
***Durante la Guerra Fría, América Latina fue el laboratorio favorito de las potencias y el circo de los autoritarismos con delirio de ingenieros.
Los generales latinoamericanos, con el pecho inflado de medallas y el ego por las nubes, se creyeron no solo salvadores de la patria, sino administradores supremos del destino nacional.
Se disfrazaron de modernizadores, de adalides del desarrollo, de cirujanos sociales con bata de estadísticas y fórmulas económicas.
Pero bajo esa fachada de planificación y ciencia, lo que realmente ejecutaron fue una obra maestra del control, la sumisión y la mutilación del pensamiento.
Administradores de la obediencia
Con la excusa de evitar la temida “infiltración marxista”, los regímenes militares asumieron el poder vendiéndose como garantes del orden y la eficiencia.
Se presentaron como los únicos capaces de “poner la casa en orden”, una casa que según ellos estaba infestada de anarquía, estudiantes subversivos y sindicatos revoltosos.
En realidad, lo que impusieron fue una estructura de dominación perfectamente planificada, en la que los derechos eran un lujo innecesario y la voluntad popular, un obstáculo inconveniente.
Su modelo era el del burócrata supremo: cuadros estadísticos, proyecciones quinquenales, lenguaje gerencial hueco y gráficos de barras elaborados con calculadora científica y papel milimetrado.
La obsesión con el control llegó al punto de convertir a las sociedades enteras en planillas, donde los ciudadanos eran simples variables que había que reordenar, neutralizar o suprimir.
El positivismo rancio como doctrina de Estado
Estos regímenes se abrazaron al positivismo como si fuese la tabla de salvación del mundo moderno.
Pero no un positivismo científico digno, sino su versión más rancia y autoritaria: la idea de que todo lo humano puede reducirse a cifras, que los problemas sociales se resuelven con decretos, y que la cultura y la filosofía son lujos improductivos que solo generan “ruido”.
Los militares latinoamericanos no eran filósofos ni sociólogos, eran contadores de almas con pretensiones de ingenieros.
Se imaginaban dirigiendo una gran fábrica llamada nación, en la que cada obrero debía ajustarse al engranaje sin chistar. Para ellos, la disidencia era un desperfecto técnico.
Y como todo desperfecto en una máquina, debía ser reparado… o eliminado.
Universidades intervenidas, pensamiento clausurado
Uno de los blancos más evidentes de su cruzada tecnocrática fue la universidad. Bastión natural del pensamiento crítico, la academia fue vista como una amenaza a la estabilidad de este nuevo “orden racional”. Y como toda amenaza, fue neutralizada con precisión quirúrgica.
Profesores incómodos fueron despedidos, perseguidos o desaparecidos. Estudiantes “peligrosos” es decir, aquellos que pensaban fueron detenidos, exiliados o simplemente acribillados en alguna esquina oscura del campus.
Las carreras de humanidades se convirtieron en piezas de museo, y la investigación crítica fue reemplazada por consultorías obedientes, estadísticas amañadas y planes de desarrollo tan insípidos como autoritarios.
La idea era simple y brutal: una sociedad sin pensamiento es una sociedad manejable. Una ciudadanía desinformada es una masa dócil. Y una juventud temerosa es el mejor cemento para construir regímenes eternos.
Cooperación técnica o servilismo ilustrado
Las dictaduras se vendieron como regímenes modernos, abiertos a la cooperación internacional, especialmente con las potencias occidentales.
Y sí, recibieron asistencia técnica, capacitación, préstamos y “asesoría”.
Pero esa cooperación tenía un precio: la entrega total de la soberanía nacional, la desnacionalización de los recursos, y la conversión de las economías en patios traseros al servicio de intereses ajenos.
Las juntas militares importaban modelos económicos como quien compra muebles prefabricados: sin leer el instructivo, sin entender el contexto, y con la torpeza de quien martilla por costumbre. Aplicaron las recetas de austeridad como dogmas, no como estrategias.
Redujeron el gasto público, privatizaron hasta las piedras y achicaron el Estado hasta convertirlo en una oficina de cobranzas.
Todo ello adornado con informes técnicos, gráficos de rendimiento y toneladas de palabrería tecnocrática que ocultaban, mal que bien, un desastre humanitario.
El culto a la maquinaria y el desprecio por el alma
Las dictaduras tecnocráticas no solo reprimieron cuerpos. Reprimieron espíritus. Su gran crimen no fue únicamente el asesinato físico, sino la aniquilación simbólica: el intento de borrar toda posibilidad de disidencia, de pluralidad, de pensamiento libre.
En su universo binario, el arte debía ser propaganda, la literatura debía ser adormecedora, y la educación, un proceso de domesticación y obediencia.
Teatros cerrados, bibliotecas abandonadas, festivales culturales sustituidos por desfiles militares. En las escuelas, se enseñaba a repetir, no a razonar.
En las calles, se premiaba al que callaba. Y en los medios, se exaltaba al que obedecía.
La cultura fue vista como un germen peligroso, una planta venenosa que debía podarse antes de que echara raíces.
Hasta los manuales escolares eran cuidadosamente redactados para vaciar de contenido todo lo que oliera a crítica. Se educaba para la sumisión, para el miedo, para la conformidad.
Las ciencias sociales fueron mutiladas, la filosofía ridiculizada y la historia reescrita. Se instaló una pedagogía del silencio, donde el saber era sospechoso y la ignorancia, una forma de seguridad.
Razonar para dominar
Aunque se presentaron como apolíticos, los regímenes tecnocráticos fueron profundamente ideológicos. Su supuesta “neutralidad técnica” no era más que una máscara para imponer una visión del mundo: jerárquica, obediente, autoritaria.
Bajo el disfraz de la razón, escondían el viejo impulso del látigo.
La racionalidad, que en otros contextos es herramienta de liberación, aquí fue usada como cadena. No razonaban para entender la complejidad del mundo, sino para justificar el orden impuesto.
Todo aquello que no encajaba en su modelo de nación mecanizada era tachado de subversivo: desde un poema hasta una huelga.
Y cuando surgían voces que denunciaban la farsa, intelectuales lúcidos, artistas incómodos, estudiantes valientes, la respuesta era automática: represión, cárcel o exilio. El pensamiento se convirtió en delito.
Y la diferencia, en traición.
Modernización a garrotazos
El legado de estas dictaduras es un espejo roto: por un lado, cifras de crecimiento económico; por el otro, una estela de sangre, silencio y mediocridad institucional.
Se jactaron de haber modernizado el país, pero lo que hicieron fue convertirlo en un campo de concentración maquillado de progreso.
La cultura fue aplastada, la educación instrumentalizada, la ciudadanía domesticada. En lugar de fomentar la reflexión, fomentaron el miedo. En vez de formar ciudadanos críticos, produjeron autómatas agradecidos.
La gran obra de estos regímenes no fue el desarrollo, sino la amputación del alma colectiva. Porque, al final, el positivismo tecnocrático no construyó naciones: construyó cárceles.
Y lo hizo con la complicidad de trajes grises, calculadoras, papel sellado y una legión de obedientes que confundieron ordenar con gobernar, callar con educar y someter con civilizar.
Por Alberto Erazo
https://mundo.substack.com/p/la-dictadura-de-los-cerebros-esteriles