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Nicaragua: Cuentos de Edelberto Matus


Domingo de letras narraciones y anécdotas.

Siempre en homenaje a la celebración de un año más de fundación de mi ciudad natal, Jinotepe. Les dejo acá, de mi libro inédito de narraciones “Jinotepe es un pañuelo multicolor”, un cuento y dos narraciones sobre la valentía, la belleza, la historia, la Naturaleza de la gente y la ciudad cabecera departamental de la Meseta caraceña. 

El soldado corrió de golpe la mirilla de la pesada puerta de chapa de acero de la celda. Puso en el hueco su hedionda jeta de pocos dientes y grito un nombre.

 Los presos, apretujados en las pestilentes estructuras de madera de cuatro niveles que hacían de cama múltiple, continuaron fingiendo sueño profundo. Sólo el dueño del nombre se irguió entre los bultos, Mario Chevez. 

Presentía que su hora había llegado a muchas leguas de distancia de su pueblo de brumas, que su vida de dieciséis temporadas de corte de café, dieciséis procesiones del Santo entierro, dieciséis Octavas de la fiesta de su Patrón Santiago concluían hoy, quién sabe en qué hondonada, en que abismo insondable de los alrededores de esta ciudad desconocida, en esta noche sin gracia. Aunque, claro, siempre existe la esperanza.

El taxi interlocal con alerones que imitaban una nave interplanetaria, paro frente al Instituto “Maestro Gabriel”. Bajaron del antiguo Chevrolet Impala del 59, seis adolescentes y un viejito murruco. 

Era el equipo de ajedrez de la Escuela Normal de Jinotepe, compuesto del primero al cuarto tablero, dos suplentes y su entusiasta maestro, guía y entrenador. Para algunos del grupo esta era su primera visita a la capital y primer torneo de envergadura nacional.

 Les temblaba el alma y el calor no ayudaba. El profesor ordenó caminar hasta un bajarete instalado sobre la acera de edificio vecino al Instituto, identificado con un rotulo en el que se leía, “Acción Cívica de la Guardia Nacional”. Bajo el benigno tapasol estaba una gorda boteriana sin edad definida, ofreciendo yuca cocida con cerdo adobado en achiote, ensalada de repollo y tomate, todo envuelto en hojas de chagüite. 

También vendía frescos de cacao, chingue, pozol y ensalada de frutas en limpios envases de vidrio de “Café Presto”. La experiencia y el sentido práctico del maestro se había puesto de manifiesto: Ya sin hambre e hidratados los muchachos pueblerinos empezaron a disfrutar la gran aventura de la ciudad Capital.

La caminata desde el pabellón de reos políticos hasta la salida del penal fue larga y penosa, no por la distancia, lo ceñido de las esposas ni los culatazos, que más por reflejo que furia el soldado le repartía de la cabeza a las nalgas.

 Mario, un guiñapo andante, que por los maltratos y tortura parecía poseer exo-esqueleto, huesos al aire libre, como de muertequirina de fiesta, arrastraba los pies y sus recuerdos por aquellas frías baldosas. La cara de su novia y la de su mejor amigo (que tal vez fuera el soplón que lo había delatado de ser parte de la organización clandestina "que quería botar al hombre”) ya no estaban en su memoria, pero su mente se resistía a olvidar los contornos campesinos del rostro de su madre. 

Tal vez porque fue ella la única que desafío el miedo y logró visitarlo en las cárceles de su obligado periplo de tantas celdas y meses sin luz. Levanto la vista y vió a los somnolientos vigías empuñando ametralladoras en las troneras de las torres y más arriba, un cielo con estrellas opacas, cómplices o al menos, indiferentes. “Vas libre guevon”, masculló sin convicción el guardia del garand.

Antes de traspasar el imponente portal del Instituto donde se realizaría el torneo, el maestro se quedó como jugado de cegua, pasmado al divisar a un hombre al que un lustrador daba brillo a sus botas militares. 

