No existe país en el mundo que no haya estado inmerso en la tragedia de la guerra.
Guerras tribales, étnicas, religiosas, civiles, coloniales, intervencionistas, territoriales, revolucionarias, independentistas, nacionales, regionales, mundiales,…Alguna (o varias) de estas tragedias- con su común denominador de odio, destrucción y muerte- pasaron batiendo sus negras alas sobre sus afligidos pueblos.
Nicaragua no es la excepción. Al contrario, tomando en cuenta su relativa juventud como nación, es una de los países que más conflictos armados ha padecido.
Francisco Barbosa, en su “Síntesis de historia militar de Nicaragua” nos asombra con el recuento de decenas de conflictos bélicos que arrancan con las luchas inter-tribales 1500 años antes del arribo de los Conquistadores españoles, hasta llegar a la guerra entre el Ejército Popular Sandinista y los “contras” en la década de los ochenta del siglo pasado.
Ahí mismo leemos que en el periodo que va desde la Independencia, hasta la formación del actual Ejército de Nicaragua (período en el cual encontramos los conflictos más documentados), han existido “12 Fuerzas armadas distintas”. ¡Qué desperdicio de vidas y recursos!
Asumiendo las asimetrías correspondientes, en América Latina, sólo México y Paraguay nos superan en pérdida de territorios, hacienda y vidas debido a las guerras. En la nación azteca, reiteradas revueltas y revoluciones dieron oportunidad a las naciones vecinas a apropiarse de grandes extensiones de su territorio nacional (el 58%). Paraguay perdió en una sola guerra casi el 60% de su población y en dos, casi dos terceras parte de su territorio, pero lo hizo defendiéndose de cuatro naciones agresoras extranjeras vecinas.
Nicaragua perdió casi un 25% de su territorio, más “otra Nicaragua en el mar”, mientras dirimía, sable en mano, sus asuntos internos o combatía en conflictos, desde la llamada Guerra Nacional contra el filibustero gringo William Walker, la guerra contra los ejércitos agresores aliados del Salvador, Honduras y Guatemala (derrotados en Namasigüe), en las gestas heroicas de los General Benjamín Zeledón y A.C. Sandino (enfrentándose a dos intervenciones militares de la marinería gringa) y el legítimo alzamiento del pueblo nicaragüense a lo largo de 46 años, en contra de la Dictadura dinástica de los Somoza.
Decía Winston Churchill (alguna vez Primer ministro de la nación más agresora del mundo, hasta la aparición de los Estados Unidos) que “la guerra era una invención de la mente humana”, que podemos interpretar como una licencia a la “necesidad” de la misma.
En contraposición, V. I. Lenin (fundador del primer Estado socialista y de paso, la tierra que más guerras internas e invasiones foráneas ha padecido) escribía con mucha razón, citando al Manifiesto Comunista, que “los proletarios no tienen patria”, pues en las grandes guerras internacionales los ciudadanos comunes sólo son usados por los intereses de los que inician las guerras y las consignas nacionalistas enmascaran los intereses del Capitalismo nacional o internacional, que al fin son la misma cosa.
Sólo las guerras de liberación tienen razón de ser para el ciudadano común, siempre y cuando estas lleven verdaderamente a la libertad, a la paz, pero sobre todo al desarrollo socio-económico inclusivo, con gobiernos populares a la cabeza del Estado.
Detengámonos en la llamada “Guerra Nacional” de Nicaragua que se inició como cualquiera de las casi dos docenas de “guerras” entre partidos de la oligarquía criolla nicaragüense del nefasto periodo (llamado por sus propios historiadores) “de la Anarquía”, dirigidos por generales improvisados y peleadas hasta la muerte por famélicos jornaleros, indios segregados y hombres de los estratos más paupérrimos de los pueblos y ciudades de la recién estrenada república de Nicaragua.
Un tramo sangriento de nuestra corta historia “republicana” donde los hacendados y gamonales, herederos de los encomenderos españoles o enriquecidos bajo su sombra, se disputaban el poder (surgido del vacío creado por aquél trámite llamado Independencia) como hambrientos perros callejeros en lucha a dentelladas por un pedazo de carne.
Los historiadores liberales y conservadores concuerdan que esta guerra “es la más importante en la historia nacional” y no dudan de calificarla de “segunda independencia”, sin embargo, este conflicto que al final involucró a cuatro ejércitos de los países centroamericanos, además de los ejércitos liberales y conservadores de Nicaragua en contra la falange filibustera de William Walker (que en su mejor momento llegó a tener alrededor de 1500 mercenarios), terminó siendo la mayor desgracia para el Estado de Nicaragua.
