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La política no es “cosa de locos” en Guatemala… ¿o sí?



“Locura” no es un término científico. Si bien es cierto que se asocia inmediatamente con la siempre mal definida idea de “enfermedad mental”, hay que hay notar que es, en todo caso, una designación de signo ideológico que sirve para marcar, para etiquetar, para sacarse de encima lo que molesta a la “sana” normalidad. 

Proviene del latín “locus”: lugar, significando entonces –jugando un poco con la semántica–: “el que está en un lugar determinado, que no es el lugar correcto”. Padecer “locura”, estar “loco”, entonces, sería no sólo haber perdido el sano juicio sino ocupar un lugar de exclusión.

 Y, por supuesto, ahí entra de todo un poco, desde psicóticos alucinados a marginales varios, desde “inmorales” de toda laya hasta todo aquel que la “sana” conciencia ve como raro, peligroso, un atentado al orden y las buenas costumbres. 

“Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”, se ha dicho por allí, frase que levanta las más enconadas reacciones. 

En todo caso, hay que situar la aseveración: la clase política es una expresión de la dinámica social. 

No es que, como pueblo, nos merezcamos “corruptos y ladrones”. Sucede, en todo caso, que los políticos profesionales que supuestamente representan a las grandes mayorías son una expresión –¿un síntoma?– de cómo funciona la sociedad en su base. 

Hay que partir entonces por entender qué es la política. 

Tal como están las cosas, vale la mordaz definición de Paul Valéry: “Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe”. Y deberíamos agregar: “haciéndole creer que decide algo”. 

La política en manos de una casta profesional de políticos termina siendo en muchos casos una perversa expresión de manipulación de los grupos de poder, lo cual no tiene nada que ver con la repetida idea de democracia. 

Aunque votemos cada cierto tiempo, las reales relaciones de poder van por otro lado, no se deciden en una urna. ¿Quién está “loco”: el político, el que lo elige, la sociedad en su conjunto? 

Este Día Mundial de la Salud Mental puede ser propicio para abrirnos algunas preguntas sobre todo esto, porque… sin dudas, mucho de lo que pasa en el plano político es “cosa de locos”. 

En Guatemala vivimos una sociedad llamada “post-conflicto”. Pero realmente muy lejos estamos que esto sea “post”. Formalmente terminó la guerra hace ya 18 años, aunque el conflicto al rojo vivo sigue siendo nuestra más cotidiana realidad. 

Una violencia desatada –no sólo la delincuencial; habría que meter ahí diversas formas de violencia como el linchamiento, el racismo, el machismo, la cultura autoritaria, la tenencia desaforada de armas de fuego, factores todos que sobredeterminan nuestra vida cotidiana– junto a una corrupción y una impunidad que ya se nos hicieron normales, son el pan nuestro de cada día. 

“Sólo borracho se puede vivir aquí” dijo el Premio Nobel Miguel Ángel Asturias. 

No se equivocaba mucho. De hecho, el alcoholismo tiene una prevalencia muy alta en nuestra población. 

E igual que el alcoholismo, otras cosas nos obligan a pensar cómo somos, por qué actuamos como actuamos (100 personas por día salen del país buscando el “sueño americano” sabiendo que una de cada tres llega y otra muere en el intento, un tercio de las mujeres son madres solteras porque los padres biológicos se esfumaron, quien fue sentenciado por crímenes de lesa humanidad sale libre, la jueza que lo juzgó es sancionada y a quienes protestan porque no tienen para comer se les mete preso). 

Parecen cosas de locos. 

Nos declaramos una sociedad católica que no acepta el matrimonio homosexual, pero el país presenta uno de los índices más altos de realización de abortos (ilegales) en Latinoamérica, y el crecimiento de travestis en la ciudad de Guatemala marca un 1,000% de aumento en la última década. ¿Una locura? 

Como vemos, hablar de locura, o de lo que sería su contraparte, la salud mental, no se agota ni por asomo en un planteo psiquiátrico. Implica forzosamente hablar de cómo es la sociedad, cómo es nuestra historia, de por qué actuamos así: ¿quién protesta porque lo hagan viajar en una camioneta atestada cobrándole lo que el chofer quiera, o colgado del paragolpes?

 ¿Cómo es posible que, desde un racismo visceral, alguien pueda ufanarse de “ser pobre pero no indio”?

 ¿Por qué tenemos la clase política que tenemos?

 ¿Por qué gana la presidencia una propuesta de “mano dura” para terminar con la delincuencia, haciéndonos creer que eso es posible? 

¿Por qué terminamos creyendo que “las maras” son el principal problema nacional, y no la pobreza estructural que afecta a más de la mitad de la población y las genera en las barriadas marginalizadas? 

Ahí viene entonces nuestro planteamiento principal del problema: la política, como expresión superior de las relaciones de poder dentro de la sociedad, se ve muy enferma. 

Y más “enfermos” aún se ven muchos de quienes la practican profesionalmente. 

La corrupción, la malversación de fondos públicos, el pasarse de un partido a otro como práctica ya común sin el respeto por los valores mínimos de los votantes, la falta de proyectos y la pura improvisación, todo eso ¿no es “locos”? 

La salud mental de una nación no tiene que ver tanto –o casi nada– con diagnósticos psiquiátricos estigmatizantes sino con esa capacidad de poder llevar gozosamente la vida. 

