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“El olvido de Haití es el olvido del imaginario de la Revolución”


La Revolución Haitiana desató una auténtica ola de terror paranoico en las potencias coloniales: de ahí que haya sido negada, ocultada y marginada hasta nuestros días. ¿Cómo comenzar a hablar de Haití sin empezar por la Revolución de 1804? Para adentrarnos en la fascinante historia del país tuvimos la oportunidad de conversar de manera amena y extendida con Eduardo Grüner, un especialista y un apasionado en la materia.


Grüner es un intelectual prolífico, cuya producción discurre por una enorme variedad de temáticas y géneros. Sociólogo, ensayista, crítico cultural. Doctor en Ciencias Sociales y Vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Profesor titular de Antropología del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras y de Teoría Política en la Facultad de Ciencias Sociales, también en la misma universidad. Es autor, entre otros, de los libros: Un género culpable (1995), Las formas de la espada (1997), El sitio de la mirada (2000), El fin de las pequeñas historias (2002), La cosa política (2005). Y también, por supuesto, de “La oscuridad y las luces” (2010) un libro clásico e ineludible en la materia que nos convoca.

Lautaro Rivara: Toparse con Haití, ya sea desde el ensayismo, la reflexión histórica o incluso vivencialmente, parece de alguna forma como algo excepcional, como un acontecimiento siempre inesperado. ¿Cómo se dio su acercamiento, intelectual y –por así decirlo– empático, con Haití y con la historia de nuestra revolución primera?

Eduardo Grüner: Yo tenía un conocimiento muy vago, muy general de la Revolución Haitiana, y de algunos aspectos de la cultura nacional, sobre a todo a través de la literatura o de algunos estudios de la antropología, pero la verdad es que hasta el año 2004 nunca me había puesto a pensar seriamente en el asunto. En ese momento yo era vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales [de la Universidad de Buenos Aires] y se me envió a un gran congreso de educación que había en La Habana. 

Ahí me topé con una serie de actividades que tenían que ver con el bicentenario de la independencia de Haití y con un número especial de la revista Casa de las Américas dedicado a la Revolución Haitiana. Ahí se me presentó una verdadera voracidad por conocer más. 

Me puse a trabajar, a estudiar, a leer sobre el asunto, específicamente sobre la Revolución. La primera actividad que a partir de esa relativa profundización llevé a cabo fue un seminario virtual en el marco de CLACSO, a partir del cual formulé un proyecto de tesis de doctorado que se transformó en el libro “La oscuridad y las luces: capitalismo, cultura y revolución”. (Buenos Aires, Edhasa: 2010)

No tengo más que satisfacciones intelectuales con ese tema: con Haití en general y en especial con el tema de su revolución. Aunque te parezca mentira nunca puse el pie en ese maravilloso país. En dos oportunidades estuve a punto de ir a congresos y actividades, pero una vez sucedió el terremoto, y la otra vez hubo una enorme convulsión política.

L.R: Como usted bien sabe, numerosos mitos envuelven todo lo relacionado al país, siendo muchos de ellos específicamente históricos e historiográficos. En ese sentido, ¿qué ideas dominantes había en su formación y en su medio intelectual sobre Haití antes de que emprendiera este estudio sistemático sobre la Revolución?

E.G: La verdad es que ideas dominantes no había muchas. Vos sabes muy bien –y es una de las cosas que me estimuló a emprender este trabajo– que de Haití se habla muy poco y se sabe muy poco, y que no es por mera ignorancia o desinterés, sino que hay todo un esquema, un andamiaje ideológico por detrás del ocultamiento, la negación o el olvido –todo ello entre comillas– de Haití, de su historia y de su revolución. 

Mi interés intelectual tiene que ver con explorar lo que metafóricamente llamo “el lado oscuro de la modernidad”. En el caso de Haití esa metáfora es bastante literal.

