
***«Es más fácil identificarse con una persona que con una nación» (Barahona, 2002).
El hondureño no aprende. O peor aún: no quiere aprender. Tiene tatuado en el alma un reflejo casi automático de rendirse ante el caudillo, de hincarse frente al hombre fuerte, al apellido rimbombante, al gritonazo con saco caro o con discurso incendiario.
Lo hemos visto una y otra vez desde el siglo XIX hasta nuestros días. Lo trágico no es solo que Honduras haya sido tierra fértil para el caudillismo; lo verdaderamente patético es que hemos cultivado un caudillismo bananero, una forma de servidumbre emocional al poder que roza lo grotesco y que ha convertido nuestra historia política en una tragicomedia repetitiva.
De los generales bigotudos a los tecnócratas gritones
Desde que Honduras rompió con la Federación Centroamericana, no emergió una república soberana sino una arena de gallos donde cada general o comerciante con ínfulas de mesías montó su show. Francisco Ferrera, José María Medina, Marco Aurelio Soto: todos vendieron la idea de que su llegada era redención. Todos terminaron haciendo lo mismo: centralizar poder, meter a sus amigos y reprimir a quien pensara diferente.
Pero el clímax del caudillismo bananero llegó con Tiburcio Carías Andino, quien gobernó más tiempo que cualquier otro presidente, con la bendición de las bananeras estadounidenses.
Era un dictador de cuello duro, sin carisma, pero con un aparato represivo envidiable. Su legado: transformar el Estado en finca personal, donde los cargos públicos eran hereditarios y las elecciones eran teatro para crédulos.
Luego vinieron los militares: López Arellano, Melgar Castro, Álvarez Martínez... Todos vendieron "orden", "patria" y "disciplina", mientras convertían el país en un prostíbulo geopolítico al servicio de Reagan, quien encontró en Honduras un portaaviones terrestre para su guerra sucia en Centroamérica.
Izquierda, derecha: el caudillo se disfraza como convenga
El caudillismo bananero no es de izquierda ni de derecha. Es una enfermedad transversal. Manuel Zelaya, por ejemplo, jugó a ser el redentor de los pobres, coqueteando con el chavismo y llamando al pueblo a refundar la patria.
Pero bajo su sombrero lo que había era el mismo esquema caudillesco: culto al líder, uso clientelar del Estado y deseo de eternizarse. Fue derrocado por otros caudillos esta vez uniformados que no soportaban perder el control de la finca.
Y ahí entró Juan Orlando Hernández, el perfecto CEO del caudillismo moderno: técnico, calculador, sin carisma, pero con un aparato mafioso que le permitió reelección ilegal, fraude electoral, y una red de poder familiar que hace ver a las dinastías feudales como aficionados. Su lema era "trabajo, trabajo, trabajo", pero su verdadera filosofía era: "control, control, control".
Donald Trump y Ronald Reagan: los caudillos importados que Honduras idolatra
La cosa no se queda en casa. El caudillismo bananero hondureño también se arrodilla ante caudillos extranjeros, especialmente si son blancos, ricos y gritan fuerte. Donald Trump, por ejemplo, es venerado por sectores hondureños como si fuera un cruce entre Moisés y Rambo.
¿Por qué? Porque habla con “huevos”, porque dice lo que “los otros no se atreven”, porque odia a los inmigrantes, incluso cuando los inmigrantes somos nosotros. El detalle de que nos llamó "país de mierda" parece haberle subido puntos de aprobación entre ciertos hondureños.
Ronald Reagan es otro ídolo de barro.
Fue él quien convirtió a Honduras en el traspatio preferido del Pentágono: llenó el país de asesores, armas, y dinero sucio para financiar guerras que no eran nuestras. Aunque Reagan nunca pisó Tegucigalpa, su huella es imborrable en cada cuartel militar, en cada discurso anticomunista reciclado, en cada aspirante a caudillo que aprendió que la violencia, si es pro-yanqui, se puede vender como libertad.
También se encaudilla al pastor, al empresario y hasta al narco
El caudillismo bananero no se limita al político profesional. En Honduras se encumbra como líder mesiánico al pastor evangélico, al empresario exitoso y, en no pocos casos, al mafioso generoso.
