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En el 1983 tuve la oportunidad de vivir en Tijuana, como un emigrante indocumentado más de los tantos que pululan diariamente por sus calles. Con unos amigos de los barrios marginales de esa ciudad solíamos vender “recuerditos” ante la ira de los propietarios de las tiendas establecidas de souvenirs a lo largo de la Avenida Revolución, muy concurrida por personas de todo tipo, más que todo por pillos: contrabandistas, polleros, prostitutas, vendedores de mariguana y carteristas. 

En algún punto de esas laderas u hondonadas yermas, tuve la oportunidad de conocer no un altarcillo de la Virgen de Guadalupe, sino a una divinidad de la religiosidad popular específica de Tijuana y de aceptación subrepticia entre la mayoría de los tijuanenses: Juan Soldado, patrón de los migrantes indocumentados a quien se encomiendan los que a partir de las nueve de la noche se movilizan a la frontera con gran sigilo para internarse al territorio de los Estados Unidos.

Tijuana era una ciudad totalmente subdesarrollada, polilla y ruina de México, y que debía ahorrarse repetir a los cuatro vientos que era “Tierra donde empieza América Latina”. Asunto que es cierto, pero siendo el tipo de ciudad desordenada y sucia que era, lo mejor era callarse. 

Era una comunidad ya bastante numerosa por esos años que vivía al amparo de las dádivas de los gringos que iban por dos cosas: prostitutas y drogas. 

Y siendo una ciudad sometida, colonizada “cultural y económicamente” por los Estados Unidos, los estadounidenses eran muy bienvenidos porque para hacerse de unos dólares más llevaban electrodomésticos o dejaban un par de coches en manos de los vendedores de droga. 

Así se fue dando el florecimiento de Tijuana, donde aquello de cuarta plaza industrial de México no era más que un cuento, una fabulación de mal gusto.

Todos o casi todos los tijuanenses, por generaciones, se han dedicado a mejorar sus ingresos a través de actos ilícitos y creo que no hay familia que no tenga entre sus parientes a un fayuquero (contrabandista de mercancías), a un pollero (traficante de personas indocumentadas), a una ramera saltando de cama en cama en los abundantes moteles de la ciudad y a un vendedor de drogas. 

Es una comunidad que ha vivido del coyotaje, de los negocios ilícitos en los hoteles donde hacinan en un cuarto a quince o veinte migrantes indocumentados y venta de comida a estas mismas personas de la peor calidad.

Lejos quedaron los años en que era una comunidad de gente sana cuando fray Junípero Serra en el siglo XVI fue determinando las costas de las Californias (Alta y Baja) y las tierras yermas eran trabajadas con ahínco en el rancho inmenso de Santiago Argüello Moraga, el rancho Tijuana, como de 10 mil hectáreas. 

Por eso es la comunidad menos indicada para practicar la xenofobia, porque entre los migrantes, en su gran mayoría, van gente honrada y trabajadora, ahíta, desesperada por el hambre y la marginación. 

Hay excepciones claro, de gente realmente malagradecida, maleducada, pero repito; son la excepción.

No olvidemos que es la tierra de los honradísimos Gallardo, de los honestísimos hermanos Benjamín y Ramón Beltrán Leiva. Por favor, sean y siéntase mexicanos, porque todos ustedes, alienados por el consumo y la vecindad de los Estados Unidos, son gringos de tercera clase. Sean solidarios con Latinoamérica, que en este caso son los centroamericanos. 

Y dejen de hablar de los delincuentes centroamericanos: me late que ustedes son los primeros de la fila.

 Dice un viejo refrán: Si nos olvidamos de nuestros orígenes, alguien habrá por allí que nos los recordará.

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