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“Por favor, se lo suplico al pueblo australiano, ayúdenme a mí, a mi marido y a mi hijo. No quiero criar a mi bebé en Nauru. Por favor, ayúdenme a quedarme en Australia y a criar a mi hijo con seguridad, en un entorno sano física y mentalmente”.

La voz de Maryam, la refugiada iraní que formula la anterior súplica, suena agotada y profundamente triste en la grabación difundida por Guardian Australia.

 En ella explica cómo abandonó su país para embarcarse con su marido en una delirante travesía marítima donde las posibilidades de desaparecer en el mar son mucho más abundantes que arribar, sano y salvo, a tierra firme. 

Sobrevivieron sólo para enfrentarse a la política de “tolerancia cero” de Australia, decidida a no dejar pasar ni un solo demandante de asilo a sus costas, y fueron detenidos y trasladados al centro de detención de Nauru, donde su marido desarrolló “una seria enfermedad mental”.

 Ante la ausencia de recursos para tratarlo en la isla, la pareja fue enviada a un centro de Melbourne, donde ella quedó embarazada. 

Y ahora, Inmigración les “obliga a volver por la fuerza. Estoy embarazada y no quiero volver allí. No hay seguridad, ni condiciones higiénicas en la isla. Por favor, se lo suplico”.

La desesperación de Maryam, que amenaza con abortar si es forzada a regresar al oficialmente denominado centro de procesamiento regional de Nauru, es comprensible a tenor no sólo de las denuncias de las ONG: incluso una comisión independiente del Gobierno australiano hizo público, el pasado mes de octubre, el Informe Moss, donde se confirmaban agresiones sexuales contra mujeres y menores de edad y la existencia de una red de tráfico de drogas gestionada por la compañía privada que maneja del centro de detención como si de una cárcel se tratase. 

Mujeres sexualmente acosadas o asaltadas por guardianes contratados por una empresa de seguridad, algunos visiblemente ebrios o drogados, protegidos por la impunidad que confiere saber que nadie quiere escuchar las voces de sus víctimas. Menores sexualmente abusados por personal del campo e incluso por otros reclusos.

Las denuncias habían sido adelantadas por las ONG que trabajan en el campo, en especial Save The Children –a cargo de los servicios de asistencia social- y por la Comisión Australiana de Derechos Humanos, que ya en febrero de 2014 había denunciado los abusos contra menores en las infames instalaciones. 

Pero las denuncias, críticas y llamamientos de Naciones Unidas han sido sistemáticamente ignoradas por las autoridades australianas, cuyo primer ministro, Tony Abbott, se ha declarado “cansado de los sermones de la ONU”.

 Abbott y los suyos defienden su política de rechazar, en la medida de lo posible, y en última instancia externalizar a sus inmigrantes y refugiados en terceros países contratados para servir de cárcel a aquéllos detenidos por las autoridades australianas hasta encontrarles un nuevo destino, lejos de Australia. 

Así alimentan un sustancioso negocio en forma de pago de alquiler de instalaciones para inmigrantes disfrazados de ayudas para la cooperación, algo que desde la oposición y las ONG se califica de “gulags multimillonarios” y que mueve unos 800 millones de euros al año, según el director del Refugee Council of Australia, Paul Power. “Lo llaman acuerdo, pero es una política extremadamente perversa”, asegura el responsable de la institución.

Es el caso de Nauru, isla país situada en la Micronesia que recibe 20 millones de dólares australianos (13 millones de euros) en concepto de ayudas económicas a cambio de albergar a unos 720 desesperados demandantes de asilo, entre ellos 95 niños: las condiciones son tan infames que los intentos de suicidio, las huelgas de hambre y las protestas en sus formas más crudas (como cosiéndose los labios) son comunes en las instalaciones. O de la isla Manus, en Papua Nueva Guinea, donde 989 personas se hacinan sin ninguna esperanza de futuro. 

La política de “tolerancia cero” de Australia restringe al máximo las peticiones de asilo y ofrece como única solución, reservada sólo a los refugiados “legítimos”, un reasentamiento en Papua Nueva Guinea, en la isla nación de Nauru o en Camboya, en una sorpresiva iniciativa que ha roto esquemas fuera y dentro del país por la novedosa forma devender la idea a refugiados e inmigrantes.

A mediados de abril, las autoridades hicieron circular una carta entre los retenidos en Nauru donde se detallaban las múltiples ventajas de ser reasentados en Camboya, un país “democrático y progresista”, donde “hay seguridad ciudadana porque la policía mantiene el orden y no tiene problemas con los crímenes violentos o los perros callejeros”. 