El primer trabajo de investigación que propuse tenía que ver con Haití y con la situación del país. Esto, con toda la “mala intención” de que efectivamente se explorara esa cosa tan poco conocida y tan ninguneada que fue la Revolución Haitiana, un acontecimiento de una singularidad absoluta, en varios sentidos.

Ya en el 2004 se estaba empezando a hablar de los festejos de los bicentenarios independentistas de cara al año 2010. Ahí me di cuenta de la tremenda “renegación” –como diría un psicoanalista– de esperar hasta el 2010, como si las primeras revoluciones independentistas hubiesen ocurrido en 1810, saltándose la primerísima primera de todas ellas.

Pero la Revolución Haitiana no sólo fue singular en términos cronológicos o históricos, sino que fue la más radical, la más profunda, la más subversiva, porque fue la única revolución en el sentido más pleno del término, en donde la clase social y la etnia explotada por excelencia –los esclavos negros de origen africano– tomaron el poder y fundaron una nación sobre esas bases.

La “renegación” de la Revolución Haitiana es muy sintomática, en este sentido, porque implica obturar, sacar de la vista la radicalidad de una auténtica revolución, muy difícil por otra parte de calificar. Uno no puede decir que fue una revolución socialista como la de Rusia en 1917; tampoco fue una revolución exclusivamente burguesa como la francesa de 1789. Fue una revolución independentista, si bien no empezó con esa intención, pero fue adoptando ese carácter en el curso del proceso. 

Fue una revolución antiesclavista. Y fue también una revolución cultural en el más estricto sentido del término. Me pareció entonces que esta enorme singularidad tenía mucho que decir sobre cómo se habían construido la Modernidad y su ideología. 

Porque esa ideología, claramente eurocéntrica, se armó sobre la base de la Modernidad, un invento occidental, que después se exportó a lo que en algún momento se llamó el Tercer Mundo, a la así llamada periferia del sistema-mundo. Mi hipótesis, la tesis central de mi trabajo, es que la Modernidad es en realidad una “coproducción” entre Europa y sus colonias, hecha, sin duda, en términos para nada simétricos.

 Una “coproducción” en donde una parte llevó la voz cantante, pero que no hubiera podido transformarse en el poder hegemónico que fue sino hubiera sido por lo que le aportó en este caso la fuerza de trabajo esclava del Caribe. Lo que hoy, eufemísticamente, se llama “gobalización”, hecho que para nosotros no es ninguna novedad, dado que comenzó en octubre de 1492.

L.R: Usted da pistas muy claras para entender por qué Haití ha sido de alguna forma desalojado del imaginario occidental. También otros autores y autoras han dado a entender el carácter traumático que tuvo la revolución haitiana para el Occidente. Incluso hay, como el historiador Michel-Rolph Trouillot, quien la catalogue como un “acontecimiento impensable” en los términos de su propia época. Pero usted extiende la inquietud, ahora, en relación a por qué también el país fue desplazado de la memoria de las propias fuerzas progresistas, de izquierda e integracionistas de la región, considerando que fueron aquellas quienes de forma más entusiasta celebraron sus respectivos bicentenarios.

E.G: Creo que hay que atribuirlo a factores ideológicos profundamente enraizados en todos nosotros. Es verdad, como vos decís, que esto sin duda sucede mucho menos con las otras revoluciones independentistas, las que en general tenemos muy presentes. Después, por supuesto, están todos los debates sobre esas así llamadas revoluciones: ¿hasta qué punto fueron eso o simplemente cambios de elencos o de élites gobernantes? 

Ésta es la diferencia radical con el caso de Haití, como decíamos. No se trata solo de un caso de cambio de élites, sino de un cambio de la clase social que toma el poder. Esto puede servir para formular una hipótesis en relación a tu pregunta, porque en el 2010 ya hacía mucho que se había abandonado, aun en el pensamiento progresista, eso que mi amigo Nicolás Casullo llamaba “el imaginario de la revolución”, con la salvedad de algunos sectores de izquierda más radicalizados y minoritarios. De alguna forma la pérdida de ese horizonte se vuelve retroactiva, se proyecta hacia atrás. Es cierto que las revoluciones independentistas se generalizaron a partir de 1810. Entonces, en este contexto mental –por llamarlo de alguna manera– ese acontecimiento tan único y tan “prematuro” quedó semiolvidado o directamente no fue tomado en cuenta.