Ahora bien: si “sólo borrachos” podemos mantenernos, más allá de la exageración literaria de nuestro Premio Nobel, eso algo nos dice.

 Con 28 años de retorno de la democracia y casi dos décadas de “paz”, la vida en Guatemala sigue siendo complicada, difícil, agobiante. ¿Estamos todos locos? 

A las Abuelas de Plaza de Mayo, en Argentina, el poder las trató de “locas”. 

¡Y sin dudas no lo estaban! Del mismo modo, si bien la vida en nuestro país no es muy fácil que digamos, de ningún modo ¡estamos locos!..., aunque el clima general sea enloquecedor.

 ¿Qué sucede entonces? ¿Por qué la clase política da muestras de esta generalizada “insanía”? 

Dentro de un año tenemos elecciones presidenciales. Eso puede significar una posibilidad para tratar de cuestionar algunas cosas que no funcionan. Mientras sigue muriendo población por hechos de violencia armada, mueren en la misma proporción –o mayor aún– otros guatemaltecos… ¡por hambre! 

¡Qué locura! Y con una artera maniobra politiquera se quiso hacer pasar una ley que ponía en absoluto peligro nuestra soberanía alimentaria. 

Camotán y su hambruna crónica son noticia, curiosamente, sólo en algunas administraciones presidenciales. Pero somos uno de los países más desnutridos del mundo, aunque producimos mucha caña de azúcar o palma africana para destinar al etanol que llena los tanques de combustible de los vehículos en el Norte quitando tierras a la producción de alimentos. 

¡Qué locura!, ¿no? Y nuestros políticos lo avalan…o son los gestores de esto. 

¿De qué sociedad democrática hablamos en Guatemala entonces? ¿Cómo es posible que la violencia, a casi dos décadas de terminada la guerra interna, no desaparece sino que aumenta? Ahora pasaron a ser comunes los desmembramientos y el sicariato infantil, mientras a diario suben las ventas de drogas ilegales y de teléfonos celulares inteligentes. 

¿Estamos todos locos?

Una fecha como esta, donde se conmemora el Día Mundial de la Salud Mental, puede ser propicia para detenernos a reflexionar sobre nuestras “locuras”. Reflexionar y buscarle alternativas, más que “ponernos bolos”. 

Quizá no estamos locos, aunque todo esto que mencionamos tenga mucho de locura. ¿Cómo construir, cómo afianzar nuestra salud mental en un medio tan hostil, tan plagado de problemas y con tan pocos caminos a la vista? 

El desmembramiento de personas del que hoy nos escandalizamos, o la quema de un ladrón de gallinas o de cadenitas que se comente en cualquier punto del país, (¿”justicia popular” o “barbarie”?), fueron práctica común en los años del conflicto armado con la población civil no combatiente en áreas rurales, aunque de ello no se hable.

 Y si el Poder Legislativo echa un manto de olvido sobre el genocidio con un acuerdo gubernativo que llama a la “concordia nacional” y a “dejar atrás el pasado”, eso no parece muy sano. Así no se arreglan los problemas. 

La única manera de hacer prevención en este campo de la salud mental es hablando, sacando a luz lo que “enloquece”. 

La basura puesta por debajo de la alfombra no desaparece; ahí está, y de algún modo va a retornar.

 La salud mental de una población no es el silencio: ¡es la posibilidad de hablar de los problemas, de no taparlos con psicofármacos –ni con “guaro”–, de ventilarlos! No hablar del aborto, por ejemplo, pero practicarlo, no es precisamente lo más sano que pueda haber.

 Si ya entramos de lleno en el clima electoral, pues hablemos de política y de los políticos. 

Hablemos de nuestros problemas –que por cierto son muchos y complejos– sin tabúes, sin prejuicios. Perdámosle el miedo a esto de “estar locos”. Tenemos muchos problemas, sin dudas, y de eso hay que hablar. ¿Qué nos merecemos políticamente? 

¿Peleas e insultos en el Congreso? ¿Malversación de fondos y pagos ocultos en las Alcaldías?

 La política no puede ser sólo eso. ¡No lo es!, definitivamente. 

El campo de la llamada “enfermedad mental” es, sin lugar a dudas, el ámbito más cuestionable y prejuiciado de todo el ámbito de la salud. 

“Yo no estoy loco” es la respuesta casi automática que aparece ante la “amenaza” de consultar a un profesional de la salud mental. Aterra al sacrosanto supuesto de autosuficiencia y dominio de sí mismo que todos tenemos, la posibilidad de sentir que uno “no es dueño en su propia casa”, como diría Freud. 

Es por eso que, en un intento de aportar algo a los problemas nacionales, desde la Ciencia Psicológica podemos plantearnos algo de todo esto viendo que las “locuras” de los políticos son una expresión sintomática de un modelo social que definitivamente no está sirviendo a las grandes mayorías, pues no genera ni paz ni desarrollo. 

En conclusión: quizá los políticos profesionales, esos que ya se nos hizo común ver rodeados de guardaespaldas y con buenas prendas costosas, no están “locos” precisamente sino que expresan una anomalía social más profunda. 

En ese sentido, la falta de proyecto que pareciera haber, la deshonestidad y la parodia son, en definitiva, lo que el sistema imperante nos ofrece. 

¿Eso merecemos? Hay que hablar muy en serio de eso, más aún en el Día de la Salud Mental.

Marcelo Colussi, Liga Guatemalteca de Higiene Mental 

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