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Erasmus, una generación de esclavos sin lugar fijo (de trabajo y de vida)


Animada por el anarquismo posmoderno del deseo ilimitado y el capricho desmedido, la Generación Erasmus encuentra su figura antropológica de referencia en el homo novus. 

Este es un ciudadano del mundo, es decir, privado de toda ciudadanía. Su casa es cualquier lugar del mundo, es decir, no tiene hogar fijo. Está arraigado igualmente en cualquier lugar, es decir, privado de todo arraigo.
Además, tiene una mente abierta, es decir, sin identidad cultural propia y, por lo tanto, «abierto» a todo lo que la sociedad de consumo y la dictadura de la publicidad querrá imponerle.

De la Política de Aristóteles aprendemos, entre otras cosas, que el esclavo es aquel que carece de vínculos y de hogar fijo, por eso puede ser utilizado en todas partes y de cualquier manera. Sin embargo, el hombre libre es, aristotélicamente, el que entabla muchas relaciones y tiene muchas obligaciones con los demás, con la polis y con el lugar donde vive.

Lo que nos enseña esta fábula (fabula docet) es que la libertad no se construye como una especie de autonomía del átomo errático, sin raíces éticas ni arraigo territorial. 

Esta figura sería, al contrario, la de la esclavitud, aunque sus cadenas sean invisibles. Tal es la subalternidad del nuevo polvillo de egoísmos cósmicos y de mónadas cínicas en un mundo desorientado, sin centro de gravedad. 

La libertad, en cambio, se construye por medio de vínculos con los lugares y las personas: existe siempre como nexo relacional, no como propiedad atesorada por la individualidad de los nuevos Robinson Crusoe.

También de la lección aristotélica emerge la falsedad del discurso cosmopolita actual, que celebra como peculiaridad del hombre libre esa errancia, ese desarraigo y esa ausencia de vínculos que, en realidad, son los rasgos específicos de la esclavitud y de su capacidad de transformar al individuo en un átomo abstractamente omnipotente -al no tener vínculos- y, concretamente impotente, completamente subordinado al orden de la producción y el intercambio.

Una vez más, la lógica capitalista transforma en oportunidades o chances emancipadoras las que, en realidad, son condenas y penas para las clases desclasadas de la globalización, hijos de un dios menor.

Es lo que podríamos llamar justamente la «paradoja de Andrew Ure». Este último, dice Marx con «despiadado sarcasmo», en las páginas de La Filosofía de las manufacturas (1835) se oponía a la propuesta de reducir las horas de trabajo de los jóvenes y se empeñaba en demostrar «científicamente» que, trabajando doce horas al día en las hilanderías, los chicos crecían más sanos y más fuertes.

Los Andrew Ure del nuevo orden mundial son aquellos que hoy rechazan cualquier propuesta de reducir la flexibilidad laboral y existencial, pero también la competitividad global, citando como hipócrita demostración «científica» el supuesto daño que se derivaría para las clases dominadas y, en particular, para las nuevas generaciones.

Traducción de Michela Ferrante Lavín


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