El asombro dió paso a la alegría, agitó su mano llamando a su grupo de estudiantes-ajedrecistas y les presentó al extraño de kaki y gorra militar: ¡“Este es nuestro nuevo campeón de boxeo”! Y seguidamente se dirigió al hombre diciéndole que ese grupo de muchachos eran deportistas del Departamento de Carazo y que “tal vez nos hace Ud. la gracia y favor de darnos un autógrafo".

 Nadie andaba nada en que escribir, pero a uno los chavalos se le ocurrió pasarle al hombre uno de los tableros para que estampara ahí su valiosa firma y hasta tal vez alguna frase amable e imperecedera. 

El militar se quedó viendo las sesenta y cuatro cuadriculas blanquinegras de la tabla, luego dibujó dos trazos firmes y uniformes en el reverso: ¡El nuevo campeón mundial de peso mediano junior de boxeo, era analfabeta!

El soldado ordenó que el preso se detuviera y seguidamente indico al guardián del portón abrir un zaguán lateral. Mario sintió en su rostro el golpe del aire que venía desde el Lago. Sonrió al recordar una lectura que decía que el Sol y la brisa fresca son sinónimos de libertad. El golpe del cañón del rifle en la espalda lo empujó a la calle y al ver los rieles del tren y la carretera vacía, con más optimismo, pensó en el Sol de la mañana.

El sorteo le favoreció con las blancas. Peón cuatro rey y ya estaba en su zona de confort: La vieja y confiable apertura española Ruy López, que seguramente le ayudaría a ganar aquella partida. Lo obligaba su designación de "primer tablero" y la convicción de ayudar a ganar el campeonato para su tierra de cafetales. La partida arribó al medio juego con leve ventaja posicional para las blancas. Parejos en piezas capturadas y tiempo en el reloj, los contrincantes se liaban en ataques y contragolpes vertiginosos y potentes para luego sumirse en la cautela y la reflexión de la celada y el sacrificio, propios de la mente competitiva y el raciocinio brillante.

 Jueces, participantes y público, se comían las uñas, se mordían la lengua para no infringir las reglas al indicar, a uno u otro contendiente, esa jugada, que todos ven cuando no están sentados frente al tablero.

Managua era una ciudad casi desconocida para Mario. Contando con esta infame ocasión, solo había estado aquí tres veces en su vida. La primera fue cuando acompaño a su madre a buscar a un familiar perdido la noche siguiente después del terremoto. Entonces había muchos escombros, alambradas, sirenas, gritos y tufos de todo tipo. Hoy había soledad y silencio. 

Se paró sobre la callecita marginal, frente a la “Cárcel de la Aviación” que acababa de abandonar, miró hacia los dos extremos de la carretera y entendió que allí el toque de queda lo exponía sin remedio, como a un animalito fuera de su madriguera ante una jauría de perros. 

Se volvió a llenar de miedo y desesperanza y pese al dolor, echó a correr en busca de un predio montoso, una puerta abierta, un barril de basura donde esperar escondido el Sol del siguiente día. 

Dobló en la primera esquina que encontró para salir de la exposición y el peligro de la recaptura y 

¡Vaya sorpresa! Ahí estaba el edificio donde un año atrás el campeón del mundo, sargento G.N. Eddy Gazo le había autografiado con dos rayas su tablero.

El estudiante normalista y primer tablero del equipo de ajedrez departamental, Mario Chevez, había acorralado en la octava fila, en una vibrante e impensada final, al rey de las negras. Un poderoso ataque de alfil y torre precipitaron el final del juego. Preparando el golpe devastador, preservado para este momento sublime, su blanco caballo, saltó soberbiamente entre peones propio y enemigos y Mario- sonriendo- soltó el aviso de su inminente victoria en el juego: ¡Jaque!

Que alegría encontrar un lugar conocido, un rincón donde la memoria se solaza en imágenes guardadas, en momentos dulces. Mario Chevez, combatiente popular organizado, en su efímera felicidad no se percató que, desde la esquina de los rieles del tren, el mismo guardia que momentos antes lo empujó a la fresca brisa de la calle, en una burla macabra o un plan preconcebido de “Ley fuga”, ahora le apuntaba, arma al hombro, su viejo garand M1. La bala salió a ochocientos cincuenta metros por segundo, impactando en la triste humanidad del antiguo ajedrecista que no tuvo tiempo de escuchar aquel inicuo y definitivo:

¡Jaque Mate!

