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Nicaragua: En memoria del poeta Raúl Orozco, “El cuervo"


“YO CONOCÍ AL POETA YEVTUSHENKO” 

Si del poeta Orozco hubiese dependido, tanto en las reuniones descaradamente etílicas o disimuladamente culturales o en cualquier coloquio de esquina, él no habría parado de hablar nunca, a menos que hubiera sido para dar larguísimos sorbos a su cigarrillo, breves tragos a su cerveza, contestar (con desprecio real o fingida alegría) el saludo de alguien o levantarse a poner en las roconolas algo de Goyeneche, Gardel o su Astor Piazzolla.
Estaba en sus genes (“en su genio y figura” diría mi mama) y tal vez a eso de debía su afición a los monólogos y el control de la palabra en sus obras de teatro, en sus recitales en plazas, universidades, radios y mesas de tragos. Era raro. Tan raro era entre la gente común, como esas canciones que adoraba y que con tanta dificultad encontraba en aquellas vetustas máquinas lúdicas.

Lo conocí en “El Panal” a principios de los noventa, aunque entonces me percaté que ya antes lo había escuchado declamar sus poemas–apresurado y clandestino- en las gradas del atrio de la parroquia de Santiago en Jinotepe, cuando ya se oían en el país los disparos de la insurrección. Como a todos, lo primero que llamó mi atención fue su vestimenta totalmente negra. Creí que era un vicio egocéntrico y narciso, una licencia banal como la de esos artistas esnobistas que se ponen boinas o bonetes, fuman puros o llevan bastones sin ser rencos. Su figura era triste y menuda y su cara escalena y sin gracias, era como la del estereotipo del albañil viejo en el oficio, de profundas arrugas hijas del sol, el cemento y las penas. 

A primera vista, nada en él era especial aparte de sus trapos oscuros y tal vez en eso residía su rareza. Su voz era de tonos bajos, propias del fumador compulsivo y sus ojos carecían del brillo del talentoso, sin visos de la singularidad que delata a un espíritu superior. A simple vista, repito, lo único “rescatable” en él era el magnetismo que asomaba por sobre su malacrianza, locuacidad y el humor corrosivo y negro que extendía hasta lo imposible el color que asusta a los puristas.

“El Panal”, “espacio cultural y recreativo” (como gustaban en llamarle sus dueños en su publicidad), es un bar algo decadente y siempre acogedor, decorado con helechos colgando en maceteras, pósteres del Ché, fotos de clientes intelectuales y artistas ya idos, cuadros de jóvenes pintores locales que esperan la fama, música ambiental de trova, baladas instrumentales latinoamericanas y más tarde, un chacuatol de géneros ejecutados en vivo por profesionales y principiantes. Raúl solía frecuentarlo para compartir mesa con sus amigos poetas, escritores, dramaturgos, músicos, maestros de artes y oficios, diletantes, profesionales y desocupados, todos de calibres y edades dispares, sumidos y galvanizados en ese limbo semántico y existencial llamado bohemia. 

Otra razón para que el poeta Orozco frecuentara este amable antro, podría suponerse que era el hecho de que él tenía cuaderno abierto para el crédito a un mes o “para cuando agarrara agua la nube”.

Trabamos amistad, luego de superar dos supuestos iniciales: Por su parte, de que yo podía ser una especie de mecenas de sus iniciativas editoriales y por la mía, que podía burlarme de aquél hombrecillo vestido de noche oscura. Inesperada y linda amistad que fue creciendo noche a noche entre docenas de botellas, mientras hablábamos (sin mucho diálogo, claro está, por su tendencia al soliloquio) de historia, aventuras, tetas, política, literatura y “paja”, pura “paja”, hasta que nos echaban de los bares, de las aceras de las gasolineras y de las pulperías, por monopolizar las roconolas, atiborrarlas de monedas para escuchar los acordes del bandoneón, el piano y el violín arrabaleros; por gritar mucho, por querer violar los horarios de cierre, enamorar sin decencia a dueñas y empleadas o por patear la carrocería de los taxis y gritarle improperios a sus choferes, cuando estos se negaban a llevarlo hasta su lejano destino en la Carretera Norte. 

