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Teoría y práctica de los ‎Derechos Humanos


El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de la ONU, reunida en París, adopta la ‎Declaración Universal de los Derechos Humanos.‎

La Declaración Universal de los Derechos Humanos expone un ideal que toda ‎persona responsable debería tratar de llevar a la práctica. Sin embargo, es imposible ‎luchar contra todos los males al mismo tiempo, así que ese documento establece un ‎orden de jerarquía entre esos derechos para que podamos ir aportando mejoras concretas ‎a la situación. 

Ciertas potencias acusan a otros países de violar los derechos humanos, ‎pero así tratan de esconder sus propios crímenes. Muchas veces un solo árbol impide ‎ver el bosque. ‎

Los Derechos Humanos

Poco a poco, la Humanidad formuló el ideal de la igualdad de la persona humana: los «Derechos ‎Humanos». Numerosas naciones pretenden haberlo anticipado antes de que las Naciones Unidas ‎lo enunciara. 

Con el paso del tiempo, muchos utilizaron esa noción sin entenderla en su ‎dimensión etnológica y la deformaron. ‎

El enconado debate del 19 de septiembre de 2019 en el Consejo de Seguridad de la ONU [1] demostró ‎lo mucho que han sido maltratados los «Derechos Humanos», hasta llegar a ser utilizados con objetivos ‎exactamente opuestos a los que motivaron su surgimiento. ‎

En todas partes del mundo y en todos los tiempos han existido líderes que trataron de dejar ‎establecido que todos los hombres eran iguales en materia de derechos. 

Los ejemplos más ‎antiguos que se conocen de ese intento están recogidos en el cilindro del emperador persa Ciro ‎el Grande (siglo V a.n.e.), que plantea la libertad de culto [en la sede de la ONU se conserva una ‎réplica del Cilindro de Ciro]. 

También están los Edictos del emperador indio Asoka ‎‎(siglo II a.n.e.), que prohíben la tortura contra cualquier especie animal, incluyendo ‎los humanos. Aquellos gobernantes modificaron las leyes de sus países en aras de reglas que ‎creían universales. ‎

Si nos referimos a la construcción del derecho moderno, la Carta Magna inglesa –del siglo XIII– ‎plantea que ningún súbdito podrá ser encarcelado sin juicio justo. Ese documento se completa ‎con la Declaración de Derechos (Bill of Rights) en la que se enuncian, en el siglo XVIII, los ‎derechos de la gente y los derechos del Parlamento. 

Un siglo después, siguiendo el principio de ese ‎documento, James Madison redacta la Bill of Rights estadounidense. 

Esta última limita el poder ‎del gobierno federal sin tocar los de los gobiernos estaduales. La tradición anglosajona reafirma ‎los derechos individuales y los protege ante lo que se conoce como la «Razón de Estado». ‎

En 1789, la cuestión se plantea de una manera radicalmente nueva para la Asamblea ‎Constituyente francesa. Según esta última, para establecer la igualdad ontológica entre los ‎súbditos no basta con limitar el poder absoluto del monarca, es necesario plantear que el poder ‎proviene del Pueblo y que no puede ejercerse contra el Pueblo. 

Ese texto se aprueba por ‎unanimidad, incluso por los representantes de la iglesia de Francia –aunque después fue ‎rechazado durante algún tiempo por los papas–, por los representantes de la nobleza y hasta por ‎el propio rey Luis XVI. A partir de entonces, ya no se trata de los «Derechos del Hombre» sino ‎de los «Derechos del Hombre y del Ciudadano». ‎

En el siglo XIX, el suizo Henry Dunant (el fundador de la Cruz Roja) quiso garantizar los derechos ‎de las personas implicadas en las guerras, durante las cuales los Estados violan sus propias reglas. Aparece así ‎el Derecho Humanitario. ‎

Fue ese conjunto de aportes de culturas diferentes, y otros que sería difícil mencionar en este ‎trabajo, lo que Naciones Unidas sintetizó en su Declaración Universal de los Derechos Humanos.

 ‎Si ese documento es «universal» no es porque haya aparecido por voluntad de Dios o porque ‎provenga de la Naturaleza sino únicamente porque cuenta con la aprobación de los 193 Estados ‎miembros de la ONU. ‎

La Declaración Universal de los Derechos Humanos plantea, en primer lugar, que los seres ‎humanos nacen «libres e iguales en dignidad y derechos» ya que son responsables no sólo de ‎sí mismos sino también unos de otros (Art. 1). 

