En la edición de noviembre de Le Monde Diplomatique, Serge Halimi desarrolla en un extenso artículo su visión de los problemas que atraviesa la izquierda europea.
En La izquierda que ya no queremos
desgrana una fuerte crítica a los gobiernos que se proclaman
socialistas por su manejo de la crisis, ya que no encuentra mayores
diferencias entre lo que hacen los conservadores y los progresistas una
vez que conducen la cosa pública.
"La izquierda reformista
se distingue de los conservadores mientras dura la campaña por un efecto
óptico. Luego, cuando se da la ocasión, se esfuerza por gobernar como
sus adversarios para no perturbar el orden económico, para proteger la
platería del castillo"
Lo interesante de su análisis es que
apuesta por rupturas. Rescata el triunfo electoral del Frente Popular
francés en 1936, no por lo que hizo el gobierno, sino porque su victoria
liberó un movimiento de revuelta social al dar a los obreros la
sensación de que ya no chocarían como antes con el muro de la represión
policial y patronal
.
En suma, apuesta por lo electoral en tanto
pueda ser un activador de la protesta social para procesar las
necesarias rupturas con el capitalismo.
Es un cambio respecto de la
tradicional estrategia de las izquierdas, no sólo europeas, ya que el
sujeto vuelve a ser la lucha social, la lucha de clases, y ya no los
aparatos político-electorales.
Halimi reconoce los riesgos que
encierra la crisis actual, o sea, el desborde del capital financiero
contra los Estados luego de su ataque frontal a los sectores populares.
Su análisis no alcanza, pese a todo lo positivo que incluye, a diseñar
una estrategia alternativa a la que hasta ahora fue hegemónica en las
izquierdas: tanto las europeas como las de los países periféricos, tanto
moderadas como radicales.
Muchos de los dilemas que se le plantean al continente que vio nacer el sindicalismo, el socialismo y el comunismo y que parece resignarse más que otros a su desaparición
, son en realidad problemas que nos aquejan a todos los anticapitalistas en todas partes del mundo
Los
resumiré en dos aspectos: no tenemos estrategias para vencer al
capital, ni electorales ni insurreccionales, y no tenemos siquiera un
imaginario alternativo a las urnas o a la toma del palacio.
En segundo
lugar, no hemos puesto en pie economías autosustentables, capaces de
sostener la vida y de entusiasmar a los de abajo a dedicar todas sus
energías a esas tareas. En suma, si llegamos a triunfar contra el
capital, no sabemos con qué sustituir el capitalismo, salvo empeñarnos
en repetir aquel socialismo de Estado
(que en realidad era un capitalismo de Estado autoritario) que fracasó a finales de la década de 1980.
No
es dramático carecer de estrategias, por lo menos durante un tiempo. Lo
terrible sería creer que sabemos hacia dónde vamos y con qué
pretendemos sustituir un sistema que agoniza. La crisis en curso, que
apunta a la desarticulación geopolítica del mundo conocido, dividido en
centro, semiperiferia y periferia, y a la parálisis de la acumulación de
capital (o sea a la guerra de conquista como manifestación extrema de
la acumulación por desposesión), implica que las fuerzas antisistémicas
ya no podrán seguir operando en los escenarios conocidos.
Socialdemocracia,
socialismo, comunismo y movimiento sindical están paralizados porque el
mundo en el que nacieron y crecieron está desapareciendo rápidamente.
Aun eso que llamamos movimientos sociales
está en crisis, porque
ya no pueden seguir actuando del mismo modo. Ya se habla de crisis de la
democracia, de golpes de Estado, adivinando que aquel mundo que dio a
luz las ideas y prácticas emancipatorias está en bancarrota.
Eso es la
crisis del capitalismo o el fin del sistema-mundo capitalista.
Cuando
las izquierdas dicen que el capitalismo está en crisis, apenas se
asoman a una media verdad.
Si aceptamos que estamos ante la crisis del
sistema-mundo, debemos comprender que nosotros somos parte de esa
crisis, porque nuestros movimientos nacieron en ese sistema y están
llamados a desaparecer con él.
Por eso se trata de construir otra cosa,
de imaginar otras estrategias para cambiarnos en el mundo
, porque no sólo se trata de cambiar el mundo, como si fuera algo externo a nosotros.
Faltan
dos cuestiones. La primera es comprender que hace falta mucha más
crisis para que algo pueda cambiar. Hace falta que el sistema se
desmorone, y debemos trabajar para que eso suceda.
Cuando algo se
derrumba es evidente que nosotros caemos, y ese es un riesgo que no
podemos eludir, porque sería vanidoso pretender que podemos salvarnos
por el solo hecho de creernos revolucionarios, y porque resulta
éticamente inaceptable ocultar ese riesgo a los seres humanos con los
que convivimos y con quienes militamos.
Hay habilidades para
reducir el impacto de un derrumbe siendo parte de lo que se
autodestruye.
Pero es bueno saber que la lógica de un derrumbe consiste
en que no se puede controlar el proceso entero, porque las cosas en la
vida real no funcionan como esas demoliciones programadas que nos
muestra la televisión.
En esta caída sistémica hay un impulso interior
autodestructivo incontrolado (léase sistema financiero o guerra
nuclear). En ese escenario debemos reconstruir algo que no sea
capitalismo.
La segunda cuestión es
que hay que hacer no capitalismo aquí y ahora, porque lo que venga luego
del derrumbe no se puede improvisar. Sólo los pueblos indígenas y
campesinos, los afrodescendientes y sectores populares urbanos de
nuestro continente tienen experiencia en vivir de este modo.
Sus saberes
serán imprescindibles para sobrevivir en las caídas y para hacer un
mundo mejor. Pero, claro está, nada de eso es útil para ganar
elecciones.
La lógica del mal menor también está en crisis, escribe Halimi.
Además critica a la izquierda radical, que sueña con aislarse en una contrasociedad aislada de las impurezas del mundo y poblada de seres excepcionales.