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A la chiquilla no se le quitaba la tos desde que vino el agente judicial con la notificación de desahucio, se le había cronificado, una tos que no paraba en toda la noche, que la hacía llorar, que la asfixiaba, teniendo Julia que tenerla en los brazos, abrazarla suave, tranquilizarla en las madrugadas del dolor y la desesperación.

Guacimara solo tenía cuatro años, apenas había tenido contacto con su padre cuando lo ingresaron en prisión por varias causas pendientes, Ayoze estaba en el centro penitenciario de Juan Grande en Gran Canaria con una condena indefinida, pendiente de más juicios por agresiones y peleas, trapicheos de drogas en el barrio de Jinámar.

La tos no se quitaba, era imposible pararla, la casa no se podía pagar, a la joven madre la habían parado de aquel trabajo de cajera en el Hiperdino. 

En el Centro de Salud le habían mandado ya dos veces en un mes antibióticos pero era imposible, no sanaba y aquella noche que Ayoze estaba de permiso de fin de semana salieron hacia el Materno Infantil, antes en el consultorio del barrio un médico cubano le había mandado un nuevo jarabe que le hizo mal efecto, no paraba de vomitar, de gemir y casi había perdido el conocimiento en el taxi en plena autopista del sur de la isla.

Nada más llegar los enfermeros la metieron en la sala, solo pudo entrar su madre, allí le hicieron un lavado de estomago para después entubarla, dejarla en una camilla en un espacio recóndito de aquel espacio repleto de enfermitos

A las tres horas llamaron al padre por megafonía, el hombre estaba sentado con la cabeza entre las rodillas, desesperado, sin saber que pasaba dentro, la información era nula, no le daban datos en ventanilla, su aspecto carcelario generaba rechazo en parte del personal sanitario que esa noche estaba de turno.

Ayoze entró taciturno, se equivocó de habitación varias veces, hasta que una enfermera lo guió hasta la camilla. La niña estaba consciente con un muñequito de Mickey abrazado, la madre con la cara desencajada: “Parece que está mejor, fue el jarabe”, dijo. 

Los ojos de la niña hablaban, sus labios resecos se abrieron: “¿Papi te vas a quedar conmigo, no te vas a marchar?”.

El hombre llorando la abrazó: “¡Mi niña, mi amor, mi tesoro!”, con las lagrimas cayéndole por aquel rostro moreno y curtido en mil tristezas.

La chiquilla sonreía: “¿Jugamos un poco a los animales?” “Tú haces con tu mano el perrito, yo soy la ratita del cuento”.

La felicidad inundaba el corazón de aquella pareja destruida, la vida se llenaba de esperanza, los tres se quedaron tranquilos, jugando entre risas silenciosas, los ojos de Julia brillaban más que nunca, el resto no importaba, estaban juntos, se amaban como siempre, la lluvia caía fuera en San Cristóbal, cantaros de agua corrían por el asfalto, barranqueras hacia el cercano mar, ganas de desaparecer, de huir, no tener que entrar en la cárcel el lunes a primera hora de la mañana, que el desahucio anunciado del martes no se produjera, que la fantasía los enredara para siempre, los hiciera volar entre nubes de algodón hacia la ansiada libertad.

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