Todos pueden convertirse en el nuevo ungido del pueblo si tienen suficiente dinero, presencia mediática, una biblia desgastada o una 4x4 blindada.
El pastor: caudillo con micrófono divino
Hay pastores evangélicos que son más peligrosos que cualquier militar golpista. Convierten el púlpito en tarima política, predican la obediencia ciega a la autoridad, bendicen a candidatos corruptos en cadena nacional y exigen leyes que protejan su moral, pero nunca a los pobres.
Se disfrazan de siervos, pero actúan como caudillos de sotana. Dirigen mega iglesias como empresas, con diezmos obligatorios, votos dirigidos y alianzas con partidos que les garanticen impunidad tributaria.
En sus discursos, el país no necesita instituciones, necesita “un hombre de Dios”. Ese “hombre de Dios”, casualmente, es su amigo, su hermano o él mismo.
Así, el caudillismo bananero encuentra en la religión no su antídoto, sino su coartada sagrada.
El empresario: caudillo que se siente modelo aspiracional.
El empresario hondureño también ha sido elevado a caudillo. Se nos ha vendido la idea de que “como maneja bien su empresa, manejará bien el país”, como si el Estado fuera una ferretería.
El empresario predica eficiencia mientras evade impuestos, despide empleados y se sienta en los consejos de gobierno sin haber sido elegido por nadie. Muchos hondureños aplauden su "visión", su "orden", su "sacrificio", ignorando que su fortuna nació del monopolio, del contrato sucio, del subsidio encubierto o del tráfico de influencias.
Se le encumbra porque “da trabajo”, aunque sueldos miserables y jornadas extenuantes sean la norma. El empresario caudillo No quiere respeto, quiere sumisión. No busca orden, busca servidumbre.
El narco: benefactor de barrios olvidados
Y luego está el más siniestro de todos: el caudillo narco. El que llega donde el Estado no llega. El que pavimenta calles, paga entierros, regala comida en navidad y hasta hace torneos de fútbol. Todo financiado con la sangre ajena.
Hay comunidades en Honduras donde la ley no la impone un juez, sino un narco armado con una biblia en la mano y una AK en la espalda. Y lo terrible es que muchos lo veneran. Lo respetan. Lo defienden. Porque “él ayuda”.
Porque “él no roba”. Porque “no es como los políticos”. Así, el narco se convierte en caudillo: protector, benefactor, verdugo. Y su culto es tan fuerte que ni las campañas estatales ni las redadas federales logran desplazarlo.
Un pueblo educado para obedecer, no para pensar
¿Y por qué seguimos cayendo en esto?
Porque tenemos un sistema educativo que produce seguidores, no ciudadanos. Desde la escuela nos enseñan a repetir, a memorizar himnos, a temer al maestro, al patrón, al pastor y al político.
No hay educación cívica real, no hay pensamiento crítico. En el campo, la política se vive como una feria de promesas: “el candidato me trajo láminas, el otro me regaló el ataúd”. Así se compra el voto.
Así se perpetúa el caudillo.
El analfabetismo funcional es la gasolina del caudillismo bananero. Y los medios de comunicación, muchas veces serviles al poder o dependientes de la publicidad estatal, no hacen más que repetir el discurso del caudillo de turno.
Nunca lo cuestionan en serio. Y si alguien lo hace, es tildado de comunista, de vendido, de traidor a la patria.
El caudillo no nos esclaviza, lo elegimos
El hondureño no solo tolera al caudillo: lo busca, lo aplaude, lo defiende, lo extraña cuando se va, y se ilusiona con el siguiente. Y cuando ese también lo traiciona porque siempre lo hace entonces lo cambia por otro igual de gritón, igual de autoritario, igual de vacuo.
En Honduras no caemos en dictaduras; las votamos.
Ese es el drama del caudillismo bananero: no está solo en los palacios, está en las plazas, en las casas, en el alma colectiva.
Hasta que no entendamos eso, seguiremos cambiando de dueño, pero no de destino.
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