El 21 de septiembre de 1956 cerca de la medianoche, el poco conocido y joven poeta leonés Rigoberto López Pérez dio su vida a cambio de liberar a Nicaragua del asesino del general A. C. Sandino y fundador de la oprobiosa dictadura militar somocista, Anastasio Somoza García.
Rigoberto, consumada su heroica acción, recibió cincuenta y cuatro balazos y su cuerpo, después de ser arrastrado y profanado, fue desaparecido (como el del General Sandino y sus generales 22 años antes), enterrado en algún lugar desconocido, mientras en todo el país se desataba la represión y la muerte.
Al mismo tiempo, el gravemente herido dictador iniciaba un agónico periplo por varios hospitales de León y Managua hasta que (por órdenes del mismísimo presidente yanqui) fue trasladado a Panamá.
Todo infructuosamente pues las balas del revolver de Rigoberto y las propias enfermedades del dictador hicieron su letal trabajo. El cuerpo sin vida del genocida regresaba a Nicaragua ante la conmoción de todo el somocismo y la alegría silente de los patriotas de nuestro país.
Desde sus inicios, la dictadura somocista se aseguró de contar con el apoyo de la jerarquía católica para controlar el poder, tal como la oligarquía lo venia haciendo desde tiempos coloniales, sin embargo, aun dentro de esa institución ultraconservadora y de control social siempre ha habido disidencias, hombres valiosos y valientes que en realidad creen en el Humanismo.
Y así, ha habido serviles como Monseñor José Lezcano, como también servidores como el padre Toñito Castro, por ejemplo.
Muestra de esto, es el siguiente anécdota, que según Agustín Torres Lazo sucedió en aquellos tristes y heroicos días, posteriores a la muerte del tirano y la del propio héroe, Rigoberto López Pérez:
“La larga caravana fúnebre avanza ahora por la estrecha carretera hacia Managua, donde hay gente apostada que se inclina y saluda al paso del vehículo que transporta a Somoza. Al llegar a los terrenos de la Quinta Nina, la Planta eléctrica y la Cervecería nacional, a la entrada de la capital, la muchedumbre se espesa y es todavía mas densa cuando el cortejo ingresa a la Plaza de la República y se detiene frente a la iglesia Catedral.
Allí un grupo de personalidades políticas toma la posta y sube a Somoza por las altas graderías hasta depositarle frente al altar mayor del templo metropolitano, donde Monseñor Alejandro González y Robleto oficia misa por el alma del gobernante muerto.
Ese mismo día, en León, el padre Marcelino Areas, párroco de la iglesia del Calvario, extendió invitación a sus feligreses para asistir a una misa de difuntos que el mismo celebraría a la mañana siguiente en memoria de un cristiano de su parroquia recientemente fallecido de nombre Rigoberto López Pérez.
Poco tardo el Comando departamental para conocer la noticia y mucho menos todavía para enviar a un oficial con dos soldados a conminar al padre Areas y notificarle la prohibición de llevar a cabo el oficio religioso. Pero el curita no era un hombre fácil de intimidar.
Alegó que estaba en la casa de dios, donde ni el mismo Ejercito con toda su fuerza, podía intervenir y siguió adelante con su cristiana intención.
Sin embargo, sus argumentos y protestas quedaron solo como un saludo a la bandera porque al amanecer el día, una treintena de soldados fuertemente armados rodearon la iglesia y cerraron las calles aledañas para impedir que los fieles asistieran a la misa.
Mas el padre Areas se salió con la suya pues solo, sin acólitos ni feligreses, celebró su oficio, elevando sus plegarias al cielo por aquel joven de su parroquia, victima de su propia hombría e idealismo y enterrado en algún lugar del que nunca jamás se tuvo conocimiento.”
Edelberto Matus