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¿Dónde ponemos a la religión?

© Fernando G. Toledo

Hace poco más de un lustro, el biólogo de la Universidad de California Francisco J. Ayala publicó un artículo en pos de la convivencia entre religión y ciencia. 
 
La excusa era una defensa a la teoría de la evolución, en un momento clave para tal reivindicación: en 1999, el Consejo de Educación del estado de Kansas (EE.UU.) eliminaba de los planes de estudio la cosmología y la teoría evolutiva.

Mediante un texto lúcido y transparente, Ayala postuló que la ciencia y la religión podían respetarse mutuamente, ya que los ámbitos de una no se entrometían con los de la otra. 
 
Esto porque, decía Ayala, “es una metedura de pata confundir la Biblia con un libro de texto elemental de astronomía, geología o biología”, al tiempo que “la ciencia busca explicaciones materiales para los procesos materiales, pero no tiene nada definitivo que decir acerca de las realidades ajenas a su campo de acción”. 
 
El biólogo ponía aun más énfasis en las limitaciones de la ciencia que en las de la religión: “El conocimiento científico no puede contradecir las creencias religiosas, porque la ciencia no tiene nada que decir a favor ni en contra de las realidades religiosas o de los valores religiosos”, afirmaba el texto.

Es difícil no estar de acuerdo con Ayala. Quizá porque, como bien recordaba el académico, la ciencia no es la única forma de acceso al saber. Pero vale la pena ahondar en la analogía y, al revés de lo que aseguraba este biólogo, sostener que la religión tampoco es un modo fiable de conocimiento. 
 
Para muchos (Ayala, por ejemplo, pero también Stephen Jay Gould y su célebre NOMA o el filósofo Paul Kurtz, cada uno a su modo), la religión no debe verse amenazada con el cada vez más sorprendente avance de la ciencia ya que a las creencias todavía les incumbe algo más: las fábulas morales, la capacidad de metaforizar sobre las relaciones humanas, el bálsamo psicológico para las penas de la vida diaria. 
 
Es, como puede verse, un resquicio justo para la religión, ya que probablemente ése haya sido su nido original: la consolación ante lo inevitable de la muerte.

Cierto es que la ciencia no pretende ser otra religión. 
 
Aunque en esto cabe sí una certeza: la ciencia, sin quererlo, ha terminado entrometida con la religión porque esta última tiene un afán de contener al mundo todo, con sus creencias y sus saberes incluidos. 
 
Nada más que por eso, y a pesar de que la Iglesia Católica (tal como el propio Ayala lo explica citando un largo párrafo de Juan Pablo II) asegura que la Biblia no es científica, la ciencia ha sido y es todavía un problema para los dogmas. 
 
Vale la pena repasar las palabras del papa polaco: “La Biblia nos habla de los orígenes del universo y su estructura no a fin de proveernos de un tratado científico, sino de establecer la correcta relación del hombre con Dios y el universo.
 
Las Sagradas Escrituras sólo pretenden declarar que el mundo fue creado por Dios y, para enseñar esta verdad, se expresan en los términos de la cosmología en uso en los tiempos del escritor. 
 
El libro sagrado pretende asimismo decir a los hombres que el mundo fue... creado para servicio del hombre y para la gloria de Dios. Cualquier otra enseñanza acerca del origen y la composición del universo es ajena a las intenciones de la Biblia, que no pretende enseñar cómo se hizo el cielo, sino cómo se va al Cielo”.

Se quiera o no, la religión insiste en obtener su parte de explicación del mundo. 
 
El mero hecho de que el líder católico haya asegurado que el hombre fue creado por Dios (y que esto es la “verdad”) o que hay un modo de ir al cielo (y cuanto implica tácitamente) ya entra en conflicto con lo que el hombre ha podido saber mediante las evidencias, no las “revelaciones”. 
 
Y eso que evitamos hablar de la Biblia en sí: los exámenes históricos han puesto en duda mucho de lo que en ella se suponía como legítimo (el éxodo judío de Egipto, la seguridad de la existencia de Cristo), mientras que la filosofía ha llamado la atención acerca de la cuestionable moralidad de sus predicados, entre los cuales aparecen la legitimación de la esclavitud o el vergonzozo papel otorgado a la mujer.

Se quiera o no, la evolución, la genética, la física y la cosmología, cuando no el pensamiento filosófico y el estudio histórico, desdicen a la Biblia, a pesar de que ésta no quiera, según Juan Pablo II, o no pueda decir nada acerca del mundo.

El abismo insalvable entre la religión y la ciencia es, por si hiciera falta decirlo, el tema de la fe. 
 
La religión tiene dogmas y “saberes” cuyo basamento es falaz. Si, como dice Ayala, la religión siguiera un camino similar al de la literatura, cualquier cosa que afirmara tendría un valor sólo metafórico. Pero, ¿está dispuesta la religión a considerar a Dios sólo una metáfora, pero no una verdad? ¿Va a decir algo nuevo con respecto a la alegoría de la virginidad de la Virgen o el simbolismo vacío de los ángeles o la construcción del mito de Jesús? Que lo diga: ¿todo ello es sólo una parábola, una fábula?

A Ayala le faltó recordar algo: que antes de Copérnico, Galileo, Newton, Einstein, Gamow, Planck, antes de Darwin, antes de Mendel, la religión sí pretendía explicar el universo, la especie y la herencia; pero cuando los descubrimientos de estos científicos fueron dados a conocer, recién allí (a veces no sin sangre) la Iglesia se vio obligada a retirarse del terreno. 
 
Se quiera o no, la religión ha sido acorralada por la ciencia aunque ésta no lo haya querido, ya que su tarea no es desdecir a la Biblia sino dar a conocer, en ocasiones por vez primera, el fruto de sus observaciones.

Debemos terminar arribando, entonces, a la pregunta del título: ¿dónde ponemos a la religión? 
 
Pues, si uno se atiene al comportamiento religioso del mundo actual, la primera tentación es decir que su lugar debiera ser la basura. 
 
Si quienes ponen a la religión por delante de todo van a salir a matar gente (como los fundamentalistas islámicos) o a discriminar a quienes no comparten sus ideas (como lo ha hecho históricamente la Iglesia Católica y como lo hace hoy con los homosexuales), es comprensible desear que la religión se esfume para aportar a la paz mundial.
 
Sin embargo, hay otra salida: que Dios, que las creencias, que el alma, los dogmas, sean aceptados como bellos cuentos que por un lado explican el deseo humano de conocer el mundo, y por el otro ayudan a imaginarse cuál es el mejor modo de actuar entre los demás, que es el único modo que tenemos de vivir.

La religión puede asumir hoy lo que es, en esencia: una fábrica de mitos. 
 
No es algo de lo cual avergonzarse, si uno recuerda por ejemplo la mitología griega (que, salvando las distancias, explicaba el mundo y daba algunas lecciones morales como hoy lo hacen las religiones). 
 
Por su valor literario, por su carácter emotivo y por su tradición, la religión no tiene por qué desaparecer. 
 
Aunque deba aceptar que no es imprescindible, tiene así la oportunidad de demostrar que, por fin, puede aportar algo positivo y genuino a la humanidad.

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