Cuesta creer que una banda de mercenarios inicialmente no mayor de cincuenta forajidos gringos y europeos reclutados a la carrera y contratados con la plata ofrecida por los lideres legitimistas de León (con un salario de cien dólares mensuales por cada “soldado” y el ofrecimiento, después que se derrotara al ejercito de Granada, de 200 hectáreas de tierra, más la naturalización inmediata de los filibusteros y la promulgación de una Ley de Amnistía por cualquier felonía realizada por ellos durante la guerra) hayan ocasionado tanto daño a la joven republica nicaragüense.
Lo anterior solamente se explica por la ambición, torpeza e ignorancia de las élites “ilustradas” de la oligarquía nicaragüense en lucha a muerte por el control del poder de la antigua Provincia, su falta de visión en la construcción de un Estado nacional, pero sobre todo su estancamiento en las relaciones económicas cuasi-feudales heredadas del periodo colonial.
Las partes interesadas (los vendepatrias que trajeron a los filibusteros, los ticos y centroamericanos y por supuesto, sus historiadores) exageran el desempeño en batalla de la oscura figura del filibustero esclavista William Walker y se minimiza la culpa de las élites libero-conservadoras. Este hombre que por acción u omisión de los “patriotas” nicaragüenses llegó a ser efímero “presidente” de Nicaragua, obtuvo sus pocos éxitos militares en mucho debido al entreguismo y la ingenuidad de los generales y políticos nacionales, a la epidemia del cólera, al cálculo político de los ticos y el oportunismo y viveza, más que a la pericia militar, del jefe filibustero. Sin embargo, perdió las batallas más importantes como las dos de Rivas, de Liberia (también llamada de santa Rosa), las de Masaya y varias escaramuzas de menor importancia.
La “Guerra Nacional” fue oficialmente ganada por la alianza de los ejércitos centroamericanas al derrotar a los filibusteros pero, realmente, el mayor beneficiado de este triunfo de los esfuerzos aliados fue Costa Rica, que utilizó los resultados de esta guerra para catapultar su modelo de desarrollo socio-económico y consolidar su Estado liberal. Al final, Nicaragua, escenario principal de la guerra fue la principal víctima y perdedora neta.
Al disolverse la Federación Centroamericana en 1838 Nicaragua no logró superar el modo de producción primario mono-cultivador basado en el añil, propio de las últimas décadas del periodo colonial español en la región y la atrasada “especialización” de las regiones de Occidente (León) y Oriente (Granada), basadas en la ganadería y el añil respectivamente, que increíblemente seguirían siendo los principales rubros de producción hasta principios de la década de 1880, cuando ya han sido inventados los colorantes artificiales en el extranjero y despega tímidamente la exportación del café nicaragüense.
Costa Rica, en cambio, inicia su modelo agroexportador cafetalero a mediados de los años treinta del siglo XIX y ya para mediados de la década siguiente exportaba a Chile y Europa alrededor de cien mil quintales de café en oro, aprovechando las bondades para el rubro de la Meseta Central y el hecho de no tener -como los nicaragüenses- dos centros urbanos fundacionales de poder y conflicto dentro un mismo país, pero sí teniendo una oligarquía en transición más nacionalista y enfocada, que trazó tempranamente -como clase dominante- sus rutas de desarrollo y prevalencia que privilegiaron la creación de infraestructura financiera, la atracción de capital foráneo, la modernizando del servicio civil y la burocracia y la creación del más entrenado y mejor equipado ejército de Centroamérica con objetivos muy concretos: La Consolidación del modelo agro-exportador que diera paso al surgimiento de la burguesía costarricense, la conquista de nuevos territorios y a mediano plazo, la construcción de un Estado Benefactor gobernado por las élites herederas de los conquistadores españoles.
Nicaragua, un Estado fallido, anárquico y (mal) gobernado por una élite oligárquica muy atrasada cultural y políticamente, gobernada ideológicamente por ideas conservadoras y lo que todavía era peor: Por los dogmas religiosos hábilmente utilizados en su provecho por los jerarcas locales dela Iglesia católica medieval (que era poseedora de latifundios, tenía bajo su cargo la educación ideológica de los ciudadanos a través de sus centros de enseñanza, mantenía el registro poblacional bautismal, se enriquecía mediante donaciones directas, limosnas y contribuciones directas desde el Presupuesto nacional y gobiernos locales) y un país donde las ideas liberales europeas y gringas tardarían aún medio siglo más en abrirse paso, fue la presa fácil que la clase gobernante tica escogió para la expansión de sus imites territorios.