Por primera vez, ‎la Declaración Universal de los ‎Derechos Humanos‎‏ ‏plantea que los Derechos Humanos son no sólo idénticos en cada país sino ‎‎incluso a pesar de los países (Art. 2), algo que la Sociedad de las Naciones había rechazado con un solo ‎objetivo: proteger el sistema colonial.

 La Declaración Universal de los Derechos Humanos‎ ‎establece además una jerarquía entre los Derechos al proclamar, en primer lugar, el derecho ‎«a ‎la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona»‎‏ ‏‎(‎Art‎.‎‏ ‏‎3‎‏). ‏‎¿Por qué? 

Porque no se trata de ‎redactar un catálogo de buenas intenciones contradictorias entre sí sino de organizar lo que ‎podríamos llamar la sociedad mundial. Vienen después la lucha contra la esclavitud (Art. 4) y ‎sólo después se menciona la lucha contra la tortura (Art. 5). Todos esos principios son ‎importantes, pero sólo en ese orden pueden llegar a concretarse. ‎

Hoy en día, en los países desarrollados, que viven en paz y donde se condena el esclavismo, los ‎Derechos Humanos se ven sólo como una lucha contra la tortura y por una justicia equitativa. ‎Pero ese es un lujo que muchos no tienen en otros países. ‎

Desde el momento mismo de su adopción, la ‎Declaración Universal de los Derechos Humanos‎ ‎fue cuestionada precisamente por los mismos que la habían elaborado, en particular por el ‎Reino Unido y su concepto de «injerencia humanitaria». 

El Imperio Británico había inventado ‎ese concepto en el siglo XIX… pero no para socorrer a los pueblos oprimidos sino para acabar con ‎el Imperio Otomano. Londres lo revivió en el siglo XX, durante la guerra fría, para luchar ‎contra China y la URSS. 

Pero el abanderado de la injerencia humanitaria fue el francés Bernard ‎Kouchner, quien instrumentalizó la cuestión de los boat people organizando como un show ‎televisivo el salvamento de refugiados a bordo de embarcaciones sobrecargadas y llegando ‎incluso a ordenar que aquellos infelices se lanzaran nuevamente al mar para que las cámaras ‎pudieran «hacer otra toma».

 Aquellas imágenes conmovían a la opinión pública, llevándola ‎automáticamente a sentir simpatía por los boat people. ‎

Sin embargo, la horrible suerte de aquellas víctimas no nos decía absolutamente nada sobre la ‎legitimidad de su causa y mucho menos sobre la ilegitimidad supuesta de los gobiernos de sus ‎países de origen. Esa es exactamente la misma técnica que se utiliza hoy en la propaganda sobre ‎los migrantes en el Mediterráneo. 

El hecho que miles de esos migrantes se ahoguen tratando de ‎cruzar el Mediterráneo nada nos dice sobre las razones que los llevan a abandonar sus países, ‎como tampoco les da derecho a entrar en otros países. Quizas tienen razón. Quizás no. Sólo ‎la reflexión –no la emoción– nos permitirá decirlo. ‎
La iniciativa humanitaria de Alemania, Bélgica y Kuwait sobre Idlib

Abordemos ahora el debate que tuvo lugar en el Consejo de Seguridad de la ONU el 19 de ‎septiembre de 2019. Alemania, Bélgica y Kuwait presentaron ese día un proyecto de resolución ‎‎(S/2019/756) para “salvar” a los civiles de la gobernación siria de Idlib, supuestamente masacrados por ‎fuerzas militares sirias y rusas que luchan contra el terrorismo. 

La presentación del proyecto de ‎resolución estuvo precedida de una intensa campaña de propaganda sobre bombardeos de ‎hospitales y las difíciles condiciones de vida de los civiles hostiles al ‎«régimen del cruel dictador ‎Bachar»‎‏. ‏

Sin embargo, las verificaciones en el terreno demuestran que nunca hubo hospitales debidamente ‎registrados como tales que hayan sido bombardeados y que es imposible hablar de estadísticas ‎en un verdadero campo de batalla, así que cada parte trata de establecer –por extrapolación– ‎sus propias cifras, cifras que son forzosamente contradictorias, incluso cuando se comparan las ‎cifras de las diferentes agencias de la ONU, a menudo divergentes. 

