Hernán Cortés y otros hechos desconocidos sobre el canal de Panamá

Hernán Cortés y otros hechos desconocidos sobre el canal de Panamá

El Papa: otro invento cristiano basado en otras religiones y sin ningún fundamento.

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¿Qué es la figura del papa realmente? 

¿Proviene de la biblia judeocristiana?

¿Es una figura “legal” del cristianismo? 

¿De donde proviene? 


En este artículo se hace una recopilación de datos extraídos de diversas fuentes a las que cualquiera puede recurrir y que demuestran que la figura del Papa proviene de religiones anteriores a las que el cristianismo consideró como “paganas”, no tiene bases bíblicas, se creó y mantuvo mediante engaños, corrupción y asesinatos hasta consolidarse tal y como hoy la conocemos.

Las citas de los evangelios desmienten la autoridad del Papa.

Primeramente tenemos que la palabra “Papa”, aparte de que no aparece en la Biblia, es incluso completamente antibíblica, ya que su empleo está terminantemente prohibido por el mismo  Jesús en el evangelio de Mateo 23:8, 9, donde, según el evangelio, anticipando el surgimiento de jerarquías entre sus discípulos, les previene diciendo:
8 Pero vosotros no queráis que os llame Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos.
9 Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el que esta en los cielos.
El sentido de las palabras de Jesús en el versículo 9, cuando dice “no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra“, se refiere obviamente a no llamarle a alguien “padre” en el sentido espiritual.

Pues el versículo 8 anterior se está refiriendo precisamente a la prevención de jerarquías de índole espiritual entre los cristianos.

La iglesia malinterpreto deliberadamente los versículos y añadió otros para su propio beneficio

Según refiere Mateo, existía una fuerte disputa acerca de la personalidad real de Jesús cuando éste se dirigió a sus apóstoles diciendo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy? Tomando la palabra Simón Pedro dijo:
Mateo 16,15-20
Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar  Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos.

Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos. Entonces ordenó a los discípulos que a nadie dijeran que Él era el Mesías.
La Iglesia católica se apoya fundamentalmente en este pasaje de la «confesión en Cesárea de Filipos» —y más concretamente en dos de sus párrafos (Mt 16,18-19)—, para demostrar que Jesús eligió a Pedro como cabeza sobre la que fundar y basar su futura Iglesia (católica, se supone). 

Pero si analizamos este texto con un mínimo rigor —y recordamos algunas de las evidencias mostradas hasta aquí—, veremos claramente dos cosas:

1) los párrafos, tomados en su contexto global, no significan lo que la Iglesia
pretende que digan

y 2) aunque se los arrope con el contexto que se quiera, resulta indiscutible que son falsos (o lo son otros muchos pasajes neotestamentarios fundamentales para sostener la supuesta divinidad de Jesús).

De hecho, resulta imposible no estar de acuerdo con los obispos de Oriente que, ya en el siglo IV, afirmaron que este texto había sido intercalado muy tardíamente por los partidarios del obispo de Roma, enfrentado por el control de la Iglesia con otros obispos de regiones cristianas también poderosas e influyentes.

En primer lugar, como mera crítica accesoria —dado que documentaremos que el texto citado es un añadido espurio—, señalaremos que del contexto sólo cabe extraer razonablemente las siguientes conclusiones:
  • Si la fe y la base del cristianismo radican en el conjunto de creencias que van aparejadas con la de aceptar la divinidad de Jesús, resulta obvio que la supuesta respuesta de Pedro aportaba un credo sólido frente a quienes no tenían al nazareno por «Hijo de Dios vivo», y en esas palabras radicaba, no en quien las dijo, la «piedra» sobre la que edificar la Iglesia (eso es la guardiana de la ortodoxia de esta fe); tal como debería ser de sentido común —y como se confirma en pasajes tan notables como I Pe 2,4-8; Ef 2,20; o I Cor 3,11 y 10,4— el fundamento, la piedra, sobre la que se edifica la fe/Iglesia es Jesús-Cristo,268 no
    Pedro, ni mucho menos el Papa, que es lo que sucede en la práctica en la Iglesia católica, que, con su comportamiento, contradice no sólo a Jesús sino a san Pedro y san Pablo.
  • Darle a Pedro «las llaves del reino de los cielos» no parece tener el sentido de nombrarle el mayordomo de nada, ni de institución ni de paraíso prometido, sino que, por el contrario, aludía a la ya repetidamente mencionada voluntad de Jesús de abrir la puerta de Dios a todo el «pueblo de Israel» ante la inminente llegada del «reino». Por otra parte, la facultad de «atar y desatar», que debe leerse como la capacidad para mantener o borrar las faltas o pecados mediante el arre-pentimiento y el bautismo no la recibió Pedro en exclusiva ya que, según Jn 20,21-23, cuando Jesús resucitado se apareció a todos sus discípulos les indicó:
«Como me envió mi Padre, así os envío yo. Diciendo esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos»
Es obvio, por tanto, que esta facultad fue adjudicada a todos los discípulos presentes (de modo excluyente y limitado) o, más bien, a todos los seguidores de Jesús sin excepción, eso es a todas y cada una de las ekklesías o asambleas de creyentes.

Volviendo al versículo de Mt 16,18-19, veremos ahora algunos otros aspectos aún más interesantes para aclarar la impostura de la que tratamos en este capítulo. 

Si comparamos Mt 16,15-20 con los pasajes equivalentes de los otros evangelistas —Mc 8,27-30; Lc 9,18-22 y, en cierta medida, Jn 6,68-70—, observaremos que aunque la frase se repite textualmente en Marcos y Lucas (pero con añadidos diferentes, claro, está) y el sentido se conserva en Juan, en ninguno de ellos aparece rastro alguno del versículo concreto de Mt 16,18-19 con el fundamental nombramiento que Pedro recibe de Jesú; ¿resulta creíble que la inspiración divina se olvidase de comunicar a estos tres evangelistas la justificación del papel central que deberían jugar todos los papas de la Iglesia hasta el fin de los tiempos? Parece poco

probable que así sea. Por enésima vez, un texto clave para los intereses de la Iglesia católica sólo aparece en el fantasioso y falaz Evangelio de Mateo.

Otro detalle del texto comentado resulta capital para ven que se originó en una falsificación tardía: Pedro aparece afirmando con seguridad «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» y Jesús se lo ratificó ante todos los discípulos, pero, sin embargo, tanto Pedro como el resto de sus compañeros, tal como ya mencionamos, no sólo pensaban que Jesús era un simple profeta sino que no se creyeron en absoluto la noticia de la resurrección de Jesús,269 a tal punto que el resucitado, tras dos apariciones infructuosas, tuvo que reprenderles «su incredulidad y dureza de corazón» (Mc 16,14); en el propio texto de Mateo, a continuación de la tajante afirmación de Pedro, el mismo apóstol puso en duda el destino de Jesús y éste
tuvo que amonestarle (Mt 16,21-23).