EL TESORO

La pulpería de la cuadra me parecía tan colosal, como una catedral gótica. La estantería de caoba y cedro real se elevaba hasta confundirse con las robustas vigas transversales de la alta casona colonial, las vitrinas, mostradores, arcones y cajones abiertos, abigarraban el espacio, achicándolo engañosamente .

En los frascos de vidrio soplado y latas de redondas tapas se ofrecían los productos de entonces: Toscos caramelos multicolores, gofios (delicioso hallazgo leones de pinol, miel y jengibre), galletas zooformas, panecillos de cacao, cajetas de cuadro, “pan de mujer” (más pesado y con la huella longitudinal del cintillo de hoja de chagüite), bolas y roscas “bañadas”, manteca de chanco, mantequilla lavada, brillantina a granel, carburo para los candiles y para madurar los aguacates sazones; aceite de semilla de algodón, querosín y aceite de petróleo, almidón de yuca para engrudo o para planchar los cuellos de las camisas. 

En las cajillas de madera rebosaban las botellas de “chibola” leonesa, los jabones de cebo para lavar y los sacos de yute mostraban a los compradores su contenido de sal, azúcar moreno, granos, cacao, café y cal.

Allá en las alturas semi-oscuras se adivinaban, como gárgolas silenciosas, los baldes de hojalata y hierro, coronas funerarias de flores de papel, tajonas y vergasdetoro, juguetes de madera de Masaya, candiles, quinqués y más abajo, la mercancía de mayor valor y rotación: Desodorantes en sus fragancias de lavanda, sándalo y laurel, jabón de baño y brillantina “Para mí” y “Life-boy”, talco perfumado, cristalería de la China, enseres de cocina enlozados y de aluminio, calzones de algodón para señoras y pantalones de “partida” de dril para caballeros, calzoncillos de nailon para chavalos, papel espelmado, candelas y veladoras “Llanes”, agua de florida, cola “Shaler”, pilas “Ray-o-vac”, focos, encendedores de cigarrillos y maquinitas de afeitar de acero galvanizado re-usables, planchas de hierro, pomitos de “Cepol”, frascos conteniendo sales medicinales, aspirinas , parches “Salompas”, caña fístula y un universo de pequeñas cosas, muchas de las cuales se fueron de nuestras vidas con el tiempo y como dice la canción: “Para nunca más volver”.

En el piso de ladrillos blanquinegros dispuestos en forma de tablero (reminiscencia morisca incrustada, como espina de pescado, en la garganta de la cultura española), se desparramaban en delicioso desorden los utensilios indígenas que se resistían a morir, como las piedras de moler labradas en granito y basalto, ollas de barro para nesquisar el maíz y darle punto el guiso de masa, comales tortilleros, las grandes tinajas para almacenar agua, molinillos de bálsamo, jícaras labradas con sus redondas bases, jicarones hueveros y los calabazos con tapón de olote para aprovisionarse de agua fresca, alforjas, caites de cuero crudo, los canastos para guardar ropa y madurar frutas y cargar cualquier cosa…

Los dueños de esta bien surtida pulpería eran los hermanos Díaz (Juan, Diego y Amanda, cariñosamente y a sus espaldas, apodados “los piches”).Amandita, siempre atenta a las cosas de Dios, por su opción de “niña vieja” y perspicaz ante las cosas profanas del mundo, fue la primera persona que notó mi extraña afición a visitar aquél negocio.

Por aquél entonces realmente yo estaba obsesionado, no con toda la mercadería de tan famosa pulpería, si no con un producto en especial: Pequeños trozos de corteza color tierra, fragantes y caros, envueltos en blanco papel y de misterioso origen, llamados sencillamente “Canela”.

