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Irán, como todos los demás, no está libre de culpa


Cuando en octubre de 2001 el gobierno de Estados Unidos declaró su guerra contra Afganistán, dando así el primer paso en su llamada “guerra contra el terror” a raíz de los devastadores ataques del 11 de septiembre de ese mismo año, Irán se apresuró a subirse al carro. 

El entonces presidente iraní Mohammed Jatami, tildado de reformista, proporcionó una importante ayuda a los esfuerzos de EEUU para derrotar a los talibanes, un feroz enemigo de Irán y de los chiíes afganos. En efecto, las agresivas políticas de los talibanes incluían una deriva antichií que provocó un ingente problema de refugiados. Decenas de miles de chiíes afganos buscaron refugio en Irán.

El gesto “amistoso” de Jatami hacia la cruzada antiterrorista liderada por George W. Bush no significó en modo alguno la salida iraní de una supuesta política de no intervención en la región. Irán es un país con fronteras porosas, intereses políticos y estratégicos y temores serios y legítimos, pero también con incuestionables ambiciones.

Desde entonces, la intervención de Irán en Afganistán no ha cesado nunca y así es probable que continúe, especialmente tras la retirada estadounidense, si es que alguna vez esta llega a producirse. El anterior papel de Irán en Afganistán iba desde el arresto de los sospechosos de pertenecer a al-Qaida que Washington buscaba, al entrenamiento de soldados afganos y a la intervención directa en la política del país para asegurarse de que dicha política se alineaba y cumplía las expectativas iraníes.

Nada de esto debería sorprendernos. Irán lleva bajo intenso escrutinio desde la revolución iraní de 1979. Se le ha amenazado, sancionado y castigado y durante casi una década estuvo combatiendo una guerra total con Iraq. 

Casi medio millón de soldados, y una cifra igual de civiles, perecieron en esa “larga guerra” cuando Iraq e Irán, utilizando tácticas de la II Guerra Mundial, pelearon por los territorios, por el acceso a las vías acuáticas, los recursos, el dominio regional y varias cosas más. 

Ambas partes utilizaron armas convencionales y no convencionales con tal de ganar aquel feo conflicto. Ninguna lo consiguió.

Pero, con independencia de las consideraciones que haya tras las actuales ambiciones regionales de Irán, uno no puede pretender que Irán es una fuerza inocente en Oriente Medio que únicamente pretende sobrevivir. Esta lectura es tan incorrecta como la que defienden Israel y sus amigos neoconservadores en Washington, que ven a Irán como una amenaza que debe ser erradicada de Oriente Medio para conseguir la paz y la estabilidad.

Cuando EEUU invadió Iraq en 2003, Irán se puso de inmediato a reorganizar la política del país para conseguir sus intereses. Destinó fondos masivos y un arsenal ilimitado a ayudar a sus aliados, los partidos políticos chiíes y sus tristemente célebres milicias. 

Como era de esperar, Irán quería asegurarse de que la debacle estadounidense en Iraq se recrudeciera para que Teherán no se convirtiera en el próximo destino de una guerra estadounidense. Sin embargo, para conseguirlo, Irán, de forma conjunta aunque indirecta con los estadounidenses, atacó brutalmente al que en otro tiempo fuera el país árabe más fuerte.

El gobierno chií y sus numerosas milicias asesinaron, masacraron, abusaron y humillaron a los sunníes, especialmente a las tribus, consideradas especialmente influyentes tras la destrucción del régimen del Baaz y otros supuestos centros de poder sunní.

Esa comprensión reduccionista de la sociedad iraquí fue a la vez instigada por Washington y Teherán. Las horrendas consecuencias de ese entendimiento fomentaron una animosidadsin precedentes hacia Irán y, como era de esperar, hacia los chiíes en general en gran parte de la región.

No obstante, el papel clave jugado por Hizbolá, un partido y una fuerza combativa fundamentalmente chií, para poner fin a la ocupación israelí del Líbano en el 2000, expulsando de nuevo a los israelíes en 2006, equilibró el daño infligido por el destructivo papel de Irán en Iraq. 