Para justificar tanto despropósito sólo cabe suponer que Pedro y sus colegas eran unos desmemoriados de récord Guiness —¡mira que olvidarse que Jesús era el Hijo de Dios vivo!—, o que los relatos, incompatibles entre sí, de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, son meras invenciones, ya sean todos ellos o alguno en concreto: si fuera cierto el Pedro de Mateo no puede serlo el de los otros tres evangelistas (con lo que se contagia de falsedad todo el relato de la resurrección de Jesús), pero si es verosímil el de éstos y no el de Mateo, la Iglesia católica se queda sin coartada para sus papas.

Relatos falsos al margen, parece bastante claro que el versículo de Mt 16,18 —así como otros textos fundamentales de los Evangelios— fue añadido en una época cercana al concilio de Nicea (325) —donde, como ya señalamos, se seleccionaron los cuatro evangelios canónicos— y la razón es obvia: el versículo deslegitima, por boca del propio Jesús, la doctrina arriana (que fue la causa básica de ese concilio y acabó
siendo violentamente condenada en él).

Por otra parte, si Jesús hubiese designado a Pedro para ocupar una jerarquía superior al resto, habrían quedado múltiples rastros de ello, pero no sólo no ha sido así, sino que las evidencias históricas y neotestamentarias indican todo lo contrario. 

La primitiva Iglesia de Jerusalén, en la que Pedro fue uno de los personajes más destacados, no estuvo jamás bajo la dirección de éste sino de Santiago (Jacobo), hermano de Jesús.

Pedro tampoco apareció con mayor dignidad que sus compañeros en los listados de apóstoles que figuran en los Evangelios, tal como cabría esperar dada su presunta autoridad —que ya debería de haber estado pública y perfectamente asentada cuando se redactaron los textos neotes-tamentarios— y, en cualquier caso, cuando Pablo citó a quienes eran considerados «columnas» de la Iglesia, habló de «Santiago, Cefas [Pedro] y Juan», por este orden, y no tuvo el menor reparo en acusar a Pedro de hipócrita y reprenderle públicamente por falsear el evangelio. 

Además, Pedro tampoco se arrogó la máxima autoridad en su I Epístola —ni en la II, aun siendo ésta pseudoepigráfica—, cosa absurda si de verdad hubiese sido el primer papa. Resulta evidente, pues, que ni los apóstoles, ni Pablo, ni el propio Pedro afirmaron de este último lo que la Iglesia católica tiene la osadía de imponer.

Además de basarse en «la Confesión en Cesárea de Filipos», la Iglesia apoya su defensa del papado en el pasaje de Juan, conocido como «la triple confesión de Pedro», donde Jesús, aparecido a sus discípulos junto al mar de Tiberíades tras su resurrección, protagoniza la siguiente escena:
Juan 21,15-19
«Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Él le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Díjole: Apacienta mis corderos. Por segunda vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas.

Por  tercera vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase: ¿Me amas? Y le dijo: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Díjole Jesús: Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo:

Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas a donde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios».
Para valorar estos versículos en lo que valen hay que tener en cuenta que no fueron escritos hasta finales de la primera década del siglo II por Juan el Anciano, un griego que jamás conoció el entorno directo de Jesús, pero que sí sabía de la ejecución de Pedro, por lo que no le resultó difícil añadir la profecía de su martirio. 

Por otra parte, incomprensiblemente —de haber sido cierto este episodio— no se mencionó nada parecido en los textos de Marcos o Lucas, ¡ni tampoco en el de Mateo!, cuando no sólo suponía la designación de Pedro como cabeza máxima para extender el mensaje de Jesús sino que, mucho más importante aún, representaba la rehabilitación total del apóstol Pedro, envilecido a ojos del mundo tras haber negado cobardemente y por tres veces el ser discípulo de Jesús, un hecho que sí se refiere en los cuatro Evangelios sin excepción.

Si cuando Jesús le pidió a Pedro «apacienta mis ovejas» le estaba confiriendo el magisterio de la doctrina cristiana, es decir, estaba instaurando el papel de papa, tal como sostiene contra toda evidencia la Iglesia católica, no tiene el menor sentido que el mismo Jesús afirmara:
Juan 14,25-26
«Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho»,
Juan 16,12-15

«Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras.

Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo hará conocer».
En el peculiar Evangelio de Juan, que presenta una cristología muy diferente a la de los otros evangelios, Jesús dejó bien asentado que el magisterio doctrinal venía exclusivamente del Espíritu Santo, ¿cómo iba a pasarlo a Pedro, unos pocos versículos después, sin contradecir ni dañar gravemente la fe y la imagen que el propio nazareno tenía de sí mismo y de Dios? 

Como mínimo podía haber dicho que el magisterio futuro emanaría de Pedro (inspirado o no por el Espíritu Santo), pero ni fue así, ni nadie lo entendió de esta manera durante los primeros siglos de cristianismo.

El propio san Pablo es un ejemplo paradigmático, ya que no sólo no buscó jamás el magisterio de Pedro —ni tampoco el de la Iglesia de Jerusalén, cabeza de la herencia doctrinal de Jesús—, sino que se le enfrentó y predicó doctrinas totalmente opuestas. 

Resulta también evidente que si Pedro hubiese sido el primus ínter pares, tal como sostiene la Iglesia católica, hubiese resuelto su querella doctrinal con Pablo mediante una decisión de su autoridad, pero no fue él sino un concilio quien zanjó parcialmente la disputa.

Del concilio de Jerusalén, celebrado en el año 58, aparecen datos en Act 15 y su lectura muestra con claridad que el sínodo de «apóstoles y presbíteros» —en el que tomaron la palabra primero Pedro y luego Pablo y Bernabé, como partes, local y foránea respectivamente, en conflicto— fue presidido por Santiago, el hermano de Jesús, que en Act 15,13-22 aparece recapitulando lo dicho en la reunión y proponiendo la
solución que «pareció entonces bien a los apóstoles y a los ancianos, con toda la iglesia…». 

Y unos capítulos después, en Act 21,18, es de nuevo Santiago quien preside el consejo de presbíteros ante la presencia de Pablo (a Pedro no se le cita). Si alguien, pues, actuó como papa, en esos primeros tiempos, ése fue Santiago, pero jamás Pedro.

La palabra “Papa” ya era usada en religiones anteriores

La palabra latina Papa, que significa “Gran Padre“, tiene un trasfondo “pagano” religioso, como era de esperarse. 

En la Roma pagana de la antigüedad existían una gran variedad de cultos pertenecientes a diversos dioses, sin embargo, había un culto que destacaba en importancia con respecto a los demás, este era el de la diosa Gíbele, la “Madre de los dioses”. 

Su culto era antiquísimo, pues se le ha rastreado incluso hasta el período Neolítico (edad de piedra), con una civilización matriarcal asentada en la región de Catal Hüyük, cerca de la antigua ciudad de Iconio. Gíbele vino a Roma desde Frigia (Asia) y los romanos la llamaban Magna Mater, la Gran Madre.

La Gran Madre , por otro lado, tenía también un consorte, cuyo nombre era…Papas, que en el griego significa Gran padre.