L.R: Releyendo las conclusiones de su libro, y pensando en Haití a partir del tamiz de la novela “La revolución es un sueño eterno” de Andrés Rivera, recordé aquella frase que Rivera pone en el interminable soliloquio de Castelli, cuando este dice: “si nos derrotan, ¿qué importa lo que se diga de nosotros?”. Se que usted ha tomado parte en este debate histórico, el que es a la vez evidentemente político, en torno a si la Revolución Haitiana fue una “revolución derrotada” o “fracasada”, y si implicó y deja algún tipo de legado perdurable. Esto en respuesta a algunos enfoques, en mi opinión tremendamente cínicos, que acaban certificando la “perfecta inutilidad” de la Revolución Haitiana, y por extensión de cualquier otra, más aún después de la caída del Muro de Berlín. ¿Cuál es su balance, en estos términos, del proceso histórico haitiano?

E.G: Es toda una cuestión esto que se ha dado en llamar el “fracaso” de la revolución. Hay que tratar de entender que quiere decir eso. Si yo hablo de “fracaso”, es distinto a si hablo de “derrota”, de “traición”, o de cualquier otro epíteto que se pueda utilizar para calificar esos acontecimientos. Un poco en broma, siempre digo que cuando me hablan de fracaso recuerdo un par de frases, casualmente de dos importantes intelectuales norteamericanos. Una es de William Faulkner, el Premio Nobel de literatura, que en una célebre entrevista le dijo a un periodista: “no se vaya a creer que es tan fácil fracasar. A mi al principio me costó mucho y después me fue saliendo cada vez mejor.” Y la otra es de Orson Welles, quien dijo: “yo empecé desde muy arriba y tuve que trabajar mucho para llegar hasta abajo.” Estas frases me interesan porque ponen el acento en el proceso, en el esfuerzo, y no, de forma fetichista, en el resultado “final”.

Ahora, cuando vos preguntas por los legados, me parece que hay que poner el acento ahí. En ese acontecimiento “impensable” –vos citabas a Trouillot–, en ese tremendo trauma, inimaginable en la época: en el hecho de que unos zaparrastrosos esclavos africanos armados con machetes vencieran al ejército internacional de Napoleón Bonaparte, quien no pudo reprimir la Revolución. Sin embargo, eso impensable, sucedió. Y eso significa que puede volver a suceder. Y que quizás, la próxima vez, se “fracase mejor”. O no se fracase y realmente se tenga “éxito”. Decir que una Revolución fracasó o fue derrotada, no debería implicar, de manera inmediata, que las razones por las que esa revolución se hizo eran equivocadas o han desaparecido. Mas bien uno podría pensar al revés: que justamente porque esa Revolución fracasó o fue derrotada, los motivos que la generaron están mas vigentes que nunca, considerando que aún no desapareció la explotación de clase, ni la de género, ni el hambre, ni las guerras.

Entonces, si, esa Revolución particular, puntualmente, fracasó, pero no porque estaba destinada a fracasar, sino que el “mundo” hizo todo lo posible para que así sucediera. Sabemos que una vez conquistada su independencia, la historia política posterior de Haití fue bastante desastrosa: la división entre países distintos con distintos gobiernos, y después el desastre económico, que mucho tiene que ver con el hecho de que los franceses le impusieran, para restablecer relaciones comerciales con el Occidente, el aceptar el pago de una “indemnización” que arruinó al país y recién se terminó de pagar hacia mediados del siglo XX.