El sueño de todo demandante de asilo, debieron pensar las autoridades, que también prometían ayudar a quienes aceptaran ser transferidos al país surasiático contribuyendo a “los gastos de educación, apoyo financiero que incluye efectivo y una cuenta corriente, asistencia a la hora de encontrar trabajo, clases de idioma, seguro médico y un alojamiento moderno”, mucho más de lo que tiene cualquier camboyano medio. 

Sin embargo, sólo cuatro refugiados de Birmania e Irán aceptaron una oferta ampliamente repudiada por los ingresados en Nauru,como demuestra el vídeo grabado y colgado en YouTube titulado “Camboya, nunca, nunca, nunca”.

“Los cuatro refugiados se enfrentaban a una elección imposible: vivir en Nauru sin perspectivas de trabajo o instalarse en Camboya, donde su seguridad y su bienestar no están asegurados”, proseguía Power. Desde Phonm Penh, las autoridades –que recibirán 40 millones de dólares australianos a cambio de hacerse cargo de los asentamientos- no se mostraban tan entusiasmadas: de hecho, el primer envío de refugiados, previsto para el 20 de abril, se aplazó hasta junio porque el reino asiático ni siquiera había decidido dónde instalaría a sus nuevos ciudadanos.

 Las ONG recalcan que el acuerdo entre Australia y Camboya fue firmado de forma secreta, sin consultar al Parlamento o la sociedad civil de ninguno de los países concernidos, y que se desconocen los términos del mismo.

 Incluso el Alto Comisionado para los Refugiados, António Guterres, calificaba el trato bilateral de “preocupante desafío a las normas internacionales”. “Es crucial que los países no dejen sus responsabilidades hacia los refugiados en manos de otros”, afirmaba.

Otro de esos sermones que tanto molestan al primer ministro Abbott. El pasado viernes 12 de junio, el jefe del Ejecutivo australiano defendía la “increíble creatividad” de su Gobierno a la hora de deshacerse de sus demandantes de asilo: lo hacía en respuesta a una espinosa pregunta sobre las acusaciones formuladas desde Indonesia acerca de pagos, por parte de las autoridades australianas, a traficantes de personas para que den marcha atrás a sus barcos llevándose su maltrecha carga de víctimas lejos de las costas australianas.

Un jefe de la policía local indonesia relató a la agencia AFP un episodio sucedido a finales de mayo, cuando fue avistado un barco con 65 inmigrantes y refugiados de Bangladesh, Birmania y Sri Lanka: el capitán y la tripulación aseguraron haber sido interceptados por un barco de la Fuerza Naval australiana cuando se dirigían a Nueva Zelanda, y que un oficial de inmigración pagó a cada uno 3.500 euros para que pusieran rumbo a Indonesia.

 El oficial aseguró haber “visto el dinero con mis propios ojos. 

Es la primera vez que escucho que las autoridades australianas paguen a los tripulantes”.

 La televisión australiana ABC y Radio Nueva Zelanda recabaron declaraciones en el mismo sentido de pasajeros del barco implicado, dejando al descubierto lo que parece uno de los más escandalosos sistemas para librarse de la inmigración, ya que implica sobornar a contrabandistas o traficantes de personas. 

Y Abbott prefirió no confirmar ni desmentir la noticia: se limitó a destacar cómo su Ejecutivo se esfuerza por desarrollar “estrategias creativas” para parar los barcos “por las buenas o por las malas”. 

“Hemos parado el tráfico y haremos lo que sea necesario para asegurarnos de que permanece cerrado”.

La Operación Fronteras Soberanas, lanzada por Canberra en 2013 y destinada a parar las embarcaciones antes de que lleguen a las costas australianas, es una de las políticas más eficaces del Gobierno Abbott: si hace dos años unas 20.000 personas intentaron llegar al país, la mayoría desde Afganistán, Irán, Irak, Birmania o Sri Lanka, la cifra se ha reducido, literalmente, a cero desde agosto de 2014. Un éxito que le garantiza un enorme apoyo social, a juzgar por las encuestas. 

De ahí que, pese a las críticas internacionales, Abbott se exprese abierta y crudamente contra la llegada de demandantes de asilo: ocurrió hace un mes, cuando la campaña contra el tráfico humano en Tailandia dejó a miles de personas abandonadas por las mafias en alta mar.

 “No, no y no”, respondió el primer ministro al periodista que le preguntó si ayudaría Australia a rescatar a quienes estaban pereciendo a bordo de barcos decrépitos perdidos en medio del mar.

Al Ejecutivo de Abbott no le tiembla el pulso a la hora de tomar decisiones que pongan en riesgo a ciudadanos no australianos. 

Hace unos días, el Ministerio de Inmigración ordenaba transferir a un niño de cinco meses de edad, nacido en suelo australiano, al centro de detención de Nauru con sus padres pese al informe elaborado por Save The Children donde se desaconsejaba encarecidamente el ingreso de menores dada las condiciones de insalubridad severa: el bebé no tardó en contraer gastroenteritis. 