Los grandes y fértiles territorios del sur de Nicaragua, incluyendo al Rio San Juan y sus afluentes y la vastedad marina de ambos océanos, más allá de sus costas, fueron definidos como objetivos de conquista. La oportunidad habría que construirla.
El enfrentamiento por los territorios del Caribe y Centroamérica entre gringos y británicos por la construcción de un canal interoceánico, utilizando los enormes recursos hídricos del sur de Nicaragua, abrió una ventana de oportunidades que se concretarían en la participación “desinteresada” del ejército tico (curiosamente dirigido por generales poseedores de enormes plantaciones cafetaleras y ganaderas como su comandante en jefe, José Joaquín Mora, hijo del Presidente de Costa Rica de ese período) en la “guerra Nacional” de Nicaragua contra los filibusteros de William Walker.
Los tristes resultados para Nicaragua de estos acontecimientos bélicos y la retribución cobrada por los ticos son de sobra conocidos por todos nosotros los nicaragüenses.
El despojo encubierto de tratado binacional de los territorios de Guanacaste y el acercamiento de la línea fronteriza hacia el Rio San Juan fue consumado, ayudando (de acuerdo al plan inicial tico) al ulterior desarrollo económico y social de la buena vecina del sur y castró el progreso como Sociedad y Estado nacional a Nicaragua.
La guerra dejó a un país destruido, cercenado geográficamente, un Estado desarticulado y en bancarrota que obligó a sus élites políticas y económicas (que eran los mismos) a pactar el poder, sumiendo a la nación en un periodo de treinta años que aunque de relativa paz, no extirpó de raíz las condiciones que más tarde generarían otra “ronda” de guerras civiles, nuevas intervenciones militares gringas y la imposición por parte de estos, ochenta años después, de una dictadura dinástica feroz. La dictadura militar somocista que en 1979 sería pulverizada por el pueblo en armas, vanguardizado por el Frente Sandinista de Liberación Nacional.
Este periodo llamado “los treinta años conservadores” prolongó el letargo político e ideológico y el estancamiento económico del país, cuyas principales víctimas fueron las capas más pobres de la población y por supuesto, postergaron la modernización de un Estado de por sí muy atrasado, aún para los estándares centroamericanos.
La década del 90 de ese mismo siglo, despuntaría con los conflictos armados que conducirían al triunfo de la llamada “Revolución Liberal”, consumando la victoria del modelo agro-exportador cafetalero de la incipiente burguesía sobre la oligarquía tradicional. Pero esa es otra historia.
Si hay algo rescatable de la llamada “Guerra Nacional”, además de la derrota del filibusterismo, es el despertar de la verdadera conciencia nacional, el patriotismo y el atiintervencionismo del pueblo humilde de Nicaragua, motivados por el primero de varios enfrentamientos a muerte contra los invasores yanquis, la certeza que a nuestros vecinos no los mueve el amor ni la solidaridad en asuntos limítrofes, sino sus propios intereses geopolíticos; que “nuestras” élites oligárquicas y burguesas no albergan sentimientos patrióticos, sino que siempre persiguen el lucro y la búsqueda del poder, aún a costa de negociar nuestra soberanía, y que también hay hombres valientes y nobles como aquél que de niño anduvo descalzo y hambriento en los polvazales del pueblo indígena de Nandaime y que de viejo dirigió la exitosa estrategia y en consecuencia la descarga paciente, única y mortal de los obsoletos rifles de sus hombres (pobres, campesinos, jornaleros e indígenas) contra la falange interventora de Byron Cole, una refriega de diez minutos de duración (según las últimas investigaciones de campo y laboratorio realizadas por el científico e historiador Pat Werner) denominada “la Batalla de San Jacinto”, que sin mucha importancia militar, es la más brillante, moralizadora y conmemorada página de ese periodo de nuestra historia patria.
La llamada Guerra Nacional, puso de manifiesto la sinrazón de las guerras de rapiña de las élites del poder (llámense, oligarquía o burguesía) para la causa de los pueblos y la necesidad y justeza de la lucha de resistencia, de la lucha revolucionaria popular, para verdaderamente construir nación y preservar -para todos sus habitantes, el territorio y las riquezas naturales que junto al trabajo, son la base del progreso inclusivo y la paz.