El hecho que, en esta guerra, no sea posible ‎cuantificar el resultado de los diferentes acontecimientos influye en nuestra manera de ‎interpretarlos. ‎

Las potencias occidentales ya habían presentado proyectos de resolución comparables a este ‎cuando tenían lugar las batallas de Alepo y de la región de la Ghouta, en las afueras ‎de Damasco. Y también se estrellaron contra los vetos de China y Rusia. 

Sin embargo, ‎no hubo proyectos de resolución presentados en el momento de la batalla de Raqqa, ‎infinitamente más destructiva y sangrienta. La única diferencia es que la ciudad siria de Raqqa ‎fue arrasada por la coalición occidental –encabezada por Estados Unidos. 

En otras palabras, ‎aunque la suerte de las víctimas es igualmente trágica en todos los casos mencionados, para ‎Alemania, Bélgica y Kuwait sólo puede haber condena si la tragedia puede imputarse a las ‎fuerzas sirias y rusas, pero cuando la tragedia viene de la acción de las potencias occidentales… ‎no puede haber condena. ‎

Hay que resaltar aquí que los militares presentes en el terreno notaron la violencia indiscriminada ‎de la coalición occidental –de la cual ellos mismo eran parte– y la compararon a la selectividad ‎de las fuerzas sirias y rusas. 

De hecho, 50 analistas del CentCom fueron sancionados ‎precisamente por haber denunciado las atrocidades de la coalición en sus informes al ‎Inspector General del Pentágono. En Francia, el coronel francés Francois-Regis Legrier fue ‎duramente sancionado por haber expresado su vergüenza y cólera en la Revue Défense ‎Nationale.‎

La idea de Alemania, Bélgica y Kuwait según la cual el ‎«régimen de Bachar»‎‏ ‏asesina a ‏su ‎propio pueblo con el pretexto de luchar contra el terrorismo, invierte el ideal de los ‎«Derechos ‎Humanos»‎. No podemos olvidar que cuando en Siria se habla de ‎«lucha contra el terrorismo» ‎no se trata de unos cuantos individuos que tirotean gente o que decapitan espectadores que ‎asistían a un concierto, se trata de decenas de miles de hombres armados hasta los dientes ‎lanzados contra la población de un país para imponerle un régimen de opresión. 

El primer deber ‎del «régimen de Bachar» es, por consiguiente, salvar a su pueblo de ese feroz ejército y de ‎restaurar el derecho de los sirios a «la vida, la libertad y la seguridad» de las personas. ‎

Aunque se niegue el apoyo que potencias europeas aportan a los yihadistas de Idlib, Alemania y ‎Bélgica no pueden alegar su «buena fe»: esos dos países se niegan a repatriar a los cientos de ‎ciudadanos alemanes y belgas que después de viajar a Siria para unirse a la «yihad», ‎se han rendido a los soldados estadounidenses y que hoy son prisioneros de los grupos armados ‎kurdos aliados de Estados Unidos. 

Los gobiernos de Alemania y Bélgica están perfectamente ‎conscientes de que esos yihadistas son individuos muy peligrosos. 

Los gobiernos de esos ‎dos países occidentales, que tanto se jactan de haber renunciado a la pena de muerte, solicitan ‎discretamente a otros gobiernos que se encarguen de ejecutar a sus conciudadanos convertidos ‎en yihadistas. ‎
Hipocresía humanitaria de Alemania, Bélgica y Kuwait

Después de haber comprobado que Alemania, Bélgica y Kuwait aplican un doble rasero, ‎observemos ahora las razones que se esconden tras la presentación de su proyecto de resolución ‎al Consejo de Seguridad de la ONU.‎

Las potencias occidentales respaldaron a los yihadistas de al-Qaeda con la esperanza de llegar a ‎derrocar la República Árabe Siria. Prolongaban así la estrategia que habían aplicado con éxito ‎en Libia. 

En 2011, los yihadistas del Grupo Islámico Combatiente en Libia (GICL), que habían sido ‎incorporados a al-Qaeda, fueron reenviados por la CIA –de Irak, donde estaban luchando– ‎a Libia, su país de origen. Esos individuos fueron las tropas terrestres que apoyaron las ‎operaciones aéreas de la OTAN.‎
Después del derrocamiento de la Yamahirya libia, esos mismos elementos fueron trasladados ‎a Siria por el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados –cargo en aquel entonces ‎en manos de Antonio Guterres, hoy secretario general de la ONU– y los servicios secretos ‎turcos. En Siria, esos yihadistas fueron utilizados para conformar el llamado «Ejército ‎Sirio Libre».

