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El desafío de Donald Trump frente a ‎su propia administración


Durante su campaña electoral, el candidato Donald Trump prometió mucho en materia ‎de relaciones internacionales. Pero el presidente Trump ha logrado concretar ‎muy poco, fuera del fin del apoyo estadounidense al Emirato Islámico (Daesh).
‎A pesar de la hostilidad que encuentra en el seno de su propia administración, ‎el presidente Trump avanza en varios frentes a la vez y espera lograr imponer su ‎punto de vista para poder mostrar un cambio radical y presentarse nuevamente ante ‎los electores.‎


Varios elementos se precisan en cuanto al posible cambio de doctrina de Estados Unidos que ‎anuncié desde este sitio web hace 2 semanas [1]. ‎

Hace 3 años que el presidente Trump viene tratando de imponer su punto de vista a una ‎administración cuyos principales funcionarios se aferran, desde hace 18 años, a la doctrina ‎Rumsfeld/Cebrowski que contempla la destrucción de las estructuras mismas de los Estados en los ‎países de regiones enteras del mundo no globalizado.

 Desde su óptica jaksoniana, Donald Trump ‎estima, por el contrario, que es más conveniente reemplazar la guerra por la negociación y los ‎negocios para dominar el mundo entendiéndose con Rusia y China, en vez de tratar de hacerlo ‎en contra de esas dos potencias. 

Donald Trump espera lograr su objetivos para el 23 de septiembre, día ‎en que debe hacer uso de la palabra ante la Asamblea General de la ONU, precisamente un año ‎antes de la próxima elección presidencial estadounidense. Eso le permitiría buscar la reelección ‎apoyándose en sus logros. ‎

Los nuevos elementos que vienen a completar lo que indiqué hace ‎‎2 semanas sobre Siria y Venezuela tienen que ver con Afganistán, Irán y Yemen. Pero lo más evidente es, por supuesto, ‎la salida del consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, de la Casa Blanca.

 El hecho es que ‎Trump no pidió a Bolton que dimitiera. Lo despidió haciéndole saber que ya no necesitaba ‎‎“sus servicios”.

John Bolton no es en lo absoluto un neoconservador, como lo describen ciertos medios de ‎prensa, sino un feroz partidario del «excepcionalismo estadounidense» [2]. ‎

Esa escuela de pensamiento se basa en el mito de los «Padres Peregrinos»: rechaza la ‎aplicación de los tratados internacionales en el derecho interno, juzga con extrema severidad los ‎comportamientos de los demás… pero absuelve por principio cualquier forma de ‎comportamiento de los estadounidenses y no tolera que alguna jurisdicción internacional ‎se inmiscuya en los temas internos de Estados Unidos. 

En resumen, estima que –por razones de ‎índole religiosa– Estados Unidos no es comparable a ningún otro Estado y que no debe ‎someterse a ninguna ley internacional. ‎

John Bolton es un personaje que no vacila en presentar las cosas como más le conviene, ‎sin preocuparse por la realidad de los hechos ni por tratar de hacer que lo que dice sea ‎al menos creíble. 

En 2003, cuando se votó la Syrian Accountability Act, John Bolton llegó a ‎decir ante el Congreso que Siria amenazaba la paz mundial con armas de destrucción masiva… ‎como Irak

Más recientemente, Bolton entró en la historia prohibiendo a la fiscal del Tribunal ‎Penal Internacional viajar a Estados Unidos para investigar. ‎

Muy popular entre los electores de la ultraderecha, John Bolton no comparte las ideas del ‎presidente Trump en materia de política internacional. 

El único consejero de Seguridad Nacional ‎que se ha entendido con Trump es el general Michael Flynn, quien permaneció en ese cargo sólo ‎‎3 semanas, hasta que el establishment lo obligó a dimitir. Bolton llegó a ese cargo después del general H. R. McMaster. 

Como en las series de televisión, Bolton hacía junto a Trump el papel del ‎‎«bad cop» (el policía malo) que permitía al presidente parecer mucho más conciliador.‎

El segundo elemento es la evolución de los conflictos en Afganistán y en Yemen. Se sabía que ‎Estados Unidos había iniciado negociaciones con los talibanes en Qatar, en 2015, o sea durante ‎la última fase del mandato presidencial de Barack Obama. 