Sin duda hubo también razones internas, errores, toda clase de factores intrínsecos, pero en mucha mayor medida hubo lo que en el libro llamo, de forma un poco metafísica, una gigantesca venganza del mundo occidental contra ese acontecimiento impensable. Uno ha perdido hoy la dimensión de lo que Haití generó en ese momento histórico, desatando una auténtica ola de pánico, de terror paranoico en todo el mundo, pero sobre todo en las potencias coloniales. Hecho que tuvo una enorme cantidad de otros significados, incluso de orden filosófico, cultural, literario, artístico, que también en buena medida han sido negados, ocultados, marginados, ninguneados.

L.R: Pienso también en legados quizás más internos a la nación haitiana, en procesos más difíciles de ponderar y analizar desde fuera del propio país. Por ejemplo en el hecho de que se trate del único país en donde la cultura de los esclavos, la lengua de los esclavos, la religión de los esclavos, y la forma de organización productiva, sea hoy la del conjunto de la nación haitiana: me refiero al cimarronaje, al creole, el vudú y al lakou campesino. Cuando usted analiza las contradicciones y las aporías de la situación colonial en general, y de los pueblos afroamericanos en particular, siento que Haití ha ofrecido respuestas tentativas a todas esas contradicciones, y de una forma muy positiva, más allá de la derrota política frente a correlaciones de fuerza abrumadoramente desfavorables. Haría falta por ejemplo un estudio del famoso Artículo 14 de la constitución de Dessalines –del que hablábamos antes de comenzar– en donde Haití ofreció una forma sui generis de “resolver” la cuestión del racismo, como ningún otro proceso lo ha hecho hasta la fecha. Hablemos, si le parece, un poco de eso.

E.G: Esa es otra gigantesca revolución en la Revolución, para ir sumando. Tampoco me encontré demasiados análisis estrictamente constitucionales, de juristas o historiadores del derecho, que se hayan detenido en esa Constitución [la de 1805] en la que figura el Artículo 14, que tiene los dos renglones más espectaculares y “raros”, aún considerando que toda la Constitución es algo digno de estudio.

El famoso Artículo 14, que en las constituciones posteriores desapareció, establecía que “a partir de la promulgación de esta Constitución, todos los ciudadanos haitianos, sea cual sea el color de su piel, serán denominados negros”. Como si fuera poco, un artículo posterior añadía que las previsiones del Articulo 14 serían válidas incluso para los alemanes y los polacos. Esto tiene una explicación: cuando en 1802 Napoleón Bonaparte envió un enorme ejército a reprimir la Revolución Haitiana, aquel era un ejército multinacional, donde había un batallón de alemanes y polacos que cuando llegaron y vieron lo que estaba pasando ahí, desertaron y se pasaron de bando. Una vez triunfante la Revolución decidieron quedarse, porque en su casa les esperaba la guillotina o algo por el estilo. Entonces la Constitución les da en retribución todos los derechos de ciudadanía, pero considerándolos, a partir de allí, “negros”.

Entonces, a partir de 1805, también del otro lado de la isla, en República Dominicana, negro quiere decir haitiano. A pesar de que hay dominicanos negros como bien sabemos. Esta universalización del color negro responde a su anterior negación. El decir “a partir de ahora somos todos negros” era como un cachetazo irónico a las pretensiones de la Declaración de los Derechos Universales del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa, que no alcanzaba a los esclavos de las colonias. Es decir que esa universalidad presunta de la declaración tenía un límite muy particular: tanto es así que incluso excluía deliberadamente un color, el color negro. 

Porque la Revolución de Haití, en 1791, en el fondo estalló por eso, porque empezaron a llegar las noticias de esta declaración, y entonces los esclavos dijeron “ahora somos libres”, pero no fue así. Había un elemento muy material para negarlo, por el que la fuerza de trabajo esclava le proporcionaba a Francia la tercera parte de sus ingresos. Entonces aparece este cachetazo que dice que nosotros que eramos el “particular” que no entraba en la “universalidad” de la declaración, ahora nos volvemos el universal al afirmar que “todos son negros”

Ya desde fines del siglo XVII y principios del XVIII, cuando la colonia pasó a manos de los franceses –antes hacía parte de las colonias españolas–, los franceses, con ese espíritu cartesiano, clasificador, tan preciso que tienen, habían creído identificar 126 tonalidades diferentes de color negro, desde el “negro negro” hasta los mulatos más claros, etc.

