Las relaciones entre Moscú y Berlín han entrado en septiembre en una crisis que va a complicar aún más la situación en Europa. El deterioro viene de lejos. Comenzó con claridad hace diez años, y no por casualidad, tras el hundimiento financiero del casino neoliberal. Es conocido que la agudización de las tensiones internacionales y la guerra suelen ser la “solución” de tales crisis.
La espiral de Estados Unidos contra China es una muestra de ello. Lo de Alemania hacia Rusia forma parte de lo mismo. Tendencias claramente alarmantes. El desencadenante inmediato ha sido la protesta de los bielorrusos y sobre todo el presunto envenenamiento de Aleksei Navalny, un opositor del Kremlin, y ha tenido lugar cuando se cumplían 65 años del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre la República Federal Alemana y la Unión Soviética.
En 1955 habían pasado solo diez años desde el fin del holocausto ruso-soviético de 27 millones de seres humanos que la criminal invasión alemana de la URSS ocasionó. Hoy ese terrible dato del extremo sufrimiento que los invasores alemanes infligieron a los rusos, bielorrusos, ucranianos y demás, se ha borrado de la memoria de los políticos germanos.
Mantienen las formas con los judíos, a los que intentaron exterminar, por el procedimiento de renovar una y otra vez su cheque en blanco a los crímenes del estado de Israel, curioso concepto de contrición, pero no tienen ningún complejo hacia Rusia.
Así, en Alemania se conmemora casi todo, desde la culpa del holocausto hebreo, hasta el bombardeo de la Westerplatte o cualquier otro evento de la Segunda Guerra Mundial, pero ni palabra sobre la operación Barbarroja que desencadenó la gran matanza en el Este.
Las cosas no eran así en los años setenta, cuando la generación socialdemócrata de Willy Brandt y Egon Bahr diseñó la Ostpolitik con una conciencia aun muy viva de todo aquello. Claro, Brandt había sido uno de los raros alemanes (unos 100.000 en total) que se resistieron activamente al nazismo y no tenía nada que ver con los nazis reciclados que levantaron la RFA de posguerra. Fue entonces cuando Alemania firmó los primeros contratos energéticos con la URSS. Aún recuerdo los artículos del gran André Gunder Frank llamando la atención sobre la importancia de aquellos acuerdos.
A finales de los ochenta aquella amistosa distensión germano-rusa llegó a su apogeo cuando el Moscú de Mijail Gorbachov hizo posible la reunificación alemana de 1990. Aquello dejó una sólida impronta de respeto y gratitud en toda una generación de políticos alemanes como Helmuth Kohl o Hans Dietrich Gensher que habían conocido la guerra, por no hablar de la población alemana, donde Gorbachov encontraba un apoyo y una simpatía sin igual. Parecía que se había creado una histórica garantía de reconciliación, cooperación y pacífico futuro.
Todo ese capital tan importante para la estabilidad europea se fue deteriorando a causa, fundamentalmente, del drang nach Osten emprendido por la OTAN en abierta violación de los compromisos que cerraron la guerra fría, de la propia evolución de la Rusia autocrática pero occidentalista de Boris Yeltsin, que Alemania en particular y Occidente en general hicieron pasar por democracia homologable y cubrió de elogios mientras Moscú actuaba como su vasallo, aunque fuera un poco caótico, en la esfera internacional. Pero en cuanto su elite se llenó los bolsillos -operación en la que necesitaba el beneplácito y la cooperación occidental- Rusia volvió a ser Rusia y restableció la autonomía internacional que se deriva de su potencia y lugar en el mundo.
Mientras en la Alemania reunificada y embargada por el subidón nacional de su liderazgo europeo, accedía al gobierno una nueva generación sin el menor complejo de culpa por las facturas del nazismo, la generación de Merkel, la Rusia de Putin perfeccionaba la autocracia heredada de Yeltsin y endurecía su relación con Occidente conforme éste le metía una y otra vez el dedo en el ojo al oso ruso.