Lo que no se había dicho es que desde ‎marzo de 2019, el presidente Trump estaba negociando el futuro de Afganistán, no sólo con las ‎autoridades afganas y con los talibanes sino también con Rusia y China. 

No se trataba esta vez ‎de compartir el poder entre las dos facciones afganas sino de reconocer la legitimidad de la ‎resistencia de los talibanes ante la presencia de fuerzas extranjeras en suelo afgano. 

‎Por su parte, los talibanes debían condenar el yihadismo. Hubo dos reuniones en Moscú y ‎en Pekín [3]. 

Un tercer encuentro secreto debía ‎haber tenido lugar la semana pasada en Camp David, en presencia del presidente Trump y del ‎presidente afgano Ashraf Ghani. Sin embargo, el 5 de septiembre los talibanes reclamaron la ‎autoría de un atentado que dejó 12 muertos en Kabul. Entre los muertos hay un ciudadano ‎estadounidense.

 La reunión de Camp David fue anulada y Estados Unidos bombardeó zonas ‎controladas por los talibanes. ‎

Al mismo tiempo se supo que Washington había iniciado negociaciones secretas con los huthis ‎yemenitas, que se oponen al poder del presidente internacionalmente reconocido, Abdrabbo ‎Mansur Hadi. Sólo unas semanas antes, Washington todavía presentaba a los huthis como ‎agentes de Irán. 

Pero en Estados Unidos recordaron súbitamente que al principio del conflicto ‎los huthis no contaban con el apoyo de Irán y que acabaron aliándose a la República Islámica ‎para garantizar su propia supervivencia. 

Por consiguiente, es evidente que, ante las divergencias ‎entre Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, el interés de Washington ya no es seguir ‎apoyando a un presidente títere a quien nadie obedece y que desde hace tiempo vive refugiado ‎en Arabia Saudita. ‎

Durante esas negociaciones, la guerra sigue sin Estados Unidos. Los huthis utilizaron una decena ‎de drones contra instalaciones de ARAMCO, la compañía petrolera de Arabia Saudita. Riad afirma haber ‎sufrido importantes daños que reducen a la mitad la producción nacional de petróleo.

 ‎El secretario de Estado Mike Pompeo afirma por su parte que el ataque vino en realidad de Irán, ‎que atentaría así contra el aprovisionamiento mundial. 

Pero todo eso es, cuando menos, ‎desproporcionado. Todas esas declaraciones deben ser interpretadas en el contexto de nuestro ‎tercer punto: las relaciones entre Estados Unidos e Irán.

Comencemos por recordar los factores: en 2012, la administración Obama negociaba ‎secretamente en Omán con emisarios del Guía de la Revolución iraní, el ayatola Alí Khamenei, ‎para marginar a los seguidores del entonces presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, y ‎propiciar la llegada a la presidencia de un personaje implicado en el escándalo de tráfico de armas ‎Irán-Contras, el jeque Hassan Rohani. 

Después de la elección de Rohani, se negoció en Suiza un ‎acuerdo internacional con Irán, el llamado «Acuerdo 5+1» o JCPOA. Este acuerdo estipulaba ‎que Irán no podría retomar el programa nuclear militar iraní… programa que los Guardianes de la ‎Revolución ya habían abandonado en 1988 por considerar que las armas de destrucción en masa ‎eran incompatibles con su visión del islam.

 Pero existía un segundo acuerdo, bilateral y secreto –‎sólo entre Washington y Teherán– que preveía aprovisionar Europa con gas iraní para que Rusia ‎no pudiera vender su gas en ese continente. ‎

Cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca estimó que Estados Unidos controla el mercado ‎mundial de la energía pero que no debía hacerlo en detrimento de Rusia ni de China, potencias ‎con las cuales esperaba concertarse para dominar el mundo. 

Así que Trump sacó a ‎Estados Unidos de los dos acuerdos que Obama había concluido con Irán y propuso ‎de inmediato reabrir la discusión con Teherán. 