L.R: Incluso le diría que ese es un legado perdurable, porque me atrevo a decir que en Haití, el racismo tal como lo conocemos –no es que no haya formas de racismo endógenas, dado que las élites negras y sobre todo mulatas lo han practicado históricamente– son absolutamente incomparables a las que conocemos en nuestros países. Por una razón muy sencilla: si vamos a la definición clásica del racismo –de autores como Oliver Cox o Eric Williams– y lo entendemos como una forma de organizar y disciplinar la fuerza de trabajo, la “línea de color” no organiza el universo laboral aquí. Negros son los trabajadores, las masas pauperizadas, negra es la oligarquía haitiana y la clase política, los burgueses, los proletarios, etc. En el lenguaje popular, ni negro ni blanco denotan una categoría estrictamente racial, sino más bien nacional: negro es sinónimo de haitiano y blanco de extranjero. Y cuesta mucho salir de nuestra armazón ideológica para entrar en esa realidad.

E.G: Es interesantísimo eso, porque sigue demostrando esa singularidad de la sociedad, de la historia. Y además es un tema de una enorme complejidad, que tuvo hasta donde yo se varias idas y vueltas. Porque por un lado, otra de las hipótesis del libro es que ahí es donde nació la reivindicación del concepto de negritud: la revolución sería el gran precedente en que después se apoyarían Aimé Césaire y el propio Fanon. Pensadores revolucionarios que en la primera mitad del siglo XX van a causar todo un escándalo y una serie de debates fuertísimos en Europa –y específicamente en Francia– con el concepto de “negritud”.

Pero también ese concepto de negritud -demostrando que estos “colores” expresan relaciones sociales y de poder- fue usado por la dictadura fascista de [François] Duvalier, de una manera totalmente pervertida, por él y por su hijo Jean-Claude. Aparece ahí la reivindicación de la negritud como un elemento opresor, contra parte de los negros y contra los mulatos que históricamente habían tenido un estatus social superior. Entonces, este “populismo” de extrema derecha de Duvalier da vuelta esto de forma artificial.

Todo lo que desata el tema de la negritud es de una enorme complejidad y tiene este gran interés que vos decís: el del ser la única sociedad, en este caso en el continente americano, donde se intentó procesar simbólicamente [la cuestión racial] de esta manera tan radical.

L.R: Quisiera hacerle una pregunta sobre dos fenómenos que no podemos desligar ni de éste ni de ningún otro fenómeno revolucionario: sobre el tema del liderazgo y sobre el de la violencia. Usted tiene un imagen que me pareció muy bella y significativa, cuando habla de la violencia como un “desgarrado síntoma” que expresan los sujetos coloniales. Quisiera preguntarle además por una contradicción: el liderazgo canonizado es el de Toussaint L’Ouverture, al menos desde “Los jacobinos negros” [de C.L.R. James]. Pero en Haití lo que se ve es que los líderes canonizados por la historiografía europea o incluso latinocaribeña no son los referentes principales del pueblo haitiano, siendo Jean-Jacques Dessalines el “padre” indiscutido de la patria hatiana, y habiendo incluso otros sujetos que generan una enorme simpatía como Capois-La-Mort. Pero no tanto así Toussaint.

E.G: Te pregunto yo a vos. ¿Por qué es eso?

L.R: Creo que porque la fase de mayor radicalidad del proceso fue comandada por Dessalines, quien es el que completa el programa histórico de la Revolución. Diría que hay una cuestión de proceso identificatorio en relación a lo que mencionabas de la auto organización de las masas. Toussaint seguía expresando algo parecido o equivalente a lo que fueron las élites blanco-criollas independentistas para los países de América Latina. Eso está muy presente en la identificación empática y hasta diría emocional con Dessalines. Creo que la identificación de Toussaint como líder indiscutido, y de alguna forma “aceptable”, está muy permeada por la obra de James. Y también por el hecho de la violencia, por este relato que ha hecho de Dessalines una figura bárbara, sanguinaria y violenta. Entonces, quería preguntarte, ¿cuál es el rol de la violencia en un proceso de estas características? Si, como decías, la revolución fue desplazada, ¿también lo ha sido la violencia?