En ese proceso de deterioro de las relaciones entre Moscú y Berlín al que asistimos desde hace diez años, hay dos pilares que impiden llegar a una definitiva y abierta hostilidad. Uno es la relación energética definida por un analista ruso como “el principal fundamento de su relación no solo económica, sino también política”. Hoy ese pilar lleva el nombre de Nord Stream 2 el último tubo de gas ruso trazado bajo el Mar Báltico al que le quedan muy pocos kilómetros para ser completado. Hay más de cien empresas de doce países europeos participando en ese proyecto, la mitad de ellas alemanas. El segundo pilar es el papel de refugio que Europa tiene para los capitales de la elite rusa que resultaron de la gran operación de privatización y saqueo que ésta realizó en los años noventa con la ayuda de socios occidentales. Los bancos de Londres ya no son tan seguros para los rusos -y no solo por el Brexit- pero en Alemania se había tejido toda una red de imbricaciones y complicidades de intereses derivados de la importancia de las cifras del negocio alemán en Rusia, red que el ex canciller Gerhard Schröder personifica como nadie por sus empleos energéticos rusos.
Esta situación hacía que Berlín fuera prudente y relativamente cuidadoso en su relación con Moscú, incluso ya metidos en el clima de nueva guerra fría post reventón neoliberal de los últimos diez años. No tenía nada que ver con la distensión de la Ostpolitik de los años setenta y sus sanos componentes de responsabilidad histórica. Tampoco con la gratitud y los respetos vinculados a la reunificación nacional que Gorbachov hizo posible. Era puro y frío pragmatismo.
Ahora el presunto envenenamiento de Aleksei Navalny, o la oportunidad que ese suceso ha abierto, ha hecho saltar por los aires el puente que tanta animadversión generaba en Washington por razones geopolíticas, pues fomentar la hostilidad europea hacia Rusia es una prioridad ya histórica de Estados Unidos. Para facilitarla, y contra toda lógica de mercado, Washington ha venido presionando fuertemente a Merkel en los últimos años, con amenazas de sanciones para las empresas implicadas, y proponiendo sustituir el gas ruso por el gas licuado americano resultado de la desastrosa fracturación hidráulica.
“Gracias al firme apoyo de la canciller Angela Merkel al gasoducto Nord Stream 2 de Rusia, Alemania se ha convertido en el mayor facilitador de Putin en Europa. La posición de Merkel de que la Unión Europea debería mantener relaciones económicas y políticas separadas (de las de Estados Unidos) con Rusia nunca fue justificable. Ahora es indignante”, resumía con meridiana claridad un artículo de opinión del New York Times del 5 de septiembre.
El caso Navalny ha tenido el efecto de una carga de dinamita en el derribo del ambiguo puente germano-ruso, es decir uno de los últimos vínculos europeos de distensión con Moscú. Que Merkel haya trasladado a la Unión Europea la decisión sobre si se debe cancelar el Nord Stream 2, sugiere el entierro del casi concluido proyecto. Si eso es así, Rusia resultará aún más aislada en Europa.
Uno tras otro, en la Europa de los últimos años y a base de escándalos muy oportunos, han ido cayendo políticos que pregonaban la cooperación con Rusia. En Francia dos candidatos a la presidencia de la república, Dominique Strauss-Kahn y François Fillon, en Italia el viceprimer ministro Matteo Salvini, en Austria el vicecanciller Heinz-Christian Strache…
En el Reino Unido el caso Skripal, otro supuesto envenenamiento, dinamitó las relaciones de una forma muy parecida a lo que ocurre ahora con Navalny. Ahora es en Alemania donde la ministra de defensa Annegret Kramp-Karrenbauer, alias Frau KK, arremete contra el “sistema de Putin” definido como, “un régimen agresivo que persigue sin escrúpulos fortalecer sus intereses por medios violentos violando repetidamente las normas de conducta internacionales”.
Toda esa línea de sucesos que destruyen puentes sigue una pauta y crea una situación internacional con mayores riesgos, en la cual la confrontación de la UE de matriz alemana con Rusia se suma a la de Estados Unidos con China. La débil cooperación franco-germana con Rusia en la crisis del Donbas, en el este de Ucrania, el llamado “formato de Normandía”, se resentirá. Privada de aquel nexo, la crisis de Bielorrusia se agudizará internacionalmente.
En la propia Rusia pueden madurar contradicciones internas contra Putin cuando los intereses económicos de la elite rusa con cuentas en la UE se vean mermados por este clima… Como hemos explicado en otro lugar, el sistema de Putin no es sólido y hay que preguntarse cual sería su consecuencia y alternativa si se desmoronara. Sin ir más lejos, el propio Navalny mantiene posiciones políticas bastante inquietantes.
Al final queda la pregunta sobre qué ocurrió con Navalny. Sobre Moscú se acumulan las preguntas de ese género: el caso Litvinenko, el derribo del avión de pasajeros MH 17 de Malaysia Airlines sobre el Donbas (seguramente el menos misterioso de todos), el caso Skripal y ahora el de Navalny… Puede haber mucho enredo en estos sucesos, en algunos más que en otros, pero dejemos clara una cosa: la Rusia de Putin es perfectamente capaz de eliminar oponentes.
El propio Presidente llegó al poder en los alrededores de una masacre de explosiones indiscriminadas en cuatro bloques de viviendas de Moscú, Volgodonsk y Buinaksk oscuramente atribuidas al terrorismo checheno (septiembre de 1999) que dejaron la friolera de 300 muertos.
La misma “razón de estado” que elimina a un presidente en Estados Unidos (“thousands were watching, no one saw a thing”, Dylan dixit, que lleva a François Mitterrand a volar el Rainbow Warrior de Greenpeace en Auckland y a un gobierno español a crear los GAL, o que descuartiza al periodista disidente Jamal Khashoggi en un consulado saudí de Estambul, que coloca una bomba lapa bajo el coche de Daphne Caruana Galizia en Malta, o que elimina al periodista eslovaco Jan Kuciak, actúa en Rusia cuya tradición de brutalidad es larga y conocida.
Podemos, y debemos, buscar los tres pies del gato en este y otros sucesos. Ir siempre con el escepticismo por delante. Como dice Craig Murray, cuyo trabajo sobre el caso Skripal es sólido, es incongruente envenenar a un oponente con un arma química y que sobreviva, que se permita interrumpir el vuelo para que la víctima reciba asistencia y que se acceda a evacuar a la persona a Alemania donde un hospital vinculado al ejército dictamina “sin ningún género de dudas” que la causa del envenenamiento es un agente químico de uso militar.
Al mismo tiempo, la consideración de Murray de que “si Putin quería matar a Navalny, lo habría matado” sin todas esas piruetas, desecha la posibilidad, muy rusa, de una chapuza.
Naturalmente las conjeturas son de doble sentido: si Navalny fue envenenado, las hipótesis sobre la autoría son muchas, desde luego en Rusia, y -¿por qué no a la vista de sus consecuencias? – fuera de Rusia. En cualquier caso, como dice Dmitri Trenin, analista de un think tank occidental en Moscú, que Rusia responda a todo eso con el habitual, “no sabemos qué ha pasado, tenemos una docena de versiones de lo que podría haber sucedido, etc.,” es algo que no funciona bien…
Al final todo eso es anecdótico, pues en la competición de canalladas internacionales Rusia no lidera la liga. Por más que la hipocresía habitual de condenar el caso Navalny pasando por alto fechorías similares o mucho peores en sustancia y cantidad (el lector puede aquí confeccionar la lista a su gusto), responda a la lógica de las cosas.
Contra lo que se pretende inculcar, no son los derechos humanos quienes determinan las relaciones internacionales, pero sí es la política de derechos humanos la que se maneja para promover determinadas causas. Y en este caso se trata, nada menos, que de las relaciones germano-rusas, pilar de la seguridad europea, gravemente heridas en plena crisis del capitalismo global.
(Publicado en Ctxt)