Este era el nombre antiguo en Asia del consorte de Gíbele, pero los romanos después lo nombraron Attis (The Oriental Religions in Román Paganism, Franz Cumont, 1911, p.48).

Aquí salta a la vista, no obstante, una conexión muy evidente que resulta necesario mencionar. Es decir, Gíbele era la “Gran Madre” de los antiguos romanos, así como hoy en día la Virgen María es la “Madre de todos” los católicos romanos. 

Y Papas, el consorte o amante de Gíbele, viene a ser ahora el Papa Romano. Porque ¿acaso no son los papas romanos los que promueven la idolatría de María? Y, ¿acaso no son ellos también los que la han deificado a través de sus dogmas, como la Inmaculada concepción y la Ascensión de su cuerpo sin sufrir corrupción?.

Pontífice (Pontifex Maximus), titulo extraído de otras religiones

El término Pontifex significa literalmente “constructor de puentes” (pons + facere), Maximus significa literalmente ‘el máximo’. 

Esto podría significar “constructor de puentes entre los dioses y los hombres”, aunque tal vez fuera entendido en sentido literal, pues el cargo de constructor de puentes era muy importante en Roma, donde los mayores puentes se encontraban sobre el Tíber, el río sagrado (y al mismo tiempo una deidad); solamente las mayores autoridades, con funciones sacras, eran autorizadas a “molestarlo” con añadidos mecánicos. 

Otra versión (Marcel Mauss) era que el puente suponía romper el orden natural (ordo rerum), pues se cruzaba un río a pie enjuto, en vez de mojarse, para lo que hacía falta un sacerdote que aplacase la ira de los dioses. 

Además, el término también se podía entender en su sentido simbólico: los pontífices eran los que establecían un puente entre los dioses y los humanos (Van Haeperen). 

También ha sido señalado que en la antigua India se utilizaban conceptos similares en la misma época, idealizando la cuestión de ríos y puentes.

Fue propuesto que la expresión es una corrupción de una palabra etrusca para “sacerdote”, con sonoridad similar, aunque etimológicamente no relacionada, pero esta teoría cuenta con apoyo minoritario.

El colegio de pontífices (Collegium Pontificum) era el más importante cargo de sacerdocio de la Roma Antigua. La fundación de este colegio sagrado es atribuida al segundo rey de Roma, Numa Pompilio, con el objetivo de servir como ente consejero del rey en todo lo concerniente a la religión.

El colegio era dirigido por el pontifex maximus y todos los pontífices ejercían su cargo de por vida.

Antes de la fundación de la institución, todas las funciones administrativas y religiosas así como el poder eran ejercidos por el rey.

La muerte de Pedro en Roma no se sostiene por ningún lado.

Aunque no se tiene ningún dato fiable al respecto, la tradición católica afirma que Pedro y Pablo, oponentes hasta el fin en defensa de sus respectivas visiones doctrinales —judeocristiana la del primero y gentil la del otro—, encontraron juntos la muerte en Roma durante las ejecuciones masivas de cristianos que ordenó Nerón tras el gran incendio de la capital en el año 64. 

Pero, si queremos ser rigurosos con la historia, hay que poner en duda hasta la posibilidad de que Pedro hubiese estado nunca en Roma.

Sólo en la primera epístola de Clemente a los corintios, escrita a finales del siglo I, y en un texto de Ignacio de Antioquía, se menciona de pasada y sin precisión que se creía que Pedro había muerto en Roma.

Más tarde, hacia el año 170, Dionisio de Corinto atestiguó que Pedro estuvo en Roma, pero tanto lo tardío del texto como la lejanía entre Corinto y la capital, como el hecho de que Dionisio asegure que la Iglesia de Roma y la de Corinto fueran fundadas conjuntamente por Pedro y Pablo (un aspecto que desmienten rotundamente los propios textos paulinos), le quitan cualquier credibilidad a esta fuente.

En los Hechos de los Apóstoles no se dice nada del supuesto viaje y muerte de Pedro en la capital del Imperio. A más abundamiento, cuando Pablo escribió su Epístola a los Romanos mandó saludos personales a veintisiete personas (Rom 16,1-24), pero ¡ninguna de ellas era Pedro!

Sería absurdo suponer que Pablo ignoraba que su colega estaba en Roma si efectivamente hubiese sido así o que le negase un mero saludo protocolario. 

Al escribir desde Roma sus últimas epístolas, Pablo tampoco mencionó en ningún momento que Pedro ocupase el cargo de obispo u otro cualquiera en esa ciudad, ni se dio por enterado de que pudiese estar, vivo o muerto, en Roma.

La Iglesia de Roma fue fundada por personas de las que no se tiene ningún dato, pero a mediados del siglo II, a pesar de contar con unos treinta mil miembros, nadie de esa comunidad había dejado constancia ninguna de la supuesta estancia de Pedro en su ciudad. 

Además, el título de patriarca, como sinónimo de «obispo superior» —y reservado, desde el siglo V, a los dirigentes de Alejandría, Antioquía, Constantinopla, Jerusalén y Roma— apareció mucho más tarde en Roma que en Asia Menor o Siria. 

Por otra parte, tampoco ninguna evidencia histórica o arqueológica ha podido encontrar indicio alguno de la estancia o muerte de Pedro en Roma.

Ninguna prueba arqueológica: La tumba de Pedro es falsa

A pesar de que el 26 de junio de 1968 el papa Paulo VI anunció que «las reliquias de san Pedro han sido identificadas de una manera que Nos podemos considerar como convincente», tal suposición carece de toda base científica y se fundamenta en una de las investigaciones arqueológicas más lamentables del siglo.

Siguiendo la pista de la tradición que sitúa la tumba de Pedro en la Vía Apia o debajo de la iglesia de San Pedro, el Vaticano decidió realizar una excavación arqueológica bajo ) la cúpula de San Pedro. 

Los trabajos, dirigidos por el prelado Kaas y realizados entre 1940 y 1949, fueron conducidos por el arqueólogo Enrico Josi, el arquitecto Bruno Apolloni-Ghetti y los jesuitas Antonio Ferrua y Engelbert Kirschbaum. Finalmente, en la Nochebuena de 1950, el papa Pío XII anunció que se había encontrado la tumba del «príncipe de los apóstoles» bajo la iglesia romana.

La excavación había dado con una veintena de mausoleos y dos criptas relacionadas con el santuario pagano de la diosa Cibeles, que estuvo localizado junto a ese lugar, pero eso bastó para elaborar un informe que afirmaba «haber encontrado, sin género de duda, el lugar donde fue enterrado Pedro, pero no se ha encontrado la tumba del apóstol».280 

Ante tamaño despropósito, la crítica científica seria, después de analizar los resultados de la excavación, le quitó cualquier credibilidad al supuesto hallazgo.

El propio Engelbert Kirschbaum se vio forzado a rechazar sus rotundas conclusiones anteriores y a admitir que «varias piezas podrían interpretarse también de otro modo», «que solamente tenemos el lugar,  la ubicación de la tumba del apóstol, y no los componentes materiales de la misma», «que no hay modo de saber [en una tumba antigua] quién estuvo allí enterrado», que el informe inicial no estuvo «exento de errores», que en él hay «defectos en la descripción» y «mayores o menores contradicciones», etc.

