La literatura está poblada de curas torturados por las contradicciones que se suscitan dentro de ellos, en ocasiones alentadas por una vocación extraviada. Stendhal, Tolstoi, Sartre, Gide, Green, Eça de Queiroz, Galdós, son algunos de los muchos autores que han creado sacerdotes alejados del modelo de moralidad y bondad pregonado por la Iglesia católica.
Stendhal describe al Obispo de Agde, en Rojo y negro, ensayando frente al espejo, con un aire de gravedad, el modo de impartir las bendiciones. De golpe, la imagen plantea la idea de máscara.
Agde asume una personalidad para realizar una actividad humana; de forma que hay en su actitud un oficio de vivir.
El problema es que enmascarado, finge y mantiene de por vida ese desdoblamiento. Bachelard diría que toma esa máscara como un rostro.
Por fortuna es ficción y sólo la literatura es impostura. Al respecto, a lo largo de la historia de la literatura, infinidad de escritores han concebido personajes de curas católicos torturados y contradictorios, que los revelan prisioneros del doble amor: apegados a su dogma eclesial, pero exaltados ante el hervor incesante de la vida. Tolstoi, Sartre, Gide, Green, Unamuno, Eça de Queiroz, Sender, Bernanos, Arana, Bataille, France, Galdós, Chesterton, Guareschi, Miró, son algunos de los muchos autores que moldean el retrato vital de personajes de sacerdotes en conflicto. Que se construyen para oficiar misa y hablar del mal, de la resignación, del dolor, del sufrimiento, de la promesa de vida eterna. Inclusive, sin detenerse a reflexionar “si Dios oye nuestras oraciones o si incluso existe…”, como plantean en un diálogo los sacerdotes en Narciso y Goldmundo, de Hermann Hesse.
En efecto, en la tradición religiosa se habla de que los sacerdotes son los intercesores entre los hombres y Dios; que mediante oraciones y sacrificios conceden imposibles… hasta la promesa de vida eterna; por consiguiente, no es una abstracción que Nietzsche, a ras de tierra, con su “piadosa” ironía e ingenio los denomine “profetas de la muerte”.
La imagen intocada del sacerdote ha llegado a justificarse como parte de un orden más alto, de modo que nada hace suponer que la energía de la vida se agita en su interior y menos, aventurar que Clemente de Alejandría se equivocó al asegurar en El pedagogo que los sacerdotes curados ya de las pasiones, exhortan a los demás a cumplir con sus deberes para alcanzar la salvación; los sacerdotes forjan su tarea afianzados en su buena conducta. Stendhal no los concibe así, en Rojo y negro, Sorel se pregunta: “Todos esos curas bribones… ¿tendrán el privilegio de conocer la verdadera teoría del pecado?”
Lo anterior nos representa que en el “reino” terrenal, la conducta de los sacerdotes parte de un complejo esquema de comportamiento moral fijado por la jerarquía católica romana; conducido por una lógica sin falla. Si bien a veces se percibe la sospecha de que también privan la amistad y el afecto en asuntos de su responsabilidad. Ese parece ser el mensaje de la Iglesia católica que se demoró en actuar en el delicado tema que cimbra hoy los sótanos del vaticano. La Curia Vaticana vive una crisis de la que no se puede descargar.
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Gregorio Nacianceno, hacia el año 358 escribió con preocupación: “Se nos confía conducir la grey cuando todavía no hemos aprendido a apacentarnos bien a nosotros mismos”, al vislumbrar los pesares y “pecadillos” de tan respetables hombres.
Por su parte, Norbert Elías, en El proceso de la civilización, recuerda que el esquema que priva en la Iglesia fue concebido con ideas herético-rigorista-conciliadoras, constituidas por formas de control. Primero, el celibato, impuesto a los curas que planteaban los rigoristas. Segundo, el dominio total de los heréticos renuentes a someterse a tales controles, lo que supuso luchas internas; y, tercero, mediante la unión eclesiástica y la secular, se buscó el entendimiento.