Cuando se vio que era imposible derrocar el «régimen de Bachar», los anglosajones ‎abandonaron a su suerte a la mayoría de los yihadistas. Pero los alemanes y los franceses ‎estimaron que aún tenían cierta responsabilidad hacia esos elementos, que fueron reagrupados ‎en la gobernación siria de Idlib, donde crearon varios Emiratos Islámicos. Actualmente, Alemania ‎y Francia siguen proporcionándoles armamento y subvencionan las ONGs que los alimentan. ‎

Alemania y Francia son, por lo tanto, actores de la guerra que denuncian. El presidente francés ‎Emmanuel Macron, muy preocupado ahora por mejorar las relaciones entre su gobierno ‎y Moscú, no se atrevió a copatrocinar el proyecto de resolución alemán, pero pidió a su fiel ‎Charles Michel, el primer ministro de Bélgica, que se encargara de hacerlo. 

A esa maniobra vino a ‎agregarse Kuwait, que no se sabe cuánto está gastando todavía para mantener a los yihadistas ‎de Idlib, aunque las manifestaciones de respaldo a esos elementos registradas en Kuwait ‎recuerdan los momentos en que los movimientos salafistas recogían allí 400 millones de dólares ‎para la yihad montada contra Siria. ‎

Al presentar el proyecto de resolución de Alemania en el Consejo de Seguridad, Bélgica y Kuwait ‎sabían perfectamente que encontrarían la oposición de China y Rusia. Pero optaron por dividir el ‎Consejo de Seguridad de la ONU y, por consiguiente, por debilitar su autoridad. 

Esa manera de ‎actuar se explica por el temor de esos países a que se produzca –bajo la impulsión del presidente ‎estadounidense Donald Trump– un cambio en el perfil de las alianzas hoy existentes en el ‎Consejo. 

La tradicional oposición de Occidente a Rusia y China podría evolucionar hacia la ‎aparición de un directorio mundial conformado por Rusia, Estados Unidos y China. En aras de ‎evitarlo, Alemania trata de movilizar el bando occidental… ¡pero a qué precio! ‎

Siguiendo esa misma lógica, Alemania, Bélgica y Kuwait han recurrido ahora a la ‎Asamblea General de la ONU –para burlar los vetos expresados en el Consejo de Seguridad–, ‎presentando un nuevo proyecto de resolución (A/HRC/42/L.22) de 10 páginas que contiene ‎una condena contra la República Árabe Siria. 

No han vacilado en emprender esa maniobra, aún ‎a sabiendas de que ya ni siquieran disponen del pretexto de la “amenaza” que representan las ‎tropas sirias para Idlib ya que el gobierno de Damasco proclamó un alto fuego que puso fin a las hostilidades ‎en esa gobernación siria desde el 1º de septiembre. 

El‏ ‏‎«régimen de Bachar»‎ simplemente ‎decretó un cese de los combates para facilitar la huida de sus conciudadanos, atrapados bajo la ‎ocupación de los yihadistas. ‎

De paso, la representante de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad, Kelly Knight Craft, se ‎dio el lujo de acusar a China de haber recurrido a su derecho de veto únicamente por imitar ‎a Rusia. Un insulto totalmente inútil cuando es harto conocido el paciente deseo de China de ‎practicar una política exterior independiente y decisiva.

 Para el bando occidental, ese tipo de ‎acusaciones es también una manera de negar la igualdad entre los pueblos y de expresar su ‎supuesta superioridad. ‎
Bachar al-Assad como defensor de los Derechos Humanos

Analicemos ahora el punto de vista sirio. Según la prensa internacional, lo sucedido en Siria ‎en 2011 fue una revolución popular que desgraciadamente se desvió de su rumbo ‎convirtiéndose en una guerra civil.

 Si alguien podía tragarse esa versión en 2011, ya hoy resulta ‎imposible creerla debido a la gran cantidad de documentos que han salido a la luz. 