Viendo que llevaba todas las de perder, el ahora ‎presidente iraní Hassan Rohani exigía el respeto de los acuerdos, rechazaba la proposición de ‎conversar con Trump y, creyendo que este último sería rápidamente expulsado de la presidencia ‎por un impeachment, declaraba que esperaría por el regreso de los demócratas a la ‎Casa Blanca. Por su parte, el Guía de la Revolución no reaccionó como político sino como ‎religioso. 

Indignado ante la deslealtad de Estados Unidos, el Guía instruyó a los Guardianes de la ‎Revolución, que se hallan directamente bajo sus órdenes, para que extendieran su autoridad ‎sobre todas las comunidades chiitas en el exterior. 

De la noche a la mañana, los Guardianes de la ‎Revolución reemplazaron la defensa de los intereses nacionales de Irán por la defensa de los ‎intereses religiosos chiitas, cambio que se hizo particularmente visible en Siria y que se está ‎haciendo notar ahora en Líbano.

 La semana pasada, al pronunciar un discurso en ocasión de la ‎conmemoración chiita llamada Achura, el secretario general del Hezbollah libanés, Hassan ‎Nasrallah, no habló de su organización como del movimiento libanés de resistencia al ‎imperialismo sino como de una formación dependiente del ayatola Khamenei. Por supuesto, ‎no se trata de un viraje de 180 grados sino más bien de una expresión de respaldo al Guía de la ‎Revolución iraní en previsión de un periodo de negociaciones. ‎

Al parecer, toda esta conmoción puede terminar en cualquier momento. Ambas partes muestran ‎músculo pero se preparan para hablar de nuevo. 

Hasta ahora, Rusia mantenía buenas relaciones ‎con Irán, aunque conocía la esperanza de Teherán de reemplazar a los rusos en el ‎aprovisionamiento de gas a Europa. Al mismo tiempo, Rusia, a pesar de tener bajo estrecho ‎control el espacio aéreo sirio, se abstenía de intervenir cuando Israel lanzaba ataques aéreos ‎contra objetivos iraníes en suelo sirio. 

Pero Moscú podría abandonar el juego de la zanahoria y el ‎bastón y pudiera garantizar a ambas partes la sinceridad de un acuerdo entre Estados Unidos ‎e Irán (o más bien su preservación) con la condición de que tal acuerdo no se concluya ‎en contra de los intereses rusos.

 En ese caso, Rusia protegería las bases iraníes en el ‎Medio Oriente. Es quizás eso lo que el presidente Vladimir Putin acaba de anunciar al primer ‎ministro israelí Benyamin Netanyahu. ‎

Todos esos avances fortalecen el papel del secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, ‎quien aparece como el verdadero arquitecto de la política exterior de Donald Trump. Pompeo fue ‎el primer director de la CIA de un Donald Trump recién llegado a la Casa Blanca y hoy tiene el ‎privilegio de ser invitado diariamente al encuentro del presidente con los representantes de la ‎agencia, lo cual implica que Pompeo dispone simultáneamente de la información de la CIA y de la ‎información del Departamento de Estado, que ahora dirige. Pero lo más importante es que Mike ‎Pompeo ha concebido la estrategia energética del presidente [4]. ‎

Parte de los líderes republicanos no cree que Donald Trump sea capaz de imponer absolutamente ‎nada a los militares, y mucho menos la doctrina –que ellos consideran obsoleta– del séptimo ‎presidente de Estados Unidos, Andrew Jackson. Así que esos líderes republicanos aconsejan ‎a Pompeo que no se hunda con su jefe, que dimita y que se presente a la elección senatorial en el ‎Estado de Kansas. ‎


[1] «¿Traerá Donald Trump la paz?‎», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 3 de septiembre de 2019.


[2] American ‎Exceptionalism and Human Rights, Michael Ignatieff, Princeton University Press (2005).


[4] “Mike Pompeo Address at ‎CERAWeek”, por Mike Pompeo, Voltaire Network, 12 de marzo de 2019; ‎‎«Geopolítica del petróleo en la era Trump», por Thierry Meyssan, ‎‎Red Voltaire, 9 de abril de 2019.

https://www.voltairenet.org/article207635.html

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