Con un malabarismo final, Kirschbaum, anteponiendo su fe a su ciencia, escribió:
«¿Se ha encontrado la tumba de Pedro? Respondemos: se ha encontrado el tropaion de mediados del siglo II, pero la correspondiente tumba del apóstol no se ha “encontrado” en el mismo sentido, sino que se ha demostrado, es decir, mediante toda una serie de indicios, se ha deducido su existencia, aunque ya no existan “partes materiales” de esta tumba original.»
Esta vez la inspiración divina había entrado en el campo de la arqueología con un razonamiento tan peculiar como el siguiente: no hemos encontrado absolutamente

nada, pero como hemos localizado otras cosas que nada tienen que ver, demostramos que esta nada es la prueba de que allí estuvo lo que buscamos. Así se elabora la ciencia católica.

Cuando el papa Paulo VI anunció como «convincente» el hallazgo de los restos de Pedro, el antropólogo Venerando Correnti, tras haber analizado las piernas del vecchio robusto, los supuestos huesos del apóstol, ya había hecho público su dictamen identificando los restos como pertenecientes a tres sujetos diferentes, entre los cuales quasi certamente se encontraban los de una mujer anciana de unos setenta años de edad. Pero los católicos, que están obligados a creer al Papa aunque se aparte de la verdad objetiva, siguen peregrinando a Roma para rendir homenaje a san Pedro ante una tumba en la que jamás estuvo.

El primer Papa romano; una lucha por seguir con el poder y el control del imperio

La aparición del primer Papa oficial, por otro lado, no fue algo que sucedió de la noche a la mañana.

Más bien implicó un proceso de varios siglos a través de los cuales se fueron dando una serie de circunstancias que propiciaron finalmente la aparición de esta figura tan nefasta.

Con la ejecución de Pablo y Pedro (en donde quiera que fuese) desaparecieron las dos figuras más influyentes del protocristianismo, pero la cabeza rectora de la herencia doctrinal de Jesús nunca estuvo en esos personajes, ni tan siquiera en Roma; la Iglesia primitiva, como ya vimos, estuvo dirigida por un consejo o sanedrín presidido por Santiago, al que, tras su ejecución, hacia el año 62, sucedió Simeón, hijo de Cleofás y primo de Jesús. 

Y si bien es cierto que a partir del año 70 la Iglesia judcocristiana de Jerusalén perdió rápidamente su autoridad, en especial sobre los cristianos helenos, también lo es que en esa década la iglesia de Roma no era más que una especie de anexo exterior de la sinagoga judía donde se encontraban los cristianos que, en lo personal, seguían llevando el estilo de vida judío anterior a su conversión.

Con la brutal persecución de los cristianos por Nerón y la derrota de los judíos en su guerra contra Roma, las comunidades judeocristianas se atomizaron y diseminaron, creando diferentes ortodoxias, enfrentadas entre sí, y volviendo absolutamente imposible cualquier «línea sucesoria», aunque, de haberla, ésta tendría que haber sido dentro del judaismo —puesto que ésa era la línea doctrinal de Jesús, de sus doce apóstoles, incluido Pedro, y de las primitivas iglesias de Jerusalén y Roma—, pero jamás cabría esperar encontrarla en el seno del catolicismo romano que se institucionalizó a partir del Edicto de Milán

(313) del emperador Constantino.

La sucesión Papal y la falsificación de documentos

Tal como documenta y expone Karlheinz Deschner, al tratar de las ficciones históricas:
«se conocían sucesiones y cadenas de tradiciones en las escuelas filosóficas, entre los platónicos, los estoicos, los peripatéticos, se conocían en las religiones egipcia, romana y griega, que a menudo se remontaban a un mismo dios, se las conocía desde hacía mucho tiempo, mucho antes que en casi todos los países cristianos la afirmación de la sucesión ininterrumpida en el cargo de los obispos desde el día de los apóstoles, la pretendida sucesión apostólica, condujera a grandes maniobras de engaños. Pues precisamente por alejarse cada vez más dogmáticamente de los orígenes, se buscaba conservar la apariencia de semper idem, se engañaba por doquier con falsificaciones drásticas de una tradición apostólica que prácticamente nunca existió.»
La doctrina de la successio apostólica en aquellas antiguas sedes episcopales fracasaba simplemente porque en muchas regiones, siempre que es posible determinarlo, al comienzo de la cristiandad no había ningún cristianismo “ortodoxo“.

En gran parte del Viejo Mundo, en el centro y el este de Asia Menor, en Edesa, Alejandría, Egipto, Siria, en el judeocristianismo fiel a las leyes [mosaicas], los primeros grupos cristianos no son ortodoxos, sino “heterodoxos”.

Claro que allí no constituían una situación sectaria, no eran una minoría “hereje”, sino el cristianismo “ortodoxo” preexistente.

»Sin embargo, por la ficción de la transmisión apostólica, para poder legitimar en todos sitios el obispado mediante una sucesión ininterrumpida, se acudió a la falsificación, sobre todo en las sedes episcopales más famosas de la Iglesia antigua. 

Casi todo es simple arbitrariedad, se ha inventado a posteriori y se ha construido con evidentes manipulaciones. 

Y naturalmente, la mayoría de los “herejes” se sirvieron de otras falsificaciones, como los artemonitas, los arríanos, los gnósticos como Basílides, Valentino o el Ptolomeo valentiniano. 

Los gnósticos incluso se remitieron a la transmisión antes que la futura Iglesia católica, que creó sus primeros conceptos de la tradición para combatir a la más antigua de las “herejías”, ¡asumiendo precisamente el procedimiento justificativo gnóstico!

»Por lo que respecta a Roma, la falsificación de la serie de obispos de la ciudad —hasta el año 235 todos los nombres son inciertos y para los primeros decenios producto de la pura arbitrariedad— se hizo en relación con la aparición del papado (lo mismo que con la falsificación de Símaco). 

Y puesto que, con el recuerdo de Pedro, y con la falsa lista de obispos basada en él, Roma obtuvo unas ventajas colosales, Bizancio se opuso a la falsificación romana, pero bastante tarde, ya en el siglo IX.»

La lista oficial de los primeros obispos de Roma, eso es papas, que proclama la Iglesia católica es la siguiente:
  • Pedro (67-68)
  • Lino (67-76)
  • Cleto o Anacleto (76-88)
  • Clemente I (88-97)
  • Evaristo (97-105)
  • Alejandro I (105-115)
  • Sixto I (115-125)
  • Telesforo (125-136)
  • Higinio (136-140)
  • Pío I (140-155)
  • Aniceto (155-166)
  • Sotero (166-175)
  • Eleuterio (175-189)…
  • Liberio (352-366).
El listado procede de un supuesto catálogo —Catalogus Liberianus, aparecido en el año 354—, encontrado por historiadores católicos y que hace remontar sus primeros datos a los días del papa Eleuterio,283 pero no hay base alguna para apoyar su autenticidad y la práctica totalidad de los personajes citados son de dudosa existencia real—dándose la más que sospechosa coincidencia de que todos ellos aparecen como ajenos al mundo

judío—y la crítica histórica no acepta los escasos datos biográficos que se les atribuye en el Líber Pontificalis, el libro oficial de los papas.