E.G: Me resulta muy interesante lo que decís sobre Toussaint y Dessalines. Efectivamente el peso de la interpretación de James ha sido muy fuerte. Es un libro extraordinario, no cabe duda de eso, fundacional en muchos sentidos, pero no dejo de tomarme el atrevimiento de señalar, lo que es sintomático de este eurocentrismo del que hablábamos, el título mismo de la obra: “los jacobinos negros”. Inconscientemente, James está tratando de asimilar la Revolución Haitiana a la Francesa, y de asimilar a Toussaint con Robespierre o a Saint-Just, como si fueran cosas comparables. Ahora me doy cuenta que es efectivamente Dessalines quien representa mucho mejor que Toussaint ese otro elemento.

Respecto a la otra pregunta: la Revolución Haitiana fue un proceso de una enorme violencia. Hay una extraordinaria trilogía alusiva, tres gruesos tomos de un historiador y novelista norteamericano, que cuando llega a la descripción de las batallas –de las que el hombre está muy bien informado y documentado–, se vuelve casi insoportable de leer. Porque los extremos de crueldad a que se podía llegar en los dos lados en esa guerra revolucionaria fueron espantosos, sin que yo, con esto, pretenda construir ninguna teoría de “los dos demonios”. Para decirlo de una forma simple: había una parte que tenía razón y otra que no: entonces no estoy comparando en ese sentido.

Pero fue una revolución muy violenta. Quizás, en términos proporcionales y comparativos, la más violenta de las revoluciones modernas: ni la francesa, ni la rusa, ni la cubana, –quizás si la china–, se cobraron esa proporción de vidas y llegaron a esos extremos de violencia que vivió la Revolución de Haití. La revolución es un hecho violento, o lo ha sido históricamente siempre. Esto es algo a lo que tenemos que resignarnos, porque es muy difícil que una clase dominante se resigne pacíficamente, simplemente porque se lo pidan o porque la mayoría así lo desea, a perder sus privilegios, sus propiedades, y todo lo que significa material, política y simbólicamente el estar en ese lugar. ¿Hay que condenar entonces la violencia revolucionaria? Bueno, no creo que se pueda hablar en términos de condena. En todo caso hay que lamentarla.

Recuerdo algo que decía [Jean-Paul] Sartre sobre la Revolución Argelina, y es que uno de los peores crímenes que se les puede atribuir a los franceses, es el haber obligado a los argelinos a ser tan violentos, como pareciera que lo celebra Fanon en “Los condenados de la tierra”. Digo pareciera porque no es un festejo: él está hablando de la tragedia que significa que alguien se vea obligado a matar para ser libre. No es que cuando uno habla de la violencia la está celebrando, la está festejando, la está promoviendo. Todo lo contrario: está lamentando que haya pueblos que tengan que llegar a ese extremo para, como dirían los propios franceses, hacer valer sus “derechos naturales”.

L.R: Quisiera hacerle una pregunta de proyección política, porque si vamos a la historia y al pasado no es por un interés de anticuarios. Usted tiene en su libro un excursus filosófico con una serie de conclusiones, en donde establece un diálogo crítico con las perspectivas multiculturalistas, con algunos enfoques postcoloniales claramente eurocéntricos –usted hace un cierto deslinde al interior de estas corrientes– y con lo que hoy llamaríamos genéricamente las políticas de la diferencia en general. La pregunta es, partiendo de ese excursus y ese debate, si su estudio de la Revolución Haitiana le permite extraer –por así decirlo– lecciones o aprendizajes para pensar problemas tan variados como la raza, la violencia, el colonialismo o la identidad.