La guerra ‎‎“de Siria” fue planificada por Washington desde el año 2001 y se inició en el contexto de las ‎llamadas ‎«primaveras árabes»‎‏, ‏que a su vez fueron planificadas por Londres desde el año 2004 ‎y según el esquema de la ‎«Gran Revuelta Árabe»‎ organizada por Lawrence de Arabia. Arabia ‎Saudita ha reconocido que pagó por adelantado y armó a los cabecillas de los motines registrados ‎en la ciudad siria de Deraa, donde se inició el movimiento. ‎

La primera responsabilidad de la República Árabe Siria, de su pueblo, de su ejército y de su ‎presidente, Bachar al-Assad, era defender los Derechos Humanos universalmente reconocidos, ‎que son ‎«la vida, la libertad y la seguridad»‎ de las personas‏

 .‏Y eso‏ ‏fue lo‏ ‏que hicieron ante el ataque de las ‎hordas de yihadistas, traídos a Siria desde el mundo entero para poner a la Hermandad ‎Musulmana en el poder. ‎

No cabe duda de que algunos criminales han logrado quizás hacerse miembros de la policía y del ‎ejército de la República Árabe Siria, de que –en medio de la confusión de la guerra– puede que hayan continuado sus crímenes gracias al hecho de portar un uniforme. 

Pero no podemos olvidar que ‎esas cosas suceden en todas las guerras, aunque no tienen nada que ver con los orígenes de ‎esos conflictos. Desde que que cambió el curso de la guerra, esos elementos están siendo ‎duramente sancionados. ‎

Ya no cabe duda de que los bombardeos de la artillería siria y de la aviación rusa no sólo ‎eliminaron objetivos yihadistas sino que también causaron daños colaterales entre los ciudadanos ‎sirios rehenes de los yihadistas. 

Matar en el fragor de la batalla a aquellos a quienes se quiere ‎defender es, por desgracia, parte de las cosas que suceden en todas las guerras. 

Pero ‎el martirio de esas víctimas no es culpa del pueblo sirio, ni de su ejército, ni de su presidente –‎todos ellos deploran profundamente esas muertes.

 La responsabilidad recae totalmente sobre ‎las espaldas de los agresores, como Alemania y Francia, cuyos gobiernos desearon esta guerra ‎y la hicieron posible. ‎

El caso de Libia no tiene comparación con el de Siria. Sin embargo, 8 años después de la ‎operación de la OTAN contra la Yamahiriya, hoy tenemos una visión más clara de lo sucedido. ‎

El libio Muammar el-Kadhafi logró reconciliar a los bantúes y los árabes, puso fin a la práctica del ‎esclavismo y elevó considerablemente el nivel de vida de su pueblo. Hoy se le describe como un ‎dictador, aunque no mató más opositores políticos que ciertos jefes de Estado o de gobiernos ‎occidentales. ‎

Para derrocar la Yamahiriya libia, la OTAN no vaciló en utilizar los terroristas de al-Qaeda, la ‎tribu de los misrata y la cofradía de los Senussi. En Libia, la OTAN asesinó unas ‎‎120 000 personas. Muchos analistas vaticinaron lo que sucedió después: el derrumbe del nivel ‎de vida en Libia, el restablecimiento del esclavismo y la reaparición del conflicto entre bantúes y ‎árabes –conflicto que ahora se extiende por la totalidad del África subsahariana.

 No es ‎nada absurdo decir que Muammar el-Kadhafi defendió los Derechos Humanos, tanto en su país ‎como en toda África, algo no hizo la OTAN. ‎

En Siria, el presidente Bachar al-Assad ha preservado un mosaico confesional que no existe en ‎ningún otro lugar del mundo, desarrolló la economía de su país y negoció una paz tácita ‎con Israel. 

A lo largo de la guerra que les fue impuesta, su pueblo y su ejército han tenido que ‎soportar el martirio de al menos 350 000 de los suyos. 

Hoy su país está devastado e Israel es ‎de nuevo un enemigo. La responsabilidad de esas desgracias recae únicamente sobre las ‎espaldas de los Estados que agredieron a Siria. Los sirios, su ejército y su presidente, Bachar al-‎Assad, defendieron como podían los Derechos Humanos que las potencias occidentales ‎pisoteaban.‎

Los occidentales viven convencidos de la superioridad moral de su civilización. Así que no ven ‎sus propios crímenes, que hacen sufrir a los demás pueblos. 

Es precisamente contra esa ‎arrogancia que se pronuncia la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuando ‎proclama la igualdad de todos los humanos en dignidad y derechos. ‎


[1] «China y Rusia vetan proyecto de ‎resolución de Alemania sobre Siria», Red Voltaire, 23 de septiembre de 2019.

https://www.voltairenet.org/article207734.html

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