En cualquier caso, resulta imposible mantener la ficción eclesiástica de la sucesión apostólica, tal como hace la Iglesia, si, además de lo recién mencionado, tenemos en cuenta el relato neotestamentario en,el que se explica cómo, al emprender la sustitución del ahorcado Judas por Matías, se puso como condición, para quien optara a ser admitido dentro del círculo apostólico, la de ser un varón que hubiese acompañado a los once apóstoles «todo el tiempo en que vivió entre nosotros el Señor Jesús, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que fue arrebatado en alto de entre nosotros, uno que sea testigo con nosotros de su resurrección» (Act 1,21-22).

¿Cómo puede nadie declararse sucesor de los apóstoles si ninguno más que ellos puede cumplir los requisitos señalados y su testimonio personal —lo que supuestamente vieron y vivieron— no es heredable?284 ¿Qué papa, en toda la historia de la Iglesia, convivió con Jesús o le vio ascender al cielo?

Si repasamos las diferentes tradiciones cristianas de successio apostólica, basadas todas ellas en listas tan falsificadas como la de Roma, veremos que el patriarcado de Bizancio fue fundado por el apóstol Andrés; la iglesia de Alejandría por Marcos; la iglesia de Corinto y Antioquía por Pedro; la iglesia armenia por Tadeo y Bartolomé (y hasta por el propio Cristo, según un intercambio de cartas entre el príncipe Abgar Ukkama de Edesa y Jesús, falsificado alrededor del año 300); el obispado de Aquilea reclamaba el título de patriarcado por tener su origen en Marcos; desde el siglo V, muchas sedes episcopales de España, Italia, Dalmacia, países Bálticos, la Galia y la Bretaña también acudieron a la falsificación de listas sucesorias para demostrar su fundación apostólica y poder reclamar de este modo un estatus prioritario sobre otras ciudades… y así un largo etcétera.

Tales comportamientos reprensibles no fueron, sin embargo, actos aislados, ni mucho menos, ya que durante los primeros siglos de cristianismo y de catolicismo fue absolutamente corriente falsificar todo tipo de documentos con tal de dotarse de poder y/o legitimidad doctrinal. 

El propio blo, acusado de emplear  engaños para defender su visión del cristianismo, se justificó diciendo:
Romanos 3:7

«Pero si la veracidad de Dios resalta más por mi mendacidad, para gloria suya, ¿por qué voy a ser yo juzgado pecador»
En aquellos siglos fueron legión los que adoptaron en la práctica lo que Orígenes, el gran teólogo cristiano, puso por escrito cuando formuló su teoría de la mentira económica o pedagógica basada en el plan divino de la salvación; Orígenes defendió la función cristiana del engaño cuando postuló la necesidad de una mentira (necessitas mentiendi) como condimento y medicamento (condimentum atque medicamen)

Uno de los documentos falsificados que más rentabilidad ha aportado a la Iglesia católica es el famoso decreto conocido como La Donación de Constantino —Constitutum Constantini o Privilegium Sanctae Romanae Ecclesiae—, fechado el 30 de marzo del año 315. En este texto, que se presentó como redactado por el propio Constantino, al margen de relatar su proceso de conversión, por obra del papa Silvestre, el emperador dejó sentado que:
«tanto más cuanto que nuestro poder imperial es terrenal, venimos en decretar que su santísima Iglesia romana será venerada y reverenciada y que la sagrada sede del bienaventurado Pedro será gloriosamente exaltada aun por encima de nuestro Imperio y su trono terreno. (…)

Dicha sede regirá las cuatro principales de Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén, del mismo modo que a todas las iglesias de Dios de todo el mundo. (…) Finalmente, hacemos saber que transferimos a Silvestre, papa universal, nuestro palacio así como todas las provincias, palacios y distritos de la ciudad de Roma e Italia como asimismo de las regiones de Occidente».
Su ubicación en Roma, capital del imperio, una estrategia política y militar.

El hecho que la iglesia en Roma estuviese ubicada en la capital del imperio, le confirió inmensas ventajas con respecto a otras iglesias también importantes, como ciertamente lo eran Antioquía y Alejandría.

Estas ventajas consistían, por ejemplo, en que la iglesia en Roma podía intervenir ante las autoridades imperiales en favor de las otras iglesias, o representándolas, por causa de tener contactos con el gobierno.

También, por su posición estratégica, empezó a prosperar económicamente y adquirir prestigio eclesiástico. Como consecuencia, la posición del obispo de la iglesia en Roma se consolidó y éste empezó a asumir la autoridad que le confería el ser la cabeza de la iglesia Romana.

No obstante, todavía durante el reinado de Constantino (313-337), cuando el Cristianismo ya se había convertido en la religión oficial del imperio Romano, el obispo romano era todavía simplemente un obispo más entre los obispos de las demás iglesias. 
 
Pues Constantino, como ya vimos anteriormente, era Obispo de obispos, Pontifex Maximus, y Vicario del Cristianismo.

No fue sino hasta después de la muerte del emperador Constantino (337 d.C.) cuando los obispos romanos -en forma tentativa- se atrevieron a empezar a reclamar una posición de prestigio, influencia, y autoridad para sí mismos. 

Y, las características doctrinas falsas respecto a la primacía del papado, empezaron también a ser sistemáticamente formuladas.

La evidencia histórica muestra que el incentivo básico que motivó al obispo de Roma - todavía no se llamaba Papa- el empezar a formular sus “derechos” y primacía sobre otras iglesias, fue el hecho que vio su posición amenazada por las ambiciones del obispo de la “nueva Roma“(en griego Νέα Ῥώμη, en latín Nova Roma), es decir, Constantinopla, ciudad conquistada y reformada por Constantino y a la que Constantino proclamo capital del imperio (330–395),

Las luchas interiores para ostentar el poder

Las ambiciones del obispo de la “nueva Roma” salieron a la luz en el Concilio de Constantinopla (año 381), segundo concilio ecuménico, donde el entonces obispo de Roma, Dámaso I, no fue invitado. Allí se decretó que el obispo de Constantinopla debía tener el primer rango después del obispo de Roma, “porque Constantinopla es la nueva Roma”.

El propósito era, sin duda, darle a Constantinopla una posición en el imperio del Este que estuviese por encima de Antioquía y Alejandría; y Roma, por supuesto, no sería afectada (The Chair ofPeter; A History ofthe Papacv; F. Gontard, 1965, p. 116). Dámaso reaccionó inmediatamente, y en el año 382 un sínodo romano declaró -con obvia referencia a la decisión del año previo- que la iglesia Romana debía su primacía no a los decretos de un sínodo, sino a los poderes comisionados a Pedro por Cristo. Roma era, según Dámaso, “la primera Sede (silla o trono) del apóstol Pedro (Ibid.)” Dámaso también añadió el término “apostólica” al nombre de la iglesia Romana; y, en su afán de reclamar suprema autoridad espiritual para sí mismo, fue el primero en apropiarse de las palabras dichas a Pedro por Cristo: “Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi iglesia” (A Woman Rides the Beast, Dave Hunt, 1944, p.102).

