El 11 de marzo se cumplen 30 años del fin de la dictadura cívico-militar encabezada por el general Augusto Pinochet. Chile fue el último país de Sudamérica que recuperó la democracia, tras Bolivia, Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay, y el único que heredó una Constitución impuesta por el régimen, junto con los “amarres autoritarios” que, tras la derrota en el histórico plebiscito del 5 de octubre de 1988, Pinochet y su círculo de hierro se preocuparon de atornillar, en lo que denominaron pomposamente “una retirada ordenada”.
La dictadura, instalada con el apoyo de Nixon y Kissinger, expiraba cuando caía el muro de Berlín y la Guerra Fría llegaba a su término.
El 11 de marzo de 1990, Patricio Aylwin, quien como líder de la Democracia Cristiana avaló públicamente el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, inició su mandato presidencial.
Empezaba una larga transición vigilada por el exdictador, quien desde su pedestal de la jefatura del Ejército, que mantuvo aún ocho años más hasta culminar una carrera militar de 65 años, se preocupó de preservar los privilegios antidemocráticos de las Fuerzas Armadas.
Su detención en Londres a petición de la justicia española, aquel memorable 16 de octubre de 1998, abrió paso al fin de la impunidad y a la recuperación de la memoria democrática.
En agosto de 2005 fue posible terminar con los enclaves autoritarios (desaparición de los senadores designados y vitalicios, supresión del rol tutelar de las Fuerzas Armadas y de la inamovilidad de sus comandantes en jefe…) y en mayo de 2015 se concretó la sustitución de la ley electoral binominal, que otorgaba una sobrerrepresentación a la derecha, por la proporcional actualmente vigente.
Pero hasta el día de hoy persiste el núcleo de la herencia pinochetista: el modelo neoliberal (implementado desde abril de 1975 —en el momento más agudo de la represión— por los Chicago Boys como un tratamiento de shock) y la Constitución impuesta en 1980 a través de un plebiscito que este diario calificó entonces, en su espacio editorial, como una “farsa”.
Hasta septiembre del año pasado nada invitaba a pensar en la transformación, ni siquiera en el cuestionamiento masivo, de este legado autoritario.
Y, sin embargo, como tantas veces en la historia, bastó una chispa (una leve subida del precio del billete del metro de Santiago) para encender una auténtica rebelión social. “No son 30 pesos, son 30 años”, clama una sociedad maltratada por una lacerante injusticia social, producto de casi medio siglo de neoliberalismo extremo.
Este modelo, horizonte utópico para la derecha política y económica de medio mundo, impone unos salarios exiguos, unas pensiones irrisorias, un sistema tributario absolutamente regresivo, la educación superior más cara de América Latina y una sanidad pública precaria.
Así, en un país donde el coste de la vida es similar al de España, la mitad de los trabajadores tienen unos ingresos mensuales inferiores a 500 euros y el 80% de las familias deben endeudarse para subsistir.
Por el contrario, el 1% de los más ricos acaparan el 30% de la riqueza, y el 0,25% de los contribuyentes más acaudalados concentran un patrimonio financiero de 210.000 millones de dólares (188.000 millones de euros), el triple del presupuesto nacional.
Ahora, a la vuelta del verano austral, Chile enfrenta un horizonte que posiblemente determinará su evolución en las próximas décadas.
El 26 de abril tendrá lugar el plebiscito que decidirá si se pone en marcha el proceso para elaborar una nueva Constitución (solo la extrema derecha y los sectores más retrógrados que sustentan el Gobierno del presidente Sebastián Piñera piden el voto en contra) y a través de qué herramienta: o una “convención constitucional” (integrada solo por personas elegidas para esta tarea) o una “convención mixta” (compuesta por un 50% de diputados y senadores y un 50% de personas designadas por sufragio universal).
De vencer la opción Apruebo, el proceso continuará en octubre con la elección de los constituyentes, que tendrán entre nueve y doce meses para sus trabajos.
El texto resultante será sometido a un nuevo plebiscito, con sufragio obligatorio, y, de ser validado, posteriormente será ratificado por el Congreso Nacional, según el acuerdo alcanzado por el Gobierno y la mayor parte de la oposición parlamentaria en la madrugada del 15 de noviembre.
En 2022, a casi 50 años del golpe de Estado que derrocó al presidente Salvador Allende, Chile podrá tener, por primera vez en más de 200 años de historia republicana, una Constitución elaborada y aprobada democráticamente y que reconozca también los derechos económicos y sociales.
De ser así, el proceso inaugurado hace 30 años con la salida del dictador de La Moneda habrá culminado definitivamente y la tenebrosa sombra de Pinochet dejará, por fin, de proyectarse sobre Chile.
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Mario Amorós es doctor en Historia y periodista. Su último libro es Pinochet. Biografía militar y política (Ediciones B).
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