Antes de llegar a la frontera invisible donde se inician los escándalos, se pierde la vertical y la vergüenza, el vate me enseñaba sin proponérselo, el por qué lo apreciaban tanto sus verdaderos y pocos amigos (“el resto, me valen verga”, decía con frecuencia) y por qué había ido enhebrando pacientemente y en soledad su magnífica obra poética plasmada en sus libros y proyectos:

¡Pues porque era un poeta auténtico!

Un poeta integral y a tiempo completo. No un escritor-poeta, ni un licenciado-poeta, un alguien-poeta, mucho menos un medio-poeta. No, era un Poeta-Poeta. Como los espartanos eran Soldados-Soldados. Parecía que Raúl sólo había vivido su vida para tener una colección de cosas y sucesos, algo que convertir en poesía; que tuvo tórridos amores sobre el hielo escandinavo o el monte chorotega, que enfrentó con pluma, brazo y voz a la dictadura, que sufrió cárceles, exilio y traiciones, humillaciones, hambre y pobreza; que escribió cientos de artículos brillantes y punzantes contra Somoza y el Capitalismo, anti- sistémicos y revolucionarios y también pisó los solares de Aristófanes dirigiendo obras que más que aplausos cosechaban racionalidad ante lo profundo, y que creó montones de programas radiales culturales y conversó tanto, de tanto y con tantos en su vida. Hizo todo la anterior y más con el único propósito de tener “material” para apretujar historias en sus versos. “A veces puedo ser cínico”, me decía riendo. 

En una de esas veladas de prolegómenos, entelequias, verdades a medias y realidades distantes, tratando de contarle algo interesante a Raúl (lo de “cuervo” era una manera de llamarlo solamente en su ausencia, para no incomodarlo o tal vez para evitar sus memorables insultos), le dije: “Poeta, yo conocí a Yevtushenko”. “¿El pueta ruso Evgueni Yevtushenko?” inquirió. Le conteste afirmativamente y me apresté a darle detalles de mi encuentro casual con la luminaria contemporánea de la intelectualidad soviética: 

“En la Biblioteca Lenin de Moscú, mientras preparaba mi tesis. El poeta estaba ojeando libros de literatura en español, me le acerqué y le pregunté si él era Yevtushenko”, El “cuervo” se mostró interesado, “¿Ajá? Pueta”. En eso llegó un taxi (dos de la madrugada), se levantó tambaleante, pactó un precio con el conductor y ya desde el vehículo en movimiento, me preguntó gritando: “¿Y qué te dijo el maje ese?”… No le contesté nada y contrariado e iracundo -o bolo- me fui al parqueo en busca de mi carro. 

Raúl Orozco, como informaron en su obituario los diarios, fue un “poeta rebelde”, adjetivo que inicialmente me pareció una redundancia, pues yo entonces creía que los poetas “siempre son rebeldes”, pero la vida y la lectura de algunas biografías, obligan a reconocer que también ha habido poetas “mansos”. Raúl, sí fue un poeta rebelde auténtico, ante una sociedad indolente, ante aquella dictadura feroz, frente a sus antiguos compañeros guerrilleros que se convirtieron en potentados; ante los académicos y los ungidos y también ante los mediocres. Un rebelde ético, moral y constructivo sin pizca de resentimiento u odio gratuito.

Un día me invitó a su casa (tan solitaria y desnuda como él mismo). En aquella visita, él tenía sus motivos y yo los míos. Haciéndose el sueco, al pasar por el porche sin rejas (al igual que la casa sin verjas ni cerraduras “para que entren los vagos, coman mangos, forniquen en el patio y cuiden mi máquina de escribir y mis cositas…” decía despreocupado), me mostró un desvencijado sedan “Lada”, embancado sobre cuatro piedras sin tren de rodaje. 