La capacidad de Hizbolá para mantener a raya a Israel fue más que suficiente para desafiar el argumento sectario.

Sin embargo, las cosas cambiaron con la llegada de la llamada Primavera Árabe. Irán y sus enemigos regionales del Golfo, y posteriormente Turquía, percibieron el levantamiento en el mundo árabe como una amenaza grave pero también como una oportunidad.

Se trataba de un “gran juego” por excelencia, que ahora se encuentra en plena exhibición en el Yemen y, por supuesto, en Siria y otros lugares.

Si bien podría argumentarse que en última instancia las actuales guerras en Oriente Medio no tienen sus raíces en algunas tendencias sectarias sino que es el resultado de un juego de poder político de décadas de duración, no puede negarse que el componente sectario de la guerra se ha convertido ahora en una de sus características y que Irán, junto a los países del Golfo, Turquía, Israel, EEUU y sus aliados occidentales, están todos implicados.

Puede que todos ellos reivindiquen determinada dialéctica racional para justificar o explicar su implicación, pero pocos pueden proclamar su inocencia en el sufrimiento de millones de personas.

Durante la guerra de Irán-Iraq (1980-1988), EEUU se mantuvo del lado de Iraq, proporcionándole apoyo militar y logístico. Irán no confía en EEUU ni respeta su política exterior, pero entiende también que EEUU, a pesar de su menguante influencia, seguirá siendo un actor importante en Oriente Medio y, por tanto, al ser consciente de ello, ha adaptado sus políticas a esa realidad. Irán coopera con EEUU cuando los intereses de ambas partes coinciden, como hizo en Afganistán, Iraq y ahora contra el autoproclamado Estado Islámico (EI).

Desde el punto de vista de Teherán, su expansión regional puede en cierta forma considerarse como un mecanismo de defensa: un poderoso e influyente Irán disminuye las posibilidades de una agresión israelo-estadounidense. Recientemente, la alta representante diplomática de la Unión Europea hizo un llamamiento a Irán para que “jugara un papel importante, importante pero positivo, especialmente en Siria, y que animara al régimen a… apoyar una transición dirigida por los sirios”.

Para Irán, esas declaraciones representan un apalancamiento político que, hasta cierto punto, indican el éxito de su estrategia en Siria, que supuso un importante apoyo militar al régimen de Asad y una intervención militar directa. No puede refutarse que el papel de Irán en Siria ha ido ajustándose a las mismas líneas sectarias que siguió en Iraq, a las que continúa adherido. Si bien resulta innegable que Irán está combatiendo a las bestias del EI, tampoco debe negarse, para empezar, su responsabilidad en el incremento del militarismo sunní.

Aunque Irán está manteniendo varios frentes en su actual papel en el gran juego en Oriente Medio, confía en convertir su palpable ascendencia regional en un capital político que quiere plasmar en un acuerdo nuclear definitivo antes del 30 de junio. Ese acuerdo podría ahorrarle nuevos conflictos con Occidente, o al menos disminuir el fervor bélico defendido por el derechista primer ministro israelí Benjamin Netanyahu y sus aliados.

Los discursos políticos y los medios de comunicación actuales intentan racionalizar los múltiples conflictos en la región de Oriente Medio tendiendo a comprar una única lectura que tiende a demonizar a una parte y perdonar a las otras. Aunque el papel de los actores regionales a la hora de apoyar a los extremistas en Siria e Iraq que llevó a la formación del EI es bien conocido y abiertamente debatido, Irán no está libre de culpa.

Irán es parte fundamental en los conflictos en curso, ha contribuido a algunos, ha reaccionado ante otros; se ha esforzado en derrotar las ambiciones de EEUU pero también ha cooperado con Washington cuando sus intereses se entrecruzaban. Es igual de sectario, lamentablemente, que el resto.

No se trata de implicar a Irán sino de intentar una lectura honesta de una guerra en la que hay involucradas muchas partes y todas ellas tienen igualmente manchadas las manos de sangre. 

Politics for the People

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

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