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Representaciones de Roma y Constantinopla, ciudades rivales una vez dividido el imperio Romano
Esta afirmación de Dámaso, por cierto, no fue aprobada por dos supuestos grandes teólogos católicos contemporáneos de Dámaso: “San” Agustín y “San” Ambrosio. San Pedro, escribió Ambrosio, “tenía una primacía de confesión, no de oficio; una primacía de fe, no de rango “.

Sin embargo, los sucesores de Dámaso en Roma se aferraron neciamente, y, por consecuencia, continuaron desarrollando las doctrinas que apoyaban la posición “especial” del obispo de Roma. 

Esto de tal manera que el sucesor inmediato de Dámaso, Siricio, fue el primero en llamarse “Papa”, como lo atestiguan los mismos historiadores católicos romanos en sus crónicas de los papas. Sin duda, la intervención de Dámaso en la historia del desarrollo del papado, jugó un papel muy importante.

Pero no solamente por lo expuesto anteriormente, sino también porque él fue el primer obispo romano en recibir el nombramiento de Pontifex Maximus, Sumo Sacerdote de los Misterios Paganos:

En el año 382 el emperador Graciano ordenó que el Altar de Victoria (diosa que personificaba el triunfo en la mitología romana. 

Esta diosa fue plagiada de la diosa Niké griega) fuese destruido. Hasta ese entonces los senadores habían tomado el juramento de lealtad al imperio sobre ese altar (dicho altar fue construido por Augusto para conmemorar la victoria sobre Accio). 

Y, antes de empezar sus sesiones, cada uno de ellos quemaba un grano de incienso sobre el altar. Cuando el Senado, que en su mayoría era pagano, fue informado del edicto imperial, mandaron una comitiva a Milán para que se entrevistara con Graciano. 

La comitiva llevaba consigo la túnica de Ponitfex Maximus, la cual intentaban presentar al emperador.

Y el emperador, por su parte, debía recibir el título y la túnica, pues pensaban que el sentimiento amistoso así inducido haría que el emperador cambiase de opinión. Sin embargo, el emperador terminó rechazando la túnica y el título, afirmando que resultaba impropio para un emperador cristiano (Gontard, op.cit., p.120).

Cuando el emperador Graciano rechazó el título y rito de iniciación de Pontifex Maximus, que le correspondía a él por causa de ser el emperador romano en turno, el puesto obviamente quedó vacante y fue tomado entonces por el obispo romano Dámaso. 

Definitivamente alguien tenía que ocupar la vacante, pues los paganos en el imperio Romano todavía eran muchos en número, como lo atestigua el historiador Gibbon en su extensa obra Decline and Fall of the Román Empire (1781, vol.V, cap. 28, p.87):
“La imagen y altar de Victoria fueron removidos de la casa del Senado, pero el emperador dejó las estatuas de los dioses que estaban expuestas a la vista del público; 424 templos todavía permanecían para satisfacer la devoción de la gente, y por todas partes en Roma la moral de los cristianos era ofendida por los olores de los sacrificios idolátricos”.
El obispo romano Dámaso, por otro lado, duró poco tiempo oficiando como Pontifex Maximus. 

Ya que el emperador Graciano rechazó el nombramiento en el año 382 y Dámaso murió en 384.

Sin embargo, es necesario hacer notar que esta TRANSFERENCIA del oficio de Pontifex Maximus del emperador a un obispo romano. 

Había conseguido que el obispo romano, en su afán de poder, consintiera en aceptar el puesto vacante de Pontifex Maximus, Sumo Sacerdote de los Misterios Paganos; oficio que, por causa de ir contra la moral cristiana, el mismo emperador había rechazado.

De esta manera el obispo romano quedaba completamente bajo su control y poder, como todos los demás Pontífices anteriores habían estado.

El obispo romano celosamente se encargó de introducir el Paganismo dentro de la Iglesia. Los paganos, por otro lado, empezaron a ser aceptados en la Iglesia sin cambiar sus creencias y prácticas; y, ante sus ojos, ahora el obispo romano era el legítimo representante de su larga línea de Pontífices (The Two Babylons or the Papal Worship, Alexander Hislop, 1916, p.252).

Ahora bien, por lo que respecta al carácter moral de Dámaso, el testimonio histórico nos habla de un hombre sumamente corrupto. 

Pues habiendo sido inicialmente diácono, y para conseguir posteriormente el obispado de Roma, tuvo que disputárselo a otro diácono rival de nombre Ursino.

Ambos, Dámaso y Ursino, habían conseguido cada uno por su parte obispos que los consagraran. 

Uno de estos obispos pertenecía a la ciudad de Tibur, y el otro pertenecía al puerto de Ostia. Dámaso, que era español, llegó a acumular bastante dinero, el cual obtenía hábilmente extrayéndolo de damas ricas. 

Con el dinero así obtenido, contrató una banda de empleados de circo, entre los que se encontraban luchadores, corredores de caballos, y otros hombres violentos con los que atacó a los seguidores de Ursino.

La batalla empezó en la calle, después los seguidores de Ursino se encerraron en la recién construida basílica de Santa María la Mayor, conocida como “Nuestra Señora de la Nieve”.

La gente de Dámaso trepó al techo, hizo un agujero, y empezó a bombardear a los ocupantes con tejas y piedras. Otros, mientras tanto, estaban atacando la puerta principal. 

Cuando ésta cayó, se desarrolló una sangrienta lucha que se prolongó por tres días. Al final, 137 cadáveres fueron removidos, todos pertenecían a seguidores de Ursino (Vicars of Christ: The DarkSide ofthe Papacy; Peter De Rosa, 1988, p.38). 

Dámaso, una vez habiendo obtenido la victoria sobre su rival, fue confirmado como obispo de Roma en el año 366. Ursino, por su parte, no se había dado aún por vencido y consiguió que Dámaso, ya como obispo de Roma, compareciese ante la corte imperial.

Se le acusaba de instigación al homicidio y de financiar y organizar una guerra civil entre los cristianos de Roma. Dámaso se las arregló para que los testigos de la parte contraria fuesen torturados, y, finalmente, fue absuelto. Ursino y sus seguidores terminaron después siendo desterrados a la Galia (Francia).

El hecho que Dámaso y Ursino se hubiesen peleado por el titulo de obispo de Roma, era porque evidentemente representaba una posición sumamente lucrativa. Cuando en una ocasión un prefecto de Roma -el cual tenía muchos títulos religiosos- fue confrontado por Dámaso para que se convirtiese, el hombre respondió: “Por supuesto, si me haces obispo de Roma” (Gontard, op.cit., p.l 13).