Otros 10 bebés están a la espera de ingresar en Nauru pese a las quejas de la ONG y las denuncias, en prensa, de la presencia de ratas e insectos en las instalaciones. La senadora de Los Verdes Sarah Hanson-Young ha exigido a Inmigración que revoque su decisión. “Es horrible que el bebé Asha, nacido en Australia, esté ahora detenido en Nauru.

 El trauma que está experimentando esta familia es cruel y el Gobierno deberían traerles de vuelta a Australia de forma inmediata”, valoraba la senadora.

 “Sus padres están tan desesperados que están considerando el suicidio para que el bebé sea devuelto a Australia.

 Es una tragedia humana de las políticas de detención de demandantes de asilo”.

La muerte como salida desesperada, la misma que baraja Maryam cuando sopesa abortar a su hijo antes que verse obligada a criarlo en Nauru. 

La antigua responsable de protección de menores de Save The Children, Viktoria Vibhakar, compareció hace unas semanas en el Senado australiano, en el seno de un comité de investigación sobre Nauru, junto con multitud de expertos decididos a romper el silencio sobre los centros de procesamiento. 

“En Australia, sería considerado inapropiado pedir a un niño que ha experimentado un asalto sexual quedarse en el mismo lugar del suceso y en proximidad del presunto agresor. 

Es más, pedir al niño que permanezca en una instalación de detención supone un constante recordatorio del trauma que acaba de experimentar”. Y sin embargo, es lo que ocurre en el centro: cada menor asaltado que denuncia es cambiado de módulo pero permanece, sin protección, en las mismas instalaciones. 

En su comparecencia ante la Cámara Alta australiana, Vibhakar presentó la documentación respectiva a 30 casos de abusos contra menores, el más pequeño de tan sólo dos años.

Uno de los problemas más graves es que el personal administrativo no suele seguir las recomendaciones del equipo médico, como denunciaba Louise Newman, antiguo miembro del consejo asesor en salud del Ministerio de Inmigración. “Las recomendaciones no son necesariamente seguidas, y creo que esa es la causa principal de la que derivan todos los problemas.

 La salud no es un argumento de peso en el contexto de la detención, y especialmente no lo es el bienestar de los niños”, explicaba Newman. Otros de los expertos que comparecieron ante la comisión del Senado señalaron que Inmigración ha llegado a pedir a los servicios médicos que cambien el contenido de sus informes sobre los detenidos en Nauru.

 “El Departamento o incluso el ministro pueden tomar decisiones [para evitarlo] pero me preocupa que no entienden la implicación de esas decisiones”.

Otro de los problemas es que muchas víctimas de abusos no denuncian, temerosas de que ello obstaculice su proceso de demanda de asilo y sobre todo por miedo a las represalias de los agresores y de los captores, a veces las mismas personas.

 En los dos últimos años, los centros de detención australianos han registrado 32 denuncias de asalto sexual: ninguna ha derivado en detenciones. Incluso aunque llegasen a una incriminación, las víctimas apenas tienen posibilidades de que se haga Justicia, como recordaba en una extensa entrevista Caz Coleman, una de las más destacadas asesoras del Gobierno australiano en materia de Inmigración hasta noviembre del pasado año, cuando fue cesada junto a otros miembros de su equipo. 

Ella, que fue una de las encargadas de poner en marcha el centro de procesamiento de Nauru, se ha convertido en una voz crítica contra la política de Inmigración hasta el punto recomendar que el Gobierno abandone la retórica de “parar los barcos” para desarrollar una “verdadera respuesta regional” hacia el problema de la inmigración.

 Sobre los casos de violencia sexual, Coleman calificaba de “fallo sistemático” la respuesta de los servicios de Inmigración: Australia se desentiende en Nauru carece incluso de una legislación que proteja a los menores contra los abusos sexuales. “En esta etapa, obtener justicia va a ser muy, muy difícil. Estos temas tendrían que haber sido afrontados antes de que apareciesen.

 La responsabilidad yace en el Departamento [de Inmigración] y en los proveedores de servicios que trataban preventivamente con el tema”, explicaba. “Esperamos hasta que era una crisis en toda regla, y eso es un fallo sistemático del sistema”.

Australia ha creado en Nauru y Maunus un monstruo para los refugiados del que sólo es posible huir siguiendo las reglas de Canberra, salvo en casos como el de Jamal, un menor violado en el primer centro que terminó solicitando regresar a su Irak natal, dos años después de huir como refugiado, traumatizado por la agresión y ante el continuo temor de que ésta se repitiera. Como describía una mujer asaltada sexualmente en Nauru, el lugar es la pesadilla de los menores.

 “No están seguros aquí. Esto no es seguro para niños, ni para solteras, ni para madres jóvenes. No es seguro para ningún ser humano”.

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