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Monsanto y Dow: ¡a comer veneno!


Silvia Ribeiro//El 15 de enero 2015, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) aprobó las semillas de algodón y soya transgénicas de Monsanto resistentes al herbicida Dicamba, altamente tóxico. 

Unas semanas antes, las autoridades agrícolas de ese país habían aprobado la siembra de soya y maíz transgénicos resistentes al herbicida supertóxico 2-4 d de Dow Agrosciences.

 Simultáneamente, la EPA, agencia supuestamente de protección ambiental, autorizó a esa empresa la venta de Enlist-Duo, un agresivo tóxico mezcla de 2-4 d y glifosato.

 Estas decisiones se tomaron contra miles de cartas de activistas, agricultores y científicos, con evidencia de impactos graves contra la salud, el ambiente y los agricultores.

El paquete tóxico fue aprobado anteriormente por Canadá y las trasnacionales presionan para su aprobación en Argentina, Brasil y Sudáfrica, que junto a los anteriores representan casi 80 por ciento de la producción mundial de transgénicos.

Ambos herbicidas tienen larga historia, por lo que sus impactos son conocidos. El 2-4 d es uno de los componentes del Agente Naranja, usado como arma química en la guerra contra Vietnam, con secuelas por generaciones hasta el presente. 

Ahora, como expresó Grain en su informe sobre la soya 2-4 d, es una guerra contra los campesinos(www.grain.org)

Dicamba y 2-4 d pertenecen a la misma clase de tóxicos, que se han vinculado al surgimiento de diferentes formas de cáncer, enfermedades del sistema inmune, problemas neurológicos y reproductivos, disrupción endócrina. 

Aparte de la exposición directa de trabajadores, distribuidores, etcétera, los residuos que dejan en alimentos expanden los efectos a los consumidores.

En campo tienen alta capacidad de dispersión, hay casos comprobados donde la deriva de fumigaciones ha terminado con cultivos de hortalizas y frutas en campos vecinos (incluso hasta de maíz y frijol). 

Esta es una de las razones por las que muchos agricultores se oponen a la aprobación de estas semillas transgénicas que aumentarán su uso. 

La propia USDA, estima que con la aprobación de maíz y soya resistentes al 2-4 d, el uso del tóxico crecerá entre 500 y mil 400 por ciento en los próximos 9 años. La EPA puso por ello una condición a las empresas: antes de usarlo deben tener en cuenta la intensidad y dirección del viento.

 La medida probablemente no será respetada por los agricultores, pero las empresas encontrarán la forma legal –contratos, avisos en los productos– de deslindarse de toda responsabilidad, y quién sabe, quizá hasta harán pagar a las víctimas, como sucede con la contaminación transgénica.

Estos herbicidas altamente tóxicos han sido prohibidos en varios países, y en la mayoría se evitaban. Su vuelta es un ejemplo claro de la perversión y fracaso del modelo transgénico.

 Luego de dos décadas de siembra de semillas resistentes al glifosato, han surgido gran cantidad de malezas resistentes. La táctica empresarial ante ello es vender herbicidas más tóxicos.

 Aunque la agricultura con químicos es anterior a los transgénicos, antes tenían que aplicar menor cantidad para no matar su propio cultivo. 

Con los transgénicos, las dosis se multiplicaron enormemente, lo que provocó el surgimiento de supermalezas. En Georgia, Estados Unidos, 92 por ciento de los campos tienen estas malezas resistentes, situación repetida en la mitad de los campos agrícolas del país.


Esto no le preocupa demasiado a las empresas dueñas de todos los cultivos transgénicos sembrados en el mundo (Monsanto, Syngenta, Dow, DuPont, Bayer y Basf), ya que también son las mayores productoras globales de agrotóxicos. Juntas controlan casi 80 por ciento del mercado global y su mayor negocio es que haya que usar más agrotóxicos.

Por la violación de derechos que todo esto implica, la Red por una América Latina Libre de Transgénicos (www.rallt.org) y otras organizaciones escribieron a varios relatores de Naciones Unidas pidiendo su urgente intervención.

Las empresas suelen escudarse, diciendo que sus cultivos no sólo son resistentes a agrotóxicos (85 por ciento lo son), también tienen transgénicos insecticidas, con la toxina del Bacillus thuringiensis (Bt) que supuestamente reducen el uso de agrotóxicos.

 Un estudio de la Universidad de Arizona (Carrière y Tabashnik, 2014) que revisó 38 estudios sobre 10 cepas de la toxina Bt y 15 insectos plaga, concluyó que en la mitad de los casos los cultivos Bt no funcionaron como prometían, al tiempo que creció la resistencia en insectos.

 El uso de varias cepas de Bt en el mismo transgénico, en lugar de aumentar la efectividad, ha provocado resistencias cruzadas a todas las cepas.

El modelo transgénico es un desastre que además no funciona: los cultivos son peores que los que ya existían y los impactos en salud, ambiente y dependencia son cada vez más graves.

 Sólo se mantiene por la dependencia que crearon las multinacionales y gobiernos en los agricultores (con contratos y/o programas); y con los millones que gastan en propaganda y corrompiendo a quien se deje.

En este hermoso contexto, Monsanto acaba de instalar un centro de investigación sobre maíz en Tlajomulco, Jalisco. Cebado en años de contratos con diversos centros universitarios y de investigación públicos (U. de Guadalajara, Cinvestav, Inifap…) que le proporcionaron por migajas el germoplasma y/o conocimiento local del centro de origen del grano, ahora Monsanto quiere que trabajen directo para ellos. Granos podridos hay en todos los campos, pero las raíces del maíz son muy profundas y se entretejen en todas las resistencias. 

Contrario a lo que quieren vender las empresas, cada vez hay más gente y hasta países enteros, contra los transgénicos y sus tóxicos.

*Investigadora del Grupo ETC

http://www.jornada.unam.mx/2015/01/24/opinion/023a1eco

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