Un escritor de ese entonces, el historiador Amiano Marcelino, sugirió que definitivamente se llevaba a cabo una reñida competencia por esa posición tan lucrativa:
“Porque una vez ganado el puesto, el individuo puede disfrutar en paz una buena fortuna asegurada por la generosidad de matronas; puede trasladarse en carruaje y vestirse con magníficas ropas; y dar banquetes cuyo lujo supera el de la mesa del emperador” (De Rosa, op.cit., p.39).
Se podría decir que a partir de Dámaso, los papas romanos empezaron a enriquecerse en gran manera y a poseer grandes extensiones de tierra. 

Esto aunado al hecho que al cambiar Constantino la capital del imperio al Este (Constantinopla), no quedó ningún emperador que gobernase en el Oeste, creándose así un gran vacío político, administrativo, y emocional. 

Vacío que el Papa estuvo más que dispuesto a llenar, convirtiéndose, gradualmente, en la potencia más grande de Italia y de Europa Occidental, y lo siguió siendo durante toda la Edad Media.

Los atributos, títulos y leyes son cambiados a gusto del Papa

Aproximadamente sesenta años después de Dámaso aparece el Papa León I (440-61), el cual ocupa un lugar importante en la historia de los papas, pues llevó teóricamente la doctrina de la primacía del papado lo más lejos posible.

Este Papa consiguió que, por causa de sus servicios diplomáticos prestados al imperio, el emperador romano Valentiniano III confirmara finalmente la primacía del obispo de Roma sobre todas las demás Sedes. 

Una vez logrado esto, León entonces proclamó que la primacía de Roma -reconocida ahora políticamente- sería heredada por todos sus sucesores (Gontard, op.cit., pp.137, 138). 

Además, fortaleció y exaltó su Sede en Roma refiriéndose a sí mismo como “Pedro en la silla de Pedro“; afirmó poseer plenitud de poder (plenitudo potestaíis); y se consideraba incluso el “gobernador del Universo“.

El papa León I el Grande (440-461) no sólo no se consideró infalible a sí mismo, sino que proclamó por escrito que el emperador contemporáneo y homónimo León I —que al igual que otros monarcas de la época recibía los títulos de pontifex, «heraldo de Cristo», «custodio de la fe», etc.— sí que lo era. «Sé que estáis más que suficientemente iluminado por el espíritu divino que mora en Vos», le expresó el papa al rey. 

De hecho, el emperador León I, haciendo uso de la infalibilidad que le había otorgado el propio papa respecto a las cuestiones de doctrina católica, tenía plena autoridad para derogar incluso los dogmas salidos de concilios.

En esos días, muchos prelados aplicaban también al emperador León I los versículos de Mt 16,18, base sobre la que la Iglesia católica sostiene su pontificado y la línea sucesoria desde Pedro.

León también fue el primer Papa en adjudicarse, para su propia conveniencia, el texto

bíblico de Mateo 16:19 donde Jesús supuestamente le entrega a Pedro las llaves del reino de los cielos y el poder de atar y desatar. 

Tal autoridad, no obstante, no fue conferida solamente a Pedro, pues dos capítulos más adelante, en Mateo 18:18 el Señor da la misma autoridad a todo el grupo de discípulos. 

Y después, en los versículos siguientes 19 y 20 del mismo capítulo, vemos que se  extiende este derecho a TODOS los creyentes.

Otra contribución principal de León a la teoría del papado, consistió en hacer una distinción entre persona y oficio. 

Es decir, él afirmaba que aunque un Papa fuese pecaminoso, esto no afectaba el carácter Petrino del papado. Una distinción leonina que resultó de gran ayuda después para los papas, pues así justificaron todo tipo de inmoralidad entre ellos. 

Durante el reinado de León también se vio, por primera vez, el nefasto primer ejemplo de interacción entre la Ley Canóniga y la ejecución de la Ley Civil. Pues a todas las ordenanzas del Papa se les dio fuerza legal, de tal manera que todo aquel que no se sometiera a la Iglesia, se convertía entonces en un hereje; y, por lo tanto, sujeto al edicto de las leyes de herejía del imperio (Ibid.).

La Iglesia Católico Romana, mas no apostólica, pues no desciende de los apóstoles sino de los emperadores romanos, formó su estructura en base al patrón organizativo del mismo imperio romano, como puede apreciarse abajo en el dibujo:

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Después de la caída del imperio Romano del Oeste, en el año 476, los papas asumieron el papel de los emperadores y el “MATRIMONIO” de la Iglesia con el mundo se consumó. 

De ser perseguida, ahora la Iglesia se había convertido en el principal persecutor, y no sólo en asuntos religiosos, sino también en cualquier forma de libertad de conciencia, como más adelante veremos en otro capítulo. 

Peter De Rosa, en su libro Vicars of Christ: The Dark Side of the Papacy (1980,p.34) describe esto elocuentemente:
“El tiempo no está lejos cuando los sucesores de Pedro no serán los sirvientes sino los amos del mundo. Se vestirán de púrpura como Nerón y se llamarán a si mismos Pontifex Maximus. Se referirán al hombre pescador como ‘el primer Papa’, y apelarán no a la autoridad del amor, sino al poder investido en él (Pedro) para actuar como Nerón actuó.

Desafiando a Jesús, los cristianos harán a otros lo que les han hecho a ellos, y peor aún harán. La religión que se enorgullecía de haber triunfado sobre la persecución por medio del sufrimiento, se convertirá en la fe más perseguidora que el mundo ha visto.

Perseguirán incluso a la raza de la cual Pedro y Jesús provinieron. Ordenarán en el nombre de Jesús que todos los que no estén de acuerdo con ellos sean torturados, y algunas veces crucificados sobre fuego. Harán una alianza entre el trono y el altar; e insistirán que el trono es el guardián del altar y garantizador de la fe. Su idea será que el trono (el Estado) imponga su religión en todos sus súbditos.

Sin molestarles que Pedro mismo se opuso a tal alianza y que por causa de ello murió. Tres siglos después que el apóstol murió en la Colina del Vaticano, la Iglesia, a pesar de la persecución, creció en fuerza hasta que vino el día en que fue tentada a echar su suerte con César”
La elección de los siguientes Papas, toda una carrera de corrupción, engaños, manipulación, conspiraciones y asesinatos.

En el procedimiento de elección de los papas también pa-rece haber más mano humana que divina, al menos eso puede deducirse si recordamos que durante el primer milenio el pontífice era elegido por el clero y el pueblo romano hasta que el papa Nicolás II, en el año 1059, a fin de evitar las injerencias del poder político civil, encomendó a los cardenales dicha función, dejando a los anteriores electores la sola prerrogativa de poder aclamar al nuevo (que debía pertenecer al clero romano y ser designado preferentemente en Roma). 

Alejandro III, en 1179, estableció que para la elección era necesario sumar las dos terceras partes de los votos; y, final-mente, Paulo VI excluyó del electorado activo a los cárdena-les mayores de ochenta años. Resulta desconcertante que se le pongan condiciones de Corte sociopolítico a una elección que, según la Iglesia, deriva de la inspiración del Espíritu Santo sobre el cónclave.

¿Es que el Espíritu Santo no es capaz de inspirar a todos y se le facilita el trabajo rebajando algo el número de los prosélitos necesarios? ¿Es que los más ancianos no son inspirables? 

