En las últimas décadas los aparatos judiciales de Latinoamérica se reorganizaron a pedido de EE. UU. para cumplir con las “normas de calidad” jurídica que garantizaran el buen funcionamiento del mercado.
La sospechada injerencia del Departamento de Justicia estadounidense en la megacausa judicial conocida como Lava Jato, que habilitó el derrocamiento de Dilma Rousseff y el posterior encarcelamiento de Lula da Silva en Brasil, fue ampliamente probada por la documentación publicada recientemente por periodistas de The Intercept.
Este material no sólo muestra que Sergio Moro (juez a cargo de la causa) coludió con otros jueces y funcionarios del aparato judicial con fines políticos, esto es, evitar que Lula se presentara a elecciones presidenciales; también deja en evidencia la presencia física en Brasil de personal del Departamento de Justicia de EE. UU., así como los vínculos de Moro con el sector público-privado estadounidense (think tanks, burós de abogados y universidades) durante el desarrollo de la causa[1]. La evidencia es de tal envergadura que miembros del Congreso estadounidense han elevado una carta al Departamento de Justicia solicitando explicaciones sobre su involucramiento en el Lava Jato[2].
La presencia de EE. UU. en cuestiones jurídicas de América Latina no se reduce a este caso y es de larga data. Estados Unidos ha tenido un rol fundamental en las reformas jurídicas implementadas por numerosos gobiernos de América Latina y el Caribe (ALC), al menos desde la década de los ’80.
Ese papel se concibió como parte de un paquete que llegaba junto a las “condicionalidades” exigidas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el BancoMundial (BM) en el marco de las políticas de“ajuste estructural” y estabilización. Las medidas buscaban “achicar” al Estado, al paso que potenciaban el crecimiento incontrolado de los mercados.
Las recetas de reforma se orientaban, supuestamente, a combatir la corrupción y la ineficiencia estatal. Esto contribuyó a reforzar la noción de que lo público y lo estatal eran inevitablemente ineficientes y corruptos, y que -para remediar tal situación- había que emular el funcionamiento “más transparente” o eficiente del sector privado.
Los aparatos judiciales se reorganizaron tanto por presión interna, como por esta directiva propiciada por el Gobierno de EE. UU. para cumplir con las “normas de calidad”, más tarde sintetizadas en el concepto de “gobernanza”: promover una cierta seguridad jurídica capaz de garantizar el buen funcionamiento del mercado.
Con el paso de las décadas, y en particular a partir del giro progresista en la región, los aparatos judiciales (no elegidos por el voto popular)[3] se han transformado en uno de los actores clave para deslegitimar a gobiernos, partidos políticos, funcionarias y funcionarios que apostaron por una revalorización de lo público, la intervención del Estado en la economía y los proyectos de unidad e integración latinoamericana. Junto con los medios de comunicación hegemónicos, jueces y fiscales vienen operando para instalar fuertemente el relato de la corrupción como principal problema de ALC (y principal legado de los gobiernos progresistas).
Esto pese a que, una tras otra, las encuestas de opinión que se realizan en la región sitúan el problema de la corrupción muy por debajo de las penurias económicas, la pobreza, la carestía o el desempleo.
Al mismo tiempo, esto se materializa en un incremento de la injerencia y el poder de los tribunales en la política, alimentando un rol protagónico de la Justicia en la resolución –y, en muchos casos, la invención– de los conflictos políticos, hasta llegar al punto de desatar una guerra judicial (lawfare) que está en pleno apogeo.
Paradójicamente, los principales organismos multilaterales dedicados a la asistencia jurídica son dos instituciones financieras: el BM y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), articulados con los marcos normativos y programas de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Tal como lo reconociera el propio Zbigniew Brzezinski, estos organismos son, desde su creación, “una extensión del gobierno de EE. UU.” además de ser la Casa Blanca su principal fuente de financiamiento.
Esto define una incidencia del sector público-privado de EE. UU., de modo indirecto, sobre la vida política y económica de ALC. En efecto, el BM, el BID y la OEA, están desarrollando decenas de proyectos de largo aliento y programas de cooperación en la región.
En el ámbito bilateral, y ya en el terreno de la intervención directa en las instituciones de otros países, destaca el accionar de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y agencias del Gobierno asociadas (National Endowment for Democracy, National Democratic Institute, International Republican Institute, Fundación Milenio), así como empresas y Organizaciones No Gubernamentales íntimamente articuladas con aquéllos y que ejecutan los programas de asistencia jurídica (Checchi and Company, ConsultingInc, Chemonics, Casals & Associates, etc.).