Desde esta perspectiva, los Papas hicieron esfuerzos para organizar su Iglesia; pero en la constitución individual del cura, ¿hubo un proceso de transformación? Quien toma los hábitos, ¿aspira realmente a ser cura? Hoy cuando el escándalo sexual sacude a la Iglesia católica y ocupa extensos espacios en los medios de información del mundo, obliga a preguntarse si sólo es cuestión de “agonía existencial” de los sacerdotes o desacato a las leyes de la Institución que representan, que les impide asumir la condición humana como individuos y como miembros de una sociedad.
Felizmente existe la ficción, pero, ¿cuáles son las realizaciones culturales y sociales concretas de ese modelo en la literatura? Como realidad social se percibe la figura del cura frente a los fieles en posición de actor. Es innegable que para la literatura el sacerdote es moldeado para ejercer una suerte de fascinación, de poder mágico sobre sus feligreses. Es un hombre que actúa serio, grave, sentimental, para ofrecer un comportamiento especial que refleja en su voz y movimientos. Stendhal dice de Sorel: “Cuánto trabajo se tomaba para conseguir esa fisonomía de fe ferviente y ciega, dispuesta a creerlo todo y a sufrirlo todo”.
La Iglesia católica posee una organización interna, que es regulada por un rígido sistema de jerarquías, el cual está íntimamente relacionado con el origen social de sus miembros. Stendhal retrata a Julián Sorel como ese pobre campesino que aspira a ser cura para mejorar económica y socialmente; ingenuo ve en la figura del Papa un Dios “mucho más poderoso, terrible y poderoso que el otro”. Descripción que recuerda a Inocencio III quien llegó a exigir ciega obediencia del clero: “aunque ordene hacer el mal, ya que nadie puede juzgar al Papa”. Palabras que remiten también a Unamuno quien en su San Manuel Bueno, mártir, toca el espinoso punto de la infalibilidad papal.
El clero en muchos casos puede coincidir con una suerte de estratificación social real en la que cabe la posibilidad que los rangos de mayor grado se encuentren en poder de miembros pertenecientes a la clase dominante; son los que forman la élite intelectual de la Iglesia, mientras que los integrantes de los puestos inferiores generalmente tienen un origen humilde y escasamente intelectualizado, como el sacerdote de la novela de Benjamín Jarnés, El convidado de papel, o el mismo Sorel de Rojo y negro, quien desmoralizado afirma: “Tanto vale el hombre, tanto vale el puesto”.
En cierto sentido, como se podrá observar, los curas se aparecen como un conjunto de almas extraviadas, pasmadas, al constatar que el camino que eligieron no es el de la salvación, sino el vacío, la mentira.
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¿Qué constituye la dialéctica establecida entre los sacerdotes Sorel, en Rojo y negro,(Stendhal), Mouret, en El pecado del abate Mouret (Zola), Amaro en El crimen del Padre Amaro (Eça de Queiroz), don Manuel en San Manuel Bueno, mártir (Unamuno) Torcy, en Diario de un cura de aldea (Bernanos), Nazarín (Galdós), Luis de Vargas, en Pepita Jiménez (Valera), Fermín de Pas en La Regenta (Clarín), Ceferino, en Cruces sin Cristo (José Gomiz Soler), Mosén Millán, en Réquiem por un campesino español (Sender) o Mosén Jacinto en El cura de Almuniaced (Arana)?
La respuesta está en que no son personajes comunes, sino un símbolo de la lucha que libran en su interior; que viven entre la ansiedad y la angustia; con rasgos y cualidades que alcanzan una dimensión humana. Se trata de sacerdotes católicos comprometidos con sus dogmas institucionales; hermanados en su agonía existencial; enredados en la maraña de las convenciones terrenales impuestas, pero desligados totalmente de su compromiso. Sartre, en El diablo y Dios, tiene una pregunta que desmitifica también la vida del sacerdote católico: “¿Por qué lo permitiste, Dios mío? … te suplico consideres que ya no tengo veinte años y que jamás tuve la vocación del martirio”. Pero entonces, ¿qué es la fe para los sacerdotes, si muchos de ellos pasan los días sin que la sientan, como expresa el protagonista de la novela de Tolstoi, El padre Sergio? Tolstoi reconoce la desastrosa decepción del sacerdote, derivada de la contradicción del ministerio, de esa falsa dedicación a la salvación del prójimo y al mismo tiempo una compasión impotente por sí mismo.
