Heredera de un imperio en el que jamás se ponía el Sol, bellísima, inteligente y bien dotada para la música, Juana de Aragón y Castilla, segunda hija de los reyes católicos de España, pasó a la historia con el impiadoso apelativo de "Juana la Loca".
Se lo ganó después de actos tan desmesurados como velar por espacio de 19 años el cadáver de su marido.
Para los historiadores, el de ella no era un desequilibrio cualquiera: tuvo origen en un gran amor que ciertas circunstancias transformaron en locura.
Nacida en Toledo el 6 de noviembre de 1479, Juana era la que tenía menos posibilidades de llegar a ocupar el trono entre los hijos de los Reyes Católicos.
Pero ésta se comportaba con mentalidad de futura monarca, demostrando un sentido de dignidad personal y de responsabilidad política altamente desarrollado.
Sus padres encontraron que Juana era la hija ideal para emparentar la corte de Castilla con la de Alemania.
La fórmula: unir en matrimonio a Juana con Felipe, hijo del emperador alemán Maximiliano I.
En 1496, rodeada de un espléndido cortejo, Juana partió a Flandes a conocer a su prometido y celebrar el casamiento.
Las crónicas sobre el primer encuentro son diversas. Al parecer, bastó con que se miraran a los ojos para que aflorase una pasión irrefrenable.
En realidad esta versión es poco creíble si se tiene en cuenta el mundo disciplinado y puritano del que venía Juana, sumando a su sólida conciencia de ser heredera de una corona. Pero el tiempo y la leyenda la muestran tan vulnerable al sufrimiento por amor, que la anécdota parece cierta.
Tras la boda, y a medida que el tiempo pasaba, su amor por Felipe crecía con el mismo ritmo que la desconfianza y la sospecha de no ser correspondida.
Su apolíneo consorte (no por nada llamado Felipe el Hermoso) se dedicaba a hacer lo que mejor sabía: cortejar a toda mujer bella y noble que se le cruzara.
Frívolo y superficial, apegado a los placeres y al lujo, se sentía incómodo en España, donde tenía que llevar una vida austera, totalmente ajena al refinamiento y las diversiones de la corte flamenca. Cuando por fin decide volver a Flandes, Juana queda sumida en la desesperación.
Poco a poco, su dolor comienza a enajenarla a tal punto que un día toma una determinación: seguir a Felipe a Flandes y ser una esposa como Dios manda.
Los Reyes Católicos, disgustados por la suerte que corre el matrimonio de su hija, le ruegan que no abandone España. Pero la decisión de Juana es muy firme.
El mismo día que desembarcó en Brujas comprobó, desolada, que su marido pasaba el tiempo haciendo vida de soltero.
Tenía una novia, una mujer noble, bellísima y muy destacada socialmente por su simpatía y su histrionismo. Perturbada, Juana mandó castigar severamente a la amante de su marido, exigiendo que le cortaran el pelo hasta la raíz.
Felipe reaccionó ante la violencia de su mujer: primero la insultó, y luego le pegó.
El abismo entre ellos se hizo evidente, pero a pesar de todo en el año 1500 nace el primer hijo de la pareja: sería el futuro Carlos V de Alemania (Carlos I de España).
En ese punto parecía que sus cavilaciones de esposa agraviada terminarían, a favor de la reciente maternidad. Pero su vida se complicó más seriamente aún. La educación de su hijo fue motivo de discusión y nada de lo que ella había planeado para él pudo cumplirse.
En poco tiempo murieron los hermanos de Juana y, finalmente, el 26 de noviembre de 1504, también desaparecía Isabel la Católica, dejándole el trono. De vuelta en España Juana no vivió para gobernar: su mente no aceptaba otra ocupación que la de amar y sufrir por su marido.
Felipe, mientras tanto, intrigaba y hacía valer su condición de marido de una persona que no estaba en su sano juicio. Delante de Juana y de todo el mundo hacía notar que era el padre de sus hijos, uno de los cuales estaba en la línea sucesoria, y que todo esto lo habilitaba para gobernar.
Juana estaría loca de amor, pero jamás dispuesta a que Felipe se transformara en victimario de su propio padre, Fernando, y de su hijo.
Se entabla más que la lucha por la sucesión, un enfrentamiento entre dos razas y dos dinastías. Muchas veces Juana flaquea por amor, otras se pone abiertamente en contra de las ambiciones de Felipe, hasta que finalmente la solución viene de manera inesperada.
Un frío día de septiembre, cuando ya hacía dos años que gobernaba el reino, Felipe buscó un poco de distracción en Burgos. En el palacio del condestable se sumó a un juego de pelota con don Juan de Castilla y otros amigos.
Tras disputar un agitado partido, cansado y sudoroso bebió un vaso de agua helada que le provocó una severa inflamación faríngea. Incapaz de superar el agudo estado febril que lo mantuvo postrado durante varios días, murió el 24 de septiembre de 1507.
Cuando Juana recibió la desgraciada noticia no derramó una sola lágrima; pero su rostro adquirió para siempre un rictus de desconsuelo.
Su amado Felipe fue enterrado de manera provisoria en la Cartuja de Miraflores, desde donde debía ser trasladado a la Capilla real de Granada, el lugar indicado por el protocolo. Juan no dejó de acudir un solo día a la cripta de Miraflores; luego de almorzar en el monasterio, pedía a los monjes que abrieran el cajón para acariciar a su marido.
Le aterraba pensar que podrían llevar el cadáver de Felipe a Flandes, y necesitaba constatar a diario de que el cuerpo seguía estando allí. El 20 de diciembre de ese año, retiró el cajón del monasterio y comenzó un lúgubre vagar por los campos y ciudades abrazada al ataúd.
El espectáculo macabro del carruaje destartalado y la cara pálida y aterrada de Juana conmocionaban a la gente en los caminos.
Con sólo 28 años y dos hijos, madre del futuro rey Carlos V, Juana se transformó a partir de ese momento en una mujer patética. Finalmente recaló en Tordesillas, a orillas del río Duero, y depositó el cadáver en el monasterio de Santa Clara, en un lugar que ella podía vigilar permanentemente desde su habitación privada.
Sus días terminaron a los 75 años, entre el amor y la locura, el poder y el abandono, según quien haga el análisis. Ella, murió apasionada.