A estos se suman los departamentos de Justicia y del Tesoro, a través de normativas y programas de cooperación bilaterales con países de la región para “reforzar instituciones y cultivar una cultura de transparencia e integridad”.
La Corporación del Desafío del Milenio (agencia “independiente” del Gobierno de EE. UU. dedicada a la asistencia exterior)[4] exige a los países que pasen un umbral de “control de la corrupción” para desbloquear fondos, y los programas del Departamento del Tesoro incluyen sanciones, listados y confiscaciones de activos en cooperación con la policía en caso de que la corrupción no se controle de acuerdo a los estándares propuestos por EE. UU.[5]
Supuestamente, el objetivo de la asistencia judicial es “mejorar la democracia, la gobernanza y los Derechos Humanos”. La USAID es el ejemplo más concreto de estas metas.
En el 2012 creó el “Centro de Excelencia en Democracia, Derechos Humanos y Gobernanza”[6] para desarrollar la cooperación técnica y proporcionar ayuda a las misiones que EE. UU. tiene sobre el terreno.
El Centro cuenta con una división de “Gobernanza y Estado de derecho” cuyo propósito es “mejorar la rendición de cuentas, la transparencia y la capacidad de respuesta de las instituciones” promoviendo “marcos legales y regulatorios que mejoren el orden y la seguridad, la legitimidad, los controles y los saldos, y la aplicación y el cumplimiento igualitarios de la ley”.[7]
La intervención de esta división se hace a través de expertos internos que forman a líderes y académicos que ayudan en sus programas de capacitación y “buenas prácticas” proporcionados a los gobiernos y la sociedad civil.
Existen, al menos, 12 programas a nivel regional, sumando la USAID, el Departamento de Estado, el Departamento de Justicia y el del Tesoro.
Los principales efectos de la asistencia jurídica que ofrece el Gobierno de EE. UU. y que deberían estar sujetos a discusión en la esfera de la opinión pública son:
La asistencia de EE. UU. implica, entre otras cuestiones, adoptar un modo de pensar y hacer las relaciones económicas, políticas, sociales y culturales fuertemente atravesadas por el activismo de las cortes (judicialización de la vida, en especial de la política); modelo que, tal vez, no sea el más adecuado o el deseado por y para otras sociedades.
Cabe recordar que, de lejos, EE. UU. es el país con los mayores índices de litigiosidad del planeta, y que lo que puede ser apropiado o correcto en ese contexto social muy probablemente no lo sea en otras sociedades.[8]
Se genera una relación de dependencia, pues suele requerirse de cada vez mayor asistencia para que persistan las transformaciones implementadas.
En caso de que exista un recorte o ausencia de la asistencia, es poco probable que se prosiga el proceso de institucionalización de determinadas pautas.
En general, la asistencia al aparato judicial implica la injerencia en asuntos soberanos de otros estados, que pueden tener incidencia en la vida cotidiana de los ciudadanos y que no suelen ser colocados en la esfera de la opinión pública para su discusión.
Los modelos y herramientas jurídicas que pueden funcionar relativamente bien en ciertos espacios, no necesariamente funcionan del mismo modo en otros espacios y sociedades.
De lo anterior se desprende otra crítica: la estandarización de los aparatos judiciales no siempre reditúa en un mejoramiento de la calidad de la Justicia en los diversos países.
La implementación de estos programas y proyectos suele carecer de métodos de fiscalización públicos y de métodos confiables o serios de evaluación en general.
El caso del proceso encarado contra el expresidente Lula da Silva, en el cual se violaron las más elementales normas del “debido proceso”, tuvo como actores protagónicos a un juez y un fiscal que fueron asiduos concurrentes a los cursos de “buenas prácticas” organizados por el Gobierno de EE. UU.
Esta debería ser una lección suficiente para comprender –y ponernos en guardia contra– las verdaderas intenciones de esas políticas de “combate a la corrupción” y de “transparencia de las instituciones republicanas” permanentemente ofrecidas por Washington.
[3] Una excepción es el caso de Bolivia, donde Constitución Política del Estado Plurinacional define que los principales jueces a nivel nacional serán elegidos por el voto popular. https://www.la-razon.com/la_gaceta_juridica/Consideraciones-eleccion-jueces-voto-popular_0_2006199443.html
[6]https://www.usaid.gov/who-we-are/organization/bureaus/bureau-democracy-conflict-and-humanitarian-assistance/center
[7]https://www.usaid.gov/who-we-are/organization/bureaus/bureau-democracy-conflict-and-humanitarian-assistance/divisions
https://www.celag.org/eeuu-y-la-asistencia-juridica-para-america-latina/