La emoción interior del padre Sergio es ajena a la credulidad de la gente; sabe que tiene poder ilimitado, autoridad para mandar a sus hijos, pero vive en lucha interna. “Las causas eran dos: la duda y las tentaciones de la carne. Y los dos amigos se levantaban siempre juntos… ¡Dios mío! ¿Por qué no me concedes la fe? La lujuria, sí”. Por cierto, existe una bella película inspirada en esta novela, dirigida por los hermanos Taviani, titulada Bajo el sol de medianoche.
Llenos de contradicciones los curas pasean por las páginas de la narrativa; desde el cura vicioso de Rabelais en Gargantúa y Pantagruel, que revela aquella época en la cual la Iglesia no había organizado la disciplina eclesial; de Chesterton El escándalo del padre Brown y El candor del padre Brown; de Bataille, El cura C.; de Anatole France La isla de los pinguinos. Sin duda, mediante el recurso literario los autores aplican una visión estético-literaria que en algunos casos implica una revisión de la historia de la mentalidad de los curas, su psicología y sus actitudes. Por ejemplo, la actitud del cura enamorado.
En la figura del sacerdote enamorado se manifiesta esta alusión de incapacidad que tanto preocupaba a Gregorio Nacianceno. La vida terrena de estos curas se hunde en la fealdad, lejos de los límites divinos. Como el padre Amaro recreado por Eça de Queiroz en El crimen del padre Amaro, imagen de un hombre perverso y ambicioso que finge una vocación que no tiene; cuyos estudios, ayunos, penitencias podían domar su cuerpo, darle hábitos maquinales, “pero dentro los deseos se agitaban como un nido de víboras”. Amaro rumia de odio y venganza porque un “miserable escribiente” le arrebata a la muchacha y lamenta no vivir en los tiempos de la Inquisición para denunciarlos. Dominado por las pasiones y un amor malsano, Amaro desembocará en su descomposición moral.
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Así como Eça de Queiroz ha sabido mirar la realidad del cura sensual, Leopoldo Alas Clarín, en La Regenta, supo desentrañar esta imagen reveladora al describir lo que Fermín de Pas experimenta: “Qué cosas tan nuevas, o, mejor, tan antiguas, tan antiguas y tan olvidadas estaba sintiendo”. Clarín muestra que no son precisamente tristezas místicas las que angustian a De Pas, cuyos pensamientos dejan entrever la intención prohibida y la debilidad de valores morales, al recordar a Ana de Ozores. Y qué decir de Juan Valera que en Pepita Jiménez también cuestiona la vocación religiosa y exhibe la lucha de amor de un seminarista postulante a cura, quien finalmente sucumbe a los encantos de una bella andaluza.
También destaca la conmovedora historia de Émile Zola en El pecado del abate Mouret. Es la historia de Sergio Mouret, cura de Provenza, quien al visitar un enfermo para procurarle auxilio espiritual, sufre un ataque epiléptico que lo mantiene por un tiempo en la casa de Albina, con quien vive una singular historia de amor; recuperado volverá a su iglesia repudiará ese amor, ya que lo considera un “pecado” que pertenece al intermezzo psíquico que sufrió; su actitud causará el suicidio de la amante.
El padre Antonio es otro sacerdote literario en abierta confrontación con su vocación y las reglas de la Iglesia que representa; persigue por las calles de Roma la ocasión de una aventura amorosa. Luego vendrán los latigazos con el cilicio para evitar culpas y encerrar sus soledades. Todo pasa en Los peces de Sergio Fernández. También el padre Chel, rotunda imagen del cinismo, deja entrever una actitud prohibida y debilidad de valores morales; surge de un devaneo poético de Hernán Lara Zavala en De Zitelchén. Consecuente con el talante de los sacerdotes, Chel reclama: “Que nadie me denigre al triste papel de seductor lascivo cuando he sido tan sólo un hombre que ama la justicia y la caballerosidad”. Quizá, sólo se trata de dualidades.