E.G: Primero una aclaración que siempre me resulta necesario hacer, que es la distinción entre el eurocentrismo y entre aquello que está eurocentrado. Si no, es demasiado tentador, y sería empobrecedor, caer en una suerte de “latinoamericanocentrismo” –o “haitianocentrismo” en este caso–, que no sería más que ponerse en el mismo lugar desde la vereda opuesta, como en una relación especular. Me parece que lo más interesante es instalarse en ese lugar de tensión, de conflicto muchas veces irresoluble, entre el pensamiento europeo y el propiamente latinoamericano, porque tampoco podemos negar que venimos también de ahí, que finalmente 500 años de ocupación colonial han dejado también su huella en la cultura.

Pero, al revés, se trataría de ver que esa cultura europea que tanto nos ha influido y permeado, también, al igual que lo que decíamos de la Modernidad, se armó en buena medida a partir de la colonialidad del saber como diría [Aníbal] Quijano. Mencionábamos las consecuencias filosóficas y culturales del proceso, y ahí está la obra de Susan Buck-Morss [“Hegel y Haití”], donde ella demuestra que la “Fenomenología del espíritu” de Hegel, y no casualmente la llamada sección cuarta sobre la dialéctica del amo y del esclavo, está inspirada por la Revolución Haitiana, que estaba sucediendo en el mismo momento en que un muy atento Hegel escribía.

Hay ahí un ida y vuelta y una tensión que demuestra que lo que se suele llamar por ejemplo multiculturalismo, y peor aún si se lo llama así para celebrarlo tal cual existe hoy en día –en el supuesto caso de que existiera– muchas veces pasa por alto las relaciones de poder que hay detrás de la pretendida “hibridación”, una expresión que a mi, he de confesar, me fastidia mucho. Prefiero aquellos que hablan de mestizaje, porque implícitamente al menos, esa palabra tiene detrás de ella el reconocimiento de la violencia sexual y la violación. Porque el mestizaje histórico –en Haití eso es clarísimo– se produjo por la violación de los hombres blancos a las mujeres negras o indígenas. Cuando se habla y se celebra el multiculturalismo, uno podría celebrar la coexistencia de diferentes culturas, la diversidad de lenguas, religiones, etc. Pero siempre que al mismo tiempo se tenga en cuenta de donde provienen, cómo se originaron esas “diferencias”. Porque una cosa es la diferencia y otra cosa es la desigualdad. Yo soy, en términos teóricos, militantemente cuestionador de estas ideas que, por etiquetarlas rápido, llamaré postmodernas, celebratorias y exaltadoras de todo tipo de diferencias por la diferencia misma. Creo que hay un paso previo que es identificar qué relaciones de poder, de dominación, de explotación, de exclusión, hay por detrás de esas diferencias. Y creo que es necesario mantenerse en ese sano espíritu de una dialéctica negativa, como diría un autor eurocentrado pero cuyo pensamiento sirve para pensar el eurocentrismo, como es Theodor Adorno. Esa tensión, ese permanente ida y vuelta en términos de esa dialéctica negativa, me parece que es la posición desde la cual uno puede al menos procurar no perder de vista todas estas violencias simbólicas y materiales de las que hemos estado hablando.

Por otro lado, creo que este problema de la identidad es algo que se define sobre la marcha, en cada momento, si es que se puede definir. Lo cual no quita que en determinadas circunstancias, como en una revolución anticolonial o antiracista, uno no pueda acantonarse en esa identidad, en buena medida “artificiosa”, en esto que Gayatri Spivak ha dado en llamar el “esencialismo estratégico”. Pero vos sabes que lo estás haciendo, con una finalidad precisa, que es la de defender tu lugar. Cuando eso haya sido reconocido pasarás a otra cosa. Es un momento necesario del proceso. Pero es un proceso, no es una ontología.


Fuente: Alainet

https://www.investigaction.net/es/el-olvido-de-haiti-es-el-olvido-del-imaginario-de-la-revolucion/

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