del sindicalismo industrial en la política socialista. Y todo giraba en torno a un punto central: que los trabajadores de todos los países debían unirse contra sus despóticos opresores.

Al leer el discurso hoy, es sorprendente lo poco que Debs se pronunció contra el esfuerzo bélico en sí. En ninguna parte llamó a los trabajadores a protestar contra el servicio militar obligatorio o a los soldados a abandonar sus filas. Se limitó a insistir, mediante sus típicas exhortaciones, en que hombres y mujeres comunes y corrientes deben llevar la bandera socialista "a fin de destruir todas las instituciones capitalistas esclavizantes y degradantes" y en lugar de permitirse ser "carne de cañón" para una autocracia política y la economía. Las autoridades federales lo arrestaron al mes siguiente.

En el juicio de Debs, que tuvo lugar en Cleveland, el equipo legal del gobierno se propuso tacharlo de enloquecido radical, un peligroso insurrecto que impedía que Estados Unidos llevara a cabo su política militar sin estorbos. La defensa de Debs fue simple: la Ley de Espionaje (Espionage Act) era inconstitucional y una afrenta a una sociedad libre y democrática. Pero el jurado —"todos cuyos miembros pertenecían a la clase media local" y no a su "clase trabajadora creciente, activa y étnicamente diversa"— no se dejó influir, ni siquiera por la declaración final del acusado.

"Hace años", comenzó Debs, "reconocí mi parentesco con todos los seres vivos y decidí que no era ni un poco mejor que el más malo de la tierra. Dije entonces, y digo ahora, que mientras hay una clase baja, yo estoy en ella, y mientras hay un elemento criminal en la sociedad, yo pertenezco a él, y mientras hay un alma en prisión, no soy libre".

Debs lamentó el control que ejercía el vil metal sobre el mundo y manifestó su oposición a "un orden social en el que es posible que un hombre que no hace absolutamente nada útil acabe con una fortuna de cientos de millones de dólares, mientras que los millones de hombres y mujeres que trabajan todos los días de su vida a duras penas alcanzan a tener una vida miserable". Vaticinó con confianza la llegada de la república socialista. Y acto seguido, se convirtió en el recluso número 9653.

Debs fue encarcelado en un centro penitenciario federal de la ciudad de Atlanta (sudeste), desde donde lanzaría su legendaria candidatura presidencial de 1920. La campaña fue, en muchos sentidos, el final de una gran carrera política. Habiéndosele permitido redactar mensajes semanales a sus seguidores, Debs volvió a animar a los trabajadores a rechazar las perfidias de ambos partidos principales y a votar por el movimiento que acabaría con las iniquidades del capitalismo. El Partido Socialista, por su parte, insistió en que un voto por Debs era un voto por las libertades civiles. El día de las elecciones, casi un millón de personas dieron su voto al socialista encarcelado, en la que sería la quinta y última ocasión en que este se postularía al cargo de presidente.

Debs fue bien tratado por los guardias de la prisión, pero aún así vio su entorno como una brutal consecuencia del capitalismo. Se negó a mirar por encima del hombro al resto de reclusos, insistiendo en que los verdaderos culpables eran las condiciones sociales que habían producido su miseria y los habían empujado a la delincuencia.

Tras su puesta en libertad, Debs llegaría a comparar las relaciones de dominación que se suelen dar en las cárceles entre celadores y presos a las de un puesto de trabajo:

Fuera de los muros de la prisión, el esclavo asalariado suplica a su amo para que este le brinde un empleo; y dentro de la prisión se encoge ante la porra del guardia. Todo ello despoja al ser humano de todos los atributos que deberían hacerlo soberano sobre su vida y de todas las cualidades que lo dignifican.

Los demás presos querían mucho a Debs. Él les daba muchos de los regalos (flores, pasteles, cajas de frutas) que le llegaban de sus simpatizantes, con la excepción del "pijama de seda rojo" que le había enviado un sindicato, con el que Debs prefirió quedarse. Debs les ayudaba a escribir cartas, les ofreció consejos sobre sus casos legales y sus problemas personales.

Cuando las autoridades liberaron a Debs el día de Navidad de 1921, los otros encarcelados, a los que se les permitió salir de sus celdas para ver a su compañero caminar en libertad, se reunieron para darle un último adiós. Mientras Debs caminaba por la acera del exterior, con su sombrero y bastón en mano, vestido con un traje negro y una chaqueta de invierno, notablemente más demacrado que cuando había entrado, los prisioneros gritaron a voz en cuello.

Una política debsiana hoy

Eugene Debs murió el 26 de octubre de 1926. Su salud nunca se recuperó por completo de su tiempo tras las rejas. Su partido se hallaba en ruinas, habiendo sido víctima de la lucha entre facciones que siguió a la Revolución rusa. Le preocupaba que el trabajo de su vida hubiera sido en vano. Pero nunca vaciló en su creencia de que las jerarquías de la sociedad capitalista eran un impedimento social y moral para la vida humana.