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La figura del cura enamorado ocupa la atención de varios escritores, entre ellos Benito Pérez Galdós, que en las novelas Doctor Centeno y Tormento, desarrolla la imagen del padre Polo, un hombre inescrupuloso, cuyas aprehensiones económicas familiares vencieron la repugnancia y le fingieron una vocación que no tenía; sin embargo: “cantó misa”. Polo, arrastrado por la pasión y la ambición, vive un amor clandestino con Amparo Sánchez Emperador, quien pertenece a una esfera social distinta a la del sacerdote. Galdós reaparece a su personaje en Tormento. Ahí desarrolla la historia de un amor egoísta, lleno de maldad. Polo se niega a admitir el compromiso de su antigua amante con el indiano Agustín Caballero. Víctima de su enfermiza pasión, persigue a Amparo y no descansa hasta que consigue destruirla.
Es evidente que la literatura en su largo camino desacraliza la figura “santa” del cura y lo presenta debatiéndose entre la tierra y el cielo; lo muestra humano, demasiado, humano; y plantea una realidad: todo hombre lleva consigo, como decía Unamuno, los Siete Pecados Capitales. La ficción revela a una persona que sacrifica su yo por algo genérico con una función social; que transforma su yo individual y lo deposita en una nueva figura colectiva, cuyo comportamiento se maneja con una ética.
Cierto, el sacerdote se forja a lo largo de su vida, conforme a un canon, una personalidad religiosa, pero en el fondo de su existencia subyace otra vida nebulosa, ahogada por un deber ser, que muchas veces desemboca en trastornos psicopatológicos, como el caso del padre Polo. Este esquema se viste de humanidad, con tintes sublimes, poéticos, que permite asomarse al interior de la imagen de un sacerdote el cual se percibe escindido entre una voluntad humana y un plan divino. Por eso surgen las preguntas, ¿cómo conciliar los límites de su situación, si es habitante de la tierra pero vive con los ojos puestos en el cielo? ¿Se visualiza elegido de Dios? ¿Comprende el misterio del Universo y el de su propia conciencia?
No cabe duda de que la literatura aproxima a los lectores la observación del estado anímico y profundidad psíquica del sacerdote, representante de Dios en la tierra al mismo tiempo que se desempeña como delegado oficial de una institución que se tambalea. Graham Green en El poder y la gloria crea un personaje laberíntico, perseguido, esclavizado al disimulo, al alcohol y la mentira; la Curia Romana condenó este texto al Índice de libros prohibidos, porque consideró que el retrato de ese cura era un escarnio infamante para la santidad del estado clerical.
También André Gide, con desbordada imaginación, expresó esta contradictoria complejidad en Los sótanos del Vaticano al señalar: “en quién podía uno confiar sino en el Papa. Si cedía aquella piedra angular… nada merecía ya ser verdad”. Intrincada solución que hace conjeturar —desde la perspectiva de Gide— que la abstención del Papa en asuntos delicados supone también una culpa.
Sin pretender reducir la interpretación de los textos citados a un canon convencional de angustia existencial, sino de acotar la coincidencia de un tema, no parece también ajena la fantástica evocación literaria que arroja luz acerca de la amistad de sacerdotes católicos con adolescentes.
Es curiosísimo constatar la asombrosa frecuencia, casi obsesiva, de este vínculo en la literatura. Basta un ejemplo: dos novelas de la postguerra civil española: Réquiem por un campesino español de Ramón J. Sender y El cura de Almuniaced de José Ramón Arana; ambos autores, por otra parte, desarrollan, con manifiesta devoción por la palabra, otros matices imaginativos, tan importantes como denunciar la represión de la dictadura de Franco y la vergonzosa actuación de la Iglesia católica. Sin embargo, desde otro ángulo, incitan a plantear el tema de la pederastia en dichas novelas.
En fin, en este punto no cabe sino recordar que la ficción es una realidad que se crea y, al mismo tiempo, reafirmar que la imagen del sacerdote católico en la literatura “nada” tiene que ver con la realidad, sino que tal figura constituye sólo una visión poética, de una variada fauna humana que se acoge a la religión, como último refugio de sus desdichas o como medio expeditivo para satisfacer pequeñas y grandes ambiciones.