“¿Qué te parece hermano, lo podés reparar?” preguntó sabiendo que yo tenía un taller de inyección diésel. Es difícil no mentirle a un hombre enamorado de su carro. “Pues…sí. Se puede reparar”, le dije sin convicción al ver el motor sin culata, pistones, motor de arranque, carburador, ni alternador, ni caja de cambios y oxido por todos lados. Su inteligencia que sabía del desahucio de la máquina, se rendía ante su amor de conductor. 

Al finalizar el “tour” por los cuartos vacíos de muebles, pero atiborrados de recortes de diarios, revistas, fotos, discos “long-play” de acetato apilados por todas partes y el patio tapizado de hojas de mangos y calaches para él entrañables, aproveché su buen ánimo para preguntarle su opinión sobre un atrevimiento mío llamado “poema”. “A ver”, me dijo y yo le declamé el primer verso: 

“Yo asistí a nuestra última cita como si fuera la primera, ella, como si fuera la última”.

Se hizo un silencio espeso en que participaron hasta los zanates que festinaban los mangos caídos, mientras el poeta Raúl Orozco, “el cuervo” me miraba de forma extraña, como el que lucha por contener la risa. “Está como mi Lada, pueta: Se puede componer”.

Raúl era un ciudadano de convicciones profundas, muy leal a sus principios y a un intrínseco sentido de justicia. Cuando la tarifa de la energía eléctrica de su semi-abandonada casa subió sin proporción al consumo real (casi nulo, pues solo encendía un par de bujías y usaba un único toma-corriente para conectar su pequeño radio y oír tangos y noticias por las madrugadas, tecleando sobre su pequeña Olivetti) resultando onerosa e impagable, el poeta tomo una decisión: O le cobraban lo justo o él no volvería a pagar ninguna factura hasta que se fuera del país la compañía eléctrica foránea o hasta que su propia muerte lo encontrara a tientas en la penumbra de su casa. Así sucedió, luego de años viviendo y escribiendo a la luz de candelas y candiles. 

Otra cosa que sus amigos aprendimos fue a no preguntarle por qué vestía siempre de negro o por qué “andaba de luto”, pues sabíamos de antemano su respuesta tajante como alfanje sarraceno: “¡Porque voy al entierro de tu madre! “. Aunque un apacible día me confió que lo hacía no por luto, ni por ninguna veleidad humana, si no por comodidad y sentido práctico, atendiendo su soledad y modo de vida ascético. También, pienso yo, por pura bandidencia.
La última vez que lo vi, fue en su lecho de enfermo en un hospital capitalino. Lo visité con dos de mis hijos menores que jamás habían visto a un poeta de verdad. 

A pesar de los cuidados de que era objeto en esa salita privada, proporcionada cortésmente por su amiga de juventud, la poetisa Rosario Murillo, el ambiente era triste, de despedida final. Fue premonitorio para mí verlo por primera vez vestido de blanco, aunque fuera en bata hospitalaria. Parecía un orgulloso y sereno pachá a escala reducida, de pelo negro y ojos chiquitos. Estaba libre de su crispación habitual, en medio de paquetes con frutas, flores y botellas desechables de “cola chaler”, que le habían llevado sus amigos y familiares y que él, entre historias amables, les ofreció a mis chavalos. Cargó sobre sus piernas al menor y recitó al ritmo del “Oblivion” de su amado Astor Piazzolla, con velada intención y viéndome a los ojos: 

“Adiós bandera roja nuestra.
Acuéstate.
Reposa.
Recordaremos a todas las víctimas.”
Al oír esos versos del magnífico poeta siberiano del deshielo, intuí lo que a continuación venía. Hizo de sus ojos un par de rendijas siamesas, arrugó más su frente y sin prisa, pero con mal disimulada ansiedad, como un gesto noble y fraterno como de infantil desagravio, me repitió la pregunta que por puro gusto y arrechura yo no le respondí aquella lejana noche de tragos: “¿Qué te dijo, entonces, el pueta Yevtushenko Edelbertó?”.

Edelberto Matus.

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