Los economistas fueron durante mucho tiempo algo parecido a los oráculos en la antigua Delfos.
Sus consejos sobre política económica eran mensajes de los dioses: sagrados anuncios de eventos que el destino había marcado.
De no seguirse las recetas de política económica que recomendaban, las consecuencias serían funestas. Sus anuncios parecían desplegarse como si fueran fruto del contacto directo con los dioses.
Muy poca gente discutía la veracidad de su contenido.
Y en la disciplina misma, sólo una minoría seguía el derrotero de la crítica y del trabajo analítico serio para abordar las preguntas más urgentes y relevantes.
A ese grupo minoritario se le castigaba con el ostracismo y con la marginación.
Hoy la imagen de los economistas se ha empañado y la credibilidad en sus oráculos esotéricos se ha perdido. Su desprestigio ha ido en aumento.
Las causas y la evolución de la crisis financiera global no han sido entendidas por los más connotados economistas del mundo.
Hoy algunos de estos guardianes del templo presagian una nueva etapa de estancamiento secular.
Pero al igual que los oráculos sibilinos, el misterio rodea sus augurios y se desconocen las raíces de esta nueva etapa en el desarrollo del capitalismo mundial.
Los factores que conducen a una mayor desigualdad tampoco terminan de ser bien analizados.
El libro de Piketty sirvió para alertar sobre la magnitud del fenómeno, pero muy poco (casi nada) contribuyó al análisis serio sobre las fuerzas que la engendran.
Las promesas sobre los beneficios que traería consigo la globalización al estilo neoliberal han sido desmentidas por una realidad terca como el destino que buscaba adivinar la Pitonisa en Delfos.
Pero aún hoy la economía ortodoxa sigue insistiendo en los ventajas de dicho proceso de globalización y la nueva generación de acuerdos comerciales.
Al interior de la disciplina se escucha la voz de la confusión. Un ejemplo es el catálogo de dudas existenciales que recientemente publicó Mark Thoma, un macroeconomista respetable de la Universidad de Oregon (cuyo blog sobre temas económicos es el más leído del mundo, economistsview.typepad.com).
Thoma hace una lista de preguntas para las cuales habría que tener una buena respuesta.
Sobresalen dos interrogantes. La primera: ¿qué tan robusto es el mecanismo económico de autocorrección después de una recesión?
La segunda: ¿cuáles son las fricciones sobre las que debemos concentrarnos? ¿Las de precios y salarios o las del sistema financiero?
Esas preguntas de Thoma son un indicador del estado de desorden mental en el que se encuentra la teoría económica.
La combinación de las ideas de auto-corrección y de fricciones es reveladora.
Detrás de estas consideraciones yace el dogma central que todo domina en la disciplina: el mecanismo económico está animado por una tendencia inexorable al equilibrio y lo único que obstaculiza esta propensión son las fricciones que existen en la formación de nuevos precios y, sobre todo, en los salarios.
Necesitamos mayor humildad, dice Thoma, para cambiar de opinión cuando los datos están en desacuerdo con nuestro modelo teórico favorito.
Yo creo que necesitamos algo más que humildad.
Esta visión sobre la situación actual de la disciplina es algo frívola. Como punto de partida se supone que existe un mecanismo (económico) que tiene la capacidad de autoregulación. Ataviada de diferentes ropajes esta idea ha sido la columna vertebral de la teoría económica dominante desde el nacimiento del capitalismo.
La búsqueda de datos para corroborar y confirmar su veracidad se reveló al paso de las décadas como un ejercicio infructuoso.
Entonces se recurrió a la construcción de complejos modelos matemáticos que permitirían demostrar que el mecanismo económico está dotado de esta propiedad de auto-corrección y que sólo las fricciones impiden su buen funcionamiento.
Pero el uso de modelos matemáticos no pudo demostrar que unas supuestas fuerzas estabilizadoras permitieran mantener une economía de mercado en una senda de equilibrio.
Al contrario: lo único que se pudo demostrar fue que solamente introduciendo supuestos arbitrarios en los modelos sería posible demostrar que una economía de mercado tendría la propiedad de auto-corrección. Esas condiciones arbitrarias nada tienen que ver con los datos cuya existencia presuponen las preguntas de Thoma.
Quizás el vicio de origen más fuerte que tiene el pensamiento económico consistió en trazar desde el arranque un programa de investigación que buscaba justificar el capitalismo en lugar de comprender su naturaleza.
Así se organizó la teoría económica alrededor de una misión sacrosanta: demostrar que el mercado libre y sin regulación tenía propiedades benéficas para todos.
Mientras se abandonaba la vía analítica de una ciencia normal, la metáfora de la mano invisible se constituyó en el paradigma (en el sentido de Kuhn) del pensamiento económico.
Enderezar de alguna manera el camino es lo que busca el pensamiento económico heterodoxo, pero será difícil convencer a los oráculos en Delfos para que abandonen sus viejas prácticas divinatorias.
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