Con algo de nervios aterrizamos en Maiquetía de madrugada, en un vuelo procedente de Panamá. La pista no tenía mucho movimiento, aunque se veían varios aviones de Copa, Iberia, Avior y otro par de aerolíneas menores.
Pasar la seguridad con un pasaporte colombiano y dos cámaras dentro de la maleta era el punto crítico, lo que más me preocupaba.
¿Nos detendrían o interrogarían? ¿Podrían devolvernos por donde vinimos?
Una agente de aduana de uniforme verde oliva revisó mis maletas y, tras un par de preguntas de rutina, me dejó seguir. No traía ningún equipaje en bodega, pues me habían advertido de posibles robos, así que pasé inmigración y salí al hall del aeropuerto.
Sorprendido con la facilidad de la entrada al país, me detuve a mirar la estampa en tinta negra, aún mojada, en mi pasaporte: “República Bolivariana de Venezuela – ENTRADA”.
Una vez reunidos con mi compañero de viaje, Alejandro, caminamos hacia afuera. Se abrieron las puertas automáticas y nos golpeó un aire seco y espeso, que da un tono cálido al ambiente. Un olor dulce a gasolina da la impresión de estar siempre presente; lo recordaba exactamente igual desde mi última vez en Caracas, hace un par de años.
Abordamos el pequeño Toyota Corolla de los ochentas que maneja con destreza Emerson, un joven caraqueño de tez morena, mirada curiosa y siempre sonriente que hoy se dedica a comerciar mercancía entre Cúcuta y el interior de Venezuela.
La ruta de La Guaira hacia Caracas es un tramo largo de carretera empinada, por el que suben y bajan camionetas de vidrios oscuros a toda velocidad. Las paredes que bordean la autopista están cubiertas de mensajes políticos, de Maduro y Hugo Chávez, y fervientes juramentos de lealtad a la Revolución.
En el hotel Waldorf nuestra reserva nunca existió, a pesar de las dos llamadas de confirmación que hice desde Bogotá. Por el teléfono, la noche en una habitación sencilla nos fue prometida a cambio de US$80, o 422.177 bolívares, pero ahora, vis a vis, nos valdría US$97. Los precios en Caracas cambian así, de un momento a otro, y nadie sabe explicar muy bien por qué.
El desayuno fue en la panadería Cóndor, al cruzar la calle del hotel. Afuera de Venezuela nos fue imposible conseguir bolívares, así que llegamos con dólares en el bolsillo, confiando en ellos nuestra posibilidad de comprar comida y cualquier otra cosa que necesitáramos.
Justo el día anterior a nuestro viaje, el gobierno de Nicolás Maduro anunció la liberación del mercado cambiario, tras década y media de estricto control estatal. La medida es un paso claro hacia la dolarización, que en la práctica es un secreto a voces desde hace meses.
La libertad para comprar y vender divisas pretende atraer dólares hacia Venezuela y que éstos permeen el día a día: una alternativa a la inviabilidad del bolívar hiperinflado, que se está viendo truncada por las sanciones internacionales. El 96 % de los ingresos que recibe Venezuela del exterior son producto de la venta de petróleo, y al no poder venderlo, el flujo de petrodólares al país se reduce drásticamente.
Pedimos cruasanes con jugo Yukeri de mango y pagamos con un billete de US$20, pero el negocio no tenía cambio, así que aceptamos completar la suma con algunos bizcochos para llevar. Hoy en día en Caracas, toda transacción comercial es increíblemente demorada.
Esa mañana, al recorrer las calles en el Toyota de Emerson, nos llamó la atención la cantidad de camiones de estacas parqueados en las esquinas, con toldos negros cubriendo guacales de frutas y verduras.
Al preguntar, nos explicaron que, ante la reducción en las importaciones y respondiendo a un período de escasez que hubo hace dos años, el campo se activó y cientos de productores vieron una oportunidad de negocio en la venta informal de productos agrícolas a precios populares.
Son mercados campesinos espontáneos que suplen la inmensa demanda urbana de alimentos frescos. Aún negocian en bolívares y se ven por toda la ciudad.
Nuestra primera parada fue Petare, una populosa localidad del este de Caracas donde vive Ibrahim, un viejo amigo y colega con quien hemos trabajado cubriendo los vaivenes de la vida en Venezuela en varias ocasiones. Ibrahim y su compañera intentaron construir una casa en un lote de su familia, pero la escasez de materiales y el alza en el precio del cemento los obligaron a pausar y posponer la construcción una y otra vez, hasta que este año el gobierno les adjudicó un apartamento en Ciudad Lebrun, un conjunto residencial al oeste de Petare.
El edificio de Ibrahim está recién construido y es sobrio, con acabados modestos, suelos de concreto en las áreas comunes y puertas de acero. Los niños corrían detrás de un balón en el patio exterior y algunos mayores jugaban cartas sentados en las bancas del parque infantil.
Su vivienda de un cuarto es cómoda para una pareja joven, y su nevera —que vino con el apartamento— tiene comida suficiente. Ibrahim nos ofreció un café y nos contó que él también es beneficiario del CLAP, el famoso programa del gobierno que entrega mercados básicos a familias en barrios populares. “Si a mí me hace falta algo, le pido a mi hermano y viceversa.
Somos pobres, pero nos las arreglamos, la comida no falta”, nos dijo con cierto aire de orgullo. Emerson, su recatado hermano mayor, asintió desde el sofá. La caja CLAP que reposa en el suelo de la cocina contenía pasta, granos, aceite, atún y otras cosas, varias importadas de México y Brasil.
Los datos oficiales dicen que 2,6 millones de viviendas han sido entregadas por el chavismo, una cifra enorme que podría ser tomada con cautela de no ser porque los edificios de la Gran Misión Vivienda Venezuela se ven por todas partes al recorrer Caracas y sus alrededores. Son fáciles de distinguir por su arquitectura extraña (dicen que los construyeron los chinos) y porque todos tienen pintada una enorme firma de Chávez en sus fachadas.
Era sábado y los medios del mundo comunicaban que Juan Guaidó, el presidente interino, había convocado a una gran manifestación en Caracas, así que nos dirigimos a la plaza Alfredo Sadel, en el exclusivo sector de Las Mercedes, para hacer algunas tomas del acto.
Al mitin llegaron unas mil personas, con camisas blancas y banderas, y de entrada fue evidente que los asistentes pertenecían a la punta más alta de la pirámide socioeconómica venezolana: gente de piel clara, ropa de marca, selfis con iPhone nuevo, y algunos con escoltas privados. Uno que otro, de tez más oscura, aprovechó la ocasión para vender gorras y camisetas con mensajes en contra del régimen.
A un puñado de jóvenes encapuchados y preparados para una batalla, tres señoras les reprocharon, al frente de todo el mundo, cualquier intención violenta que pudieran traer. Había también docenas de periodistas equipados para cubrir una guerra civil, con cascos blindados, máscaras de gas y chalecos antibalas. Pero no hubo tal.
La temida Guardia Nacional Bolivariana no apareció por ninguna parte y Guaidó pronunció su discurso de siempre (el de los “días contados” que le quedan al régimen) desde un podio de plástico y ante a la ovación de sus seguidores. Sin más, el acto se dio por terminado.
Al salir de la manifestación, almorzamos en El Solar del Este, un buen restaurante parrilla, de precios medianos y con meseros muy formales, a donde fue llegando gente hambrienta luego de la manifestación. En seguida recorrimos las enredadas calles del norte de Chacao, que están bordeadas por mansiones, y la sorpresa fue grande al llegar al Caracas Country Club, una lujosa institución con un campo de dieciocho hoyos, donde varios señores, con sus respectivos caddies, jugaban golf esa tarde. No cabe duda de que en el epicentro de la oposición venezolana hay gente inmune a las drásticas sanciones económicas de Donald Trump.
Luego de filmar una entrevista para la nota que motivó nuestro viaje, dejamos los equipos en el hotel y salimos a comer. Era noche de fin de semana y en La Patana Cultural, un restaurante bar dentro del teatro Teresa Careño, no había ni una mesa vacía. Tocaban salsa en vivo Richard Saoco y su orquesta, una nutrida banda comandada por un tipo joven con una voz digna de La Fania. En los intermedios, una presentadora de vestido largo subía a la tarima a entretener a los presentes.
El bailadero también es pizzería, y los que no bailaban, comían; jóvenes universitarios, viejos bohemios, parejas en cita romántica. Nadie hablaba de política, ni de Maduro ni de Guaidó, fluía la cerveza, y en cuestión de un cuarto de hora, nuestro amigo Ibrahim bailó con todas las mujeres de la mesa de al lado.
Cuatro pizzas y doce cervezas nos costaron US$30, más la enervante demora al pagar. A la salida caminamos con cautela. Con la oscuridad, volvieron a la cabeza las historias de inseguridad rampante. Pero por la avenida Méjico había gente y la policía ejercía controles vehiculares, así que nos tranquilizamos y andamos sin prisa.
En el silencio de la noche hacían eco los parlantes de las discotecas y una que otra fiesta casera.
El domingo, en la plaza Bolívar, al frente del Palacio Municipal, se celebraba el Día de la Madre con un concierto al aire libre de una orquesta sinfónica para un centenar de personas mayores. Los abuelos, muy elegantes, escuchaban atentos desde sus sillas y atrás se sumó una multitud de transeúntes que, junto a nosotros, se detuvieron a oír la función. Antes de seguir nuestro camino, la banda tocó Venezuela, la popular canción de Pablo Herrero Ibarz que, nos contaron, es el “tercer himno” de ese país, luego del oficial y Alma llanera, de Rafael Bolívar Coronado. Una anciana de vestido de flores se emocionó y se paró a bailar, y todos aplaudieron. “Y si un día tengo que naufragar, y el tifón rompe mis velas, enterrad mi cuerpo cerca del mar, en Venezuela”, entonaron todos los presentes con emoción.
Al salir del hotel el lunes en la mañana, buscamos gasolina para el Corolla de Emerson. La pregunta obligada: “¿Cuánto vale tanquear un carro en Venezuela?”. Y la increíble respuesta, que muchos ya conocen: la inflación del bolívar convirtió el precio del combustible, que ya de por sí era barato, en algo simbólico. Paramos en una estación de PDV, y allí la gasolina no se paga, sino que se le da una propina al gasolinero que atiende. Igual, hicimos el ejercicio de calcular: el viejo Toyota se llenó con 15 litros de gasolina que valen, según el contador de la bomba, 89,40 bolívares, es decir, 1,6 centavos de dólar o 51 pesos colombianos. El olor a gasolina que nos persigue recobró su intensidad, como un recordatorio de que ésta sigue siendo la nación con las reservas de petróleo probadas más grandes del planeta.
En el 23 de Enero, el histórico barrio que hoy es fortín del chavismo, hablamos con miembros de la Milicia Bolivariana, un cuerpo cívico-militar que empezó a construir Hugo Chávez, mezclando conceptos de defensa nacional de países como Suiza, Suecia, Vietnam y Cuba. La Milicia hoy en día sobrepasa el millón y medio de integrantes que se entrenan para resistir una posible intervención extranjera, bajo el lema de la “Guerra de todo el pueblo”. Unos saben manejar armamento, otros conocen las rutas de evacuación o planean el abastecimiento alimenticio y energético durante una eventual invasión.
Conversando con José Lugo, un veterano de las fuerzas armadas, chavista a ultranza y miembro actual de la Milicia, quedó claro que, así como se prepara activamente para repeler al “imperio”, la estrategia del chavismo frente a la oposición es de desgaste y de evitar la confrontación: el caos le da argumentos a Guaidó, pero la relativa paz, sumada a la imposibilidad de derrocar al gobierno de Maduro, hace que el gobierno interino pierda moméntum, que las declaraciones enardecidas no correspondan con la realidad del país y que sus seguidores se frustren en medio de una espera que parece no tener término.
Los barrios chavistas, así como los sectores de la oposición, son entornos ultrapolitizados, donde se respira el conflicto socio-político y se marca distancia del enemigo, pero —como en cualquier parte del mundo— la política no es la principal preocupación de la gran mayoría de ciudadanos. Caracas no está militarizada y la gente viene y va. La sensación de normalidad es innegable, aunque contrasta con la también evidente realidad de cientos de miles de venezolanos que han migrado a otros países.
De camino a La Guaira, sobre la autopista Francisco Fajardo, se ven las enormes vallas que exigen la libertad de Leopoldo López. Siguen en pie, invalidadas por los acontecimientos y raídas por el clima tropical. Nadie, ni Maduro ni el propio López, se ha molestado en hacerlas retirar.
Nos despedimos de Emerson e Ibrahim, y al entrar en Maiquetía me tomé un momento para admirar el enorme mosaico cinético que cubre el suelo del aeropuerto. Es una obra magistral del legendario artista caraqueño Carlos Cruz-Diez, que se incrustó en mi memoria desde la primera vez que la vi. Hay quien dice que la obra se convirtió en un símbolo del éxodo, pues es lo último que pisan los que se van.
A pesar de la esquizofrenia macroeconómica y la dureza del rebusque diario, la vida continúa para los 32 millones que siguen viviendo en Venezuela. Caracas hoy tiene una cotidianidad similar a la de cualquier urbe latinoamericana, con sus penas, su pobreza, sus trancones y su corrupción, pero también con alegrías, garra e ingenio, y un tejido social a prueba de bombas. Descubrirlo fue una gran sorpresa viniendo de Colombia, donde los medios solo cuentan las historias de horror de los vecinos. Y es que en el ciclo noticioso, la paz nunca vende.
Escrito por: RAMÓN CAMPOS IRIARTE. Información tomada por cortesía del diario EL ESPECTADOR de Colombia.
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