Acostumbrado a comprar, por encargo de mi madre, cuantos paquetitos de canela fueran necesarios para aderezar las cajetas que ella preparaba y nosotros vendíamos en el malabarismo diario de la subsistencia, mi infantil imaginación se puso a volar y el cerebro a sumar:” Por veinticinco centavos se puede comprar una onza de canela y por cuatro córdobas una libra. 

¿Cuántas libras podrá tener un árbol de canelo del tamaño de un guanacaste?, pero ¿Dónde hallarlo y además, que no fuera ajeno?” Muchas preguntas juntas para un niño. Había primero que saber más de aquellos trocitos de madera dulce, astringente y oscura.

Entendí que para acometer la “empresa” de encontrar el árbol de canela o simplemente canelo, tenía que atenerme el secreto para no despertar la codicia ajena, que fácilmente aflora en las almas más pías, tan solo al presumirse el hallazgo de un botín. 

Además, debería buscar en los libros, en una “investigación interdisciplinaria” (como se dice hoy en día), empezando con la literatura, especialmente “El libro de la Canela” de Ospina, siguiendo con la historia, continuando con la geografía, la botánica, la economía y el transporte, pues en caso que la encontrará debería saber cómo comercializarla y como trasladarla. Que tal.

Decidí saber primero que cosa era tan enigmática planta: Un árbol, un arbusto, un bejuco, un tubérculo, ¿Qué? Así supe que este producto viene de la corteza de un árbol perenne de la familia de las lauráceas, originario de la isla de Ceilán (hoy Sri Lanka) y los orígenes de su nombre, cinnamomum verum o “madera dulce”, se pierde entre las civilizaciones más antiguas de la humanidad. Parte del misterio a develar, era corroborar si esta planta también crecía de forma silvestre por estos lares y esto solo podría hacerse con “investigación de campo”.

Años de mi vida infantil los dedique a preguntar, leer y buscar la aromática planta. Supe entonces que su periplo desde la insular Ceilán de los tamiles, los dominios del Imperio Mogol, Cipango ,en Asia, las Molucas o isla de las Especias en Indonesia y Madagascar en África , hasta nuestras tierras, tenía una historia prolongada, tortuosa y fascinante y que junto a otras especias, hierbas y vegetales (la pimienta negra, el clavo de olor, la nuez moscada, el cardamomo, el azafrán, la cúrcuma, el hinojo, el ajo y la cebolla, entre otros) provocaron guerras entre grandes Civilizaciones e Imperios, obligaron a abrir nuevas rutas comerciales transcontinentales, distintas a las antiguas( la Ruta Marítima y la Ruta de la Seda), estimularon los Grandes Descubrimientos Geográficos (entre ellos el de América),enriquecieron a hombres y Estados y hundieron en la ruina a otros. En pocas palabras, ayudaron a cambiar el Mundo y lo hicieron moderno.

Decidí empezar la búsqueda en el territorio que yo más conocía: La cercana Hacienda “San Rafael”, que por entonces se decía que era de unas monjitas, circunstancia que a mi entender me daba ventajas y tal vez derechos, puesto que “las cosas de la Iglesia son de Dios y lo de Dios, es de todos”. Y esto, naturalmente, me incluía a mí. 

El único problema a superar era mi miedo a su mandador de toda la vida: Don Manuel Conrado, un hombre grande, adusto y severo, que según contaban, le había volado balas a la guardia de Somoza, en la Avenida Roosevelt de Managua, el 22 de enero de yo no sabía cuándo. Era un guardián celoso, imponente desde la montura de su caballo, temible con su pistola 357 al cinto, su tajona de doble coyunda y además…Por qué era el papa de mis hermanos, es decir, mi padrastro.