Y si hay cardenales sordos al Espíritu Santo, ¿qué demonios hacen dirigiendo el magisterio católico y participando en un cónclave?

A pesar de que el papado católico presume de tener un claro y sólido origen petrino, la propia historia de la Iglesia desmiente tal presunción. 

Contra toda lógica, dado que se afirma que Jesús concedió la autoridad primacial a Pedro «y sus sucesores», durante los primeros siglos del cristianismo no hubo ninguna doctrina del primado, aunque de hecho el obispo de la capital del imperio gozase de un notable prestigio. 

Fue a partir de la influencia del derecho romano y del estatuto del emperador, y de una serie de situaciones socio-políticas peculiares —como el enfrentamiento entre Roma y Bizancio, que llevó a una situación bicéfala, o la alianza con los francos, sellada por la coronación de Carlomagno el día de Navidad del año 800—, que acabó por consolidarse dentro de la Iglesia católica el concepto de plenitudo potestatis, que hacía emanar todo el poder del papa y reservó para su exclusiva denominación títulos como summus pontifex y vica-rius Christi que en su origen eran propios de los cargos episcopales.

«El primero en remitirse a Mt 16,18 es, desde luego, el des-pótico Esteban I (254-257). 

Con su concepción jerárquico-monárquica de la Iglesia, más que episcopal y colegiada, es en cierta medida el primer papa, aun cuando no dispongamos de ninguna afirmación suya a ese respecto. 

Sin embargo, el influyente Firmiliano, obispo de Cesárea de Capadocia, reaccionó de inmediato. Según el Lexikon für Theologie und Kirche, no reconoce “ninguna primacía de derecho del obispo dé; Roma“. 

Firmiliano más bien censura a aquél, que se vanagloria de su posición y cree “tener a su cargo la sucesión de Pedro” (successionem Petri tenere contendit).

Acto seguido, habla de la “insensatez tan fuerte y notoria de Esteban”, y en un apostrofe inmediato le llama “sckismaticus”‘, que se separa a sí mismo de la Iglesia. 

Le echa en cara su “audacia e insolen-cia” (audacia et insolentia), “ceguera” (caecitas), “estupidez” (stultitia). Irritado, le compara con Judas y afirma que da “mala fama a los santos apóstoles Pedro y Pablo”.»

Grandes personajes de la Iglesia como Orígenes —«todos [apóstoles y fieles] son Pedro y piedras y sobre todos ellos está construida la Iglesia de Cristo»295— o el propio san Agustín —con su famosa sentencia «Sumus christiani, non petriani» («Somos cristianos, no petrianos»)— se han mostrado abiertamente en contra de la figura del primado romano.

Y en todos los concilios de los primeros siglos el obispo de Roma no era más que otro de los asistentes sin mayor facultad que la de poder emitir un voto de igual valor al de sus colegas de otros episcopados. 

Además, no eran ni los obispos ni ningún supuesto papa quienes tenían la facultad de convocar los concilios, ya que ésta era una potestad del emperador. 

Tal como escribió, a mediados del siglo V, el historiador de la Iglesia Sócrates:
«Desde que los emperadores comenzaron a ser cristianos, las cuestiones de la Iglesia dependen de ellos, y los principales concilios se han celebrado y celebran a su arbitrio.»
¿Debemos pensar que el poder de Pedro se había tomado unos siglos de vacaciones antes de aparecer en público? Y si fue así, ¿cómo pudo recuperarse luego la línea sucesoria?

Si, además, repasamos los listados de papas, en especial los cuarenta y seis pontífices que van entre Juan VIII (872-882) y Nicolás II (1058-1061), resulta francamente difícil creer que pudo mantenerse inalterada la supuesta línea sucesoria de Pedro durante un tiempo en que los papas no llegaban a gobernar más de cuatro años como promedio, siendo frecuentes los pontificados que duraron escasos días o meses, aupando al trono de Pedro tanto a ancianos agotados como a jovencitos veinteañeros o adolescentes,  que eran rápidamente depuestos y encarcelados o asesinados por el clero rival, por príncipes o por maridos a quienes habían bendecido con frondosos cuernos.

A ello debe añadirse que, entre los alrededor de trescientos «sucesores de la silla de Pedro» que cuenta la Iglesia cató-lica, está documentado que al menos treinta y siete de ellos, entre los años 217 y 1449, fueron antipapas o impostores (a ojos de la propia Iglesia, claro está).

¿Puede alguien explicar de qué manera, milagrosa o no, se ha podido mantener impoluta, a pesar de tan agitadas condiciones, la tan cacareada «sucesión inalterada» desde Pedro hasta el papa actual?

Con el cautiverio de Avignon (1305-1378) y el cisma de Occidente (1378-1417), que asentó tres papas simultáneos y vio el auge de la doctrina conciliarista —que defendía que el órgano supremo de la Iglesia era el concilio ecuménico y no el papa—, el papado perdió mucho prestigio y se debilitó hasta el punto de que tuvo que buscar el apoyo de los reyes, concediéndoles a cambio privilegios en materia de nombramientos episcopales y beneficios en los «concordatos de los prínci-pes». 

Superada ya la crisis, en el siglo XV el papa comenzó a actuar como un soberano más, haciendo valer su influencia y territorios para intervenir en el campo diplomático y político, participar en guerras, etc. 

Los papas de esa época transformaron Roma en un gran centro cultural y político, tan repleto de belleza y riqueza como de iniquidad y corrupción.

Un siglo después, en el XVI, el papa Paulo III, en el concilio de Trento, al decretar su propia preeminencia sobre los obispos y el concilio, puso en marcha un proceso de centralización del poder dentro de la Iglesia, paralelo al que habían emprendido las grandes monarquías europeas, que ha llegado hasta el día de hoy a pesar de grandes oposiciones internas, como las corrientes galicana y febroniana, de los XVII y XVIII, que negaron al papa su competencia para decidir en materia de fe y moral, exigieron el reconocimiento de que la autoridad máxima de la Iglesia era la de los obispos reunidos en concilio, y reivindicaron el pleno poder jurisdiccional de los obispos dentro de sus respectivas diócesis.

El riesgo de la merma de autoridad papal a que esas corrientes eclesiológicas iban conduciendo, obligó al concilio Vaticano I (1869-70) a proclamar solemnemente la infalibilidad del papa y su primado de jurisdicción.

Ante la cuestión de la primacía papal, que ya había sido un elemento central en las controversias que llevaron, primero, a la escisión entre las Iglesias de Oriente y Occidente, y, después, a la ruptura entre católicos y protestantes, la Iglesia católica no podía —ni puede— mostrarse débil; el precio que ha tenido que pagar por su tozudería ya le había costado demasiado caro, con la pérdida de muchos territorios de influencia y grandes masas de creyentes, como para volverse atrás y arriesgarse a perder, además, el férreo control interior que aún la mantiene unida.

Fuentes:
Textos extraídos de Mentiras fundamentales de la iglesia Católica- Pepe Rodríguez y de otros documentos.

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