En Walls and Bars, su primer y único libro, que se publicó póstumamente en 1927, Debs hizo una comparación histórica:

El capitalista de nuestros días, que es el sucesor social, económico y político del señor feudal de la Edad Media o del amo patricio del mundo antiguo mantiene a la gran masa de la gente en la servidumbre, pero no lo hace en tanto que dueño legal de los de abajo, ni habiendo monopolizado la posesión de la tierra. En efecto, el capitalista mantiene a la masa en la servidumbre en virtud del hecho de que tiene pleno control sobre la industria, las herramientas y la maquinaria con que se trabaja y se produce la riqueza. En una palabra, el capitalista posee las herramientas y los trabajos de los trabajadores, de manera que estos dependen económicamente del capitalista.

La gran masa de personas vive en cautiverio. Dependen económicamente de otros. Debs había sido un hombre que había observado no solo los horrores del capitalismo (pobreza, desigualdad, racismo) sino que estudió este sistema económico con gran atención y vio que se basaba en una clara falta de libertad. El capitalismo era un sistema injusto porque se fundaba en la autocracia más que en la democracia industrial. El objetivo histórico del movimiento socialista era hacer realidad la "república de la clase trabajadora".

Sigue sin ser una realidad, por supuesto. Pero al pensar en la relevancia que puede tener Debs hoy en día, es útil comenzar por decir lo siguiente: la democracia, definida como el impulso por reemplazar unas jerarquías sinsentido con algo que se aproxima a la igualdad de poder, debe ser nuestra meta, y toda reforma debe juzgarse en función de si debilita el poder de quienes lo ejercen injustamente. ¿Están ganando poder los barrios que sufren una vigilancia desmedida por parte de la policía? ¿Están los trabajadores ganando poder a expensas de las empresas de combustibles fósiles? ¿Los que viven de alquiler y las mujeres están ganando poder a expensas de los rentistas y los cónyuges abusivos? El dueño de empresa que le da un aumento a un trabajador hace un gesto bonito. Pero lo que es mejor, y cualitativamente diferente, es un grupo de trabajadores que forman un sindicato para poder exigirle cuentas a su jefe, o un gobierno pro-trabajador que invierte en un vecindario olvidado durante mucho tiempo para que no tenga que postrarse ante un buitre capitalista.

Basado en su experiencia en el movimiento obrero, Debs sabía que los trabajadores albergaban un inmenso poder sin explotar, a pesar de su condición de subordinados. La clase media podría actuar como aliada en la lucha (como números extra para engrosar las filas), pero los trabajadores tendrían que ser el núcleo del combate. El siglo pasado ha confirmado lo que Debs entendió instintivamente al arengar a sus compañeros en los ferrocarriles y en los campamentos mineros: a saber, solo los trabajadores, organizados en partidos y sindicatos, tienen los medios estructurales para plantarle cara a los plutócratas. Las luchas democráticas, incluso aquellas que se dan fuera del lugar de trabajo, como los esfuerzos por reducir el poder policial, son más potentes cuando los trabajadores muestran sus músculos e interrumpen la economía o unen sus recursos para organizarse independientemente de los ricos.

Debs estaba seguro de que el Partido Socialista era el único hogar político de los trabajadores. Ni los partidos laboristas daba la talla, según él. El panorama político actual, dominado por un Partido Demócrata hostil a las reformas socialdemócratas y un Partido Republicano que celebra un poder corporativo sin trabas, deja mucho espacio para el debate sobre la mejor manera de avanzar electoralmente. Pero lo que es más importante que la forma que adopte la actividad electoral —por ejemplo, en la forma de una campaña local más izquierdista o una candidatura insurgente en el Partido Demócrata— es el carácter de las campañas: ¿El candidato se dedica a fomentar la autoorganización de la clase trabajadora, no simplemente a aprobar reformas desde arriba? ¿Es autónomo en materia económica de la clase empresarial? ¿Quiere atacar el poder corporativo?

Luego estaba el internacionalismo de Debs. Si la democracia era el objetivo, y si la clase trabajadora el principal agente de cambio, no tenía sentido detenerse en una frontera internacional. Los socialistas de todo el mundo luchaban por lo mismo: "la república universal: la cooperación armoniosa de cada nación con todas las demás naciones de la Tierra". Sin embargo, solo los trabajadores tenían interés en que se hiciera realidad este orden: si se les dejaba a su suerte, las clases dominantes de los diversos países harían la guerra entre sí y los capitalistas buscarían la mano de obra más susceptible de ser explotada. Las jerarquías globales, al igual que los problemas más íntimos provocados por la economía, deben deshacerse.

La "república universal" no está en el horizonte. Quienes vivimos en los Estados Unidos podemos luchar para recortar el presupuesto militar y reducir la sombra del imperialismo estadounidense, dando así a los trabajadores y movimientos populares en otros países el espacio para librar sus propias batallas democráticas, libres de la bota estadounidense. Podemos impulsar la eliminación de la deuda y la transferencia de tecnología y recursos a los países del Sur. Pero en "el vientre de la bestia", como solía decir la izquierda radical, esto no será tarea fácil.

Y he aquí la última lección de Debs: las luchas democráticas no son siempre populares.

La agenda de la izquierda socialista parece tener más atractivo popular hoy que en el pasado. Una mayoría social apoya una sanidad pública universal (Medicare For All). El Green New Deal tiene mucho apoyo también. Pero el ejército de Estados Unidos, que genera tanta desigualdad a nivel mundial, es la institución mejor considerada del país. Las prisiones y la policía aún se consideran legítimas. Y el control de los trabajadores sobre los medios de producción no es una posición que represente a una mayoría de la población.

¿Entonces qué hacemos? ¿Deberíamos los socialistas abandonar los elementos menos populares de nuestra plataforma, habiendo llegado a la conclusión de que la gente se ha pronunciado y que estamos condenados a la marginalidad política si nos empeñamos en defender cosas tales como la efectiva eliminación de las fronteras internacionales, la supresión de las cárceles o el mismo socialismo?

La respuesta de Debs sería un no categórico. "[Lo que se diga aquí con respecto a la abolición de las cárceles", escribió Debs en Walls and Bars, "será recibido con incredulidad, si no con burla, y . . . la teoría y la propuesta que presento se considerarán ilusas, poco prácticas e imposibles. Sin embargo, confío plenamente de que llegará el momento . . . en que el hombre se creerá incapaz de enjaular a su hermano como a un bruto, de contratar a otro bruto para que vigile a su hermano día y noche, de alimentar a su hermano como a un bruto, de tratarlo como si fuera un bruto y de reducirlo al nivel de tal".

Debs se sentía a gusto en el papel de lobo solitario. Era un disidente nato. Reconoció durante su campaña para la presidencia que en realidad no ambicionaba sentarse en la Oficina Oval. Sin embargo, nunca permitió que sus opiniones a veces impopulares lo obligaran a ocupar un espacio marginal. Su natural optimismo, su fe en la clase trabajadora y su profunda convicción de que la política socialista tenía que ser una política de masas le permitieron albergar la esperanza de que las opiniones fueran cambiando y de que los trabajadores cerrasen filas y los amos del mundo fueran derrocados.

El modo en que Debs pensaba en la llamada "cuestión de la popularidad" se distingue del de uno de sus herederos ideológicos, Bernie Sanders. Después de languidecer en la oscuridad de un partido menor durante la década de 1970, Sanders renunció a los puntos más radicales de su plataforma (incluida la socialización de la economía) y ganó su cargo político proponiéndose la implementación de políticas cuya puesta en práctica se veía entorpecida no por su falta de popularidad entre las clases bajas, sino porque el orden plutocrático se oponía a ellas. A menudo, su objetivo ha consistido menos en contradecir la opinión mayoritaria (aunque también lo ha hecho mucho) que en presionar para que el sentimiento público quede reflejado en las políticas públicas. Las reformas socialdemócratas que gozan de gran popularidad, como la de imponer mayores tasas fiscales a los ricos o las de financiar programas públicos o impulsar el poder de los trabajadores constituyen la base de su mensaje político.

Podemos pensar en estos como los dos polos de la política socialista democrática. Ambas estrategias —el minoritarismo de Debs y el mayoritarismo de Sanders— se toparán con escollos. Tal vez bajo la inspiración de su héroe John Brown, Debs a menudo parecía disfrutar de la claridad moral que le daba su posición de opositor. Por su parte, Sanders, deseoso de hacer crecer las filas socialistas y progresistas lo más posible, gusta mucho más de enfrentarse a Jeff Bezos que de hablar de reducir los presupuestos de los departamentos de la policía. Una política socialista eficaz tiene que hallar un justo medio entre estos dos impulsos. Tiene que evitar tanto el extremo de la marginación satisfecha como el abandono de sus principios con el fin de resultar más atractivo a ciertos sectores del electorado.

Pero para cualquiera que dude de la actual relevancia de Debs o que ponga en duda la capacidad de Debs de hablarle al mundo del siglo XXI sobre la desigualdad masiva y el gobierno autocrático, solo tiene que pensar en sus penetrantes comentarios sobre un orden social que confundía la libertad de los propietarios con la libertad de todos, pero que también contenía la semilla de un mundo diferente, despojado de tiranos de toda calaña.

Porque leer a Debs es recordar lo que significa ser socialista en primer lugar, creer en la democracia para todos:

Si el socialismo, el socialismo revolucionario internacional, no se mantiene firme, resuelto e intransigente a favor de la clase trabajadora y de las masas explotadas y oprimidas de todos los países, entonces no representará a nadie y su reivindicación será una falsa pretensión y su profesión un espejismo y un engaño.
es editor asociado de Jacobin.Fuente:
https://jacobinmag.com/2020/09/eugene-debs-democracy-antiwar-cantonTraducción:Paul Fitzgibbon Cellahttps://www.sinpermiso.info/textos/eugene-debs-creia-en-el-socialismo-porque-creia-en-la-democracia

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