La Hacienda cafetalera “San Rafael”, era la más notoria frontera agrícola de la ciudad de Jinotepe, colindante con barrios tales como San Antonio, La Zacatera, San Felipe, por su parte Norte; Los Mameyes, al Este; el camino al Aguacate por el Oeste y una vía de carretas que partía de las Cuatro Esquinas del “Buen Deseo” (pasando por las fincas “El Convento” y “La Caraparatrás”), cerraba el perímetro por su parte Sur. Era una propiedad bellísima y bien cuidada, que como arboretum natural, exhibía casi toda la Flora de los bosques tropicales (húmedo y seco) de nuestro país: caoba, cedro real, guachipilín, madroño, maría, guanacaste, ceibo, genízaro (parecido, pero no igual al anterior), guayacán, roble o macuelí, níspero y tantos otras especies frutícolas que abigarraban el dosel de la plantación y frutales como el mamey, caimito, zapote, manzanita pedorra, mamón, nancite, guayaba, mango mechudo y liso, jocote, anona, guaba, cítricos ; musáceas como el manzanito, el patriota, el guineo-chancho y de vez en cuando, el plátano, pero sobre todo cientos de miles de plantas de café. Todo este cuerno de la abundancia era depredado por la fauna local, vecinos pobres, cortadores en la temporada de cosecha del café y pequeños aventureros como yo.

En épocas de corte y fuera de ellas, recorrí palmo a palmo la Hacienda, me colaba por entre los alambres de púas y los setos de espadillo y piñuelas, entraba por donde doña Katy Leiva, recorría cuadro a cuadro, ronda a ronda, me orientaba por el zanjón que drenaba las aguas grises del pueblo y que partía la finca en dos en su recorrido (creando la poza del “Panorama”), en su indetenible fluir al Gran Lago. En esa metódica búsqueda, un día luego de un bíblico vendaval, descubrí a un indigente ahogado cerca del puente de troncos y aunque fue este mi primer encuentro con la muerte, no desistí de mi empeño. 

Antes que mi madre notara mi ausencia o cuando me topaba con gente extraña (como los hippies que llegaban a drogarse o fornicar en los cafetales, los recoge-leña o los indigentes que venían a defecar entre los cafetos), yo salía de la finca por la ronda de doña Elba “chilamate”, el patio de doña Goya Aguirre o por la zacatera cerca de donde vivía “Culín ardilla”, siempre evitando la casa-hacienda, a sus perros, mozos y obviamente, a Don Manuel Conrado.

Sufrí todo tipo de picaduras de insectos como las de la hormiga acarreadora, la hormiga negra, la holocica, alacranes, la tarántula negra o “picacaballos”, la avispa ahogadora, abejas melíferas y mayas; brinqué como si le bailara a la virgen de Guadalupe las veces que rocé las verrugosas hojas del chichicaste y con mi pedazo de cuchillo raspé todo árbol sospechoso y torturé a mi paladar y mi boca con los sabores amargos, lechosos, picantes, urticantes, alastes y horribles de las mil y una cortezas que probé en busca de mi escurridiza canela en raja.

Además de la Hacienda “San Rafael”, también aproveché los obligados viajes a los cortes de café a Haciendas más alejadas como “Australia” del Dr. Román “El Horcal”, de los Guevara, a “los Cocos” de Nacho González, “El Paraíso” (no sé si de los Rapacciolli), a “Ofir” ( que decían que era de un señor con el título nobiliario de conde de apellido Gallo), “San Dionisio” de los Pellas, “Las Carolinas” de no sé quién y muchas otras haciendas cafetaleras de Carazo. Pero todo fue en vano. Canela no había.

Había encontrado la manera de hallar un tesoro (no riqueza, pues esta es fruto del trabajo o las malas artes y aquél, de la búsqueda persistente y apasionada de los sueños, donde la suerte puede sonreírte o burlarse con saña), pero seguramente este fragante tesoro no florecía en nuestra Meseta, ni siquiera en nuestro país, si no en ignotos parajes donde solo Sinbad, Marco Polo o Antonio de Abreu se atrevieron a explorar. La única riqueza fehaciente por estos lados, parecía estar en el propio grano de café. Y era ajeno.

Lo infructuoso de la aventura no me privó de aprender cosas nuevas, como reconocer casi todos los trinos de las aves y los sonidos del bosque. El canto de los pocoyo tapacaminos y el pocoyo gritón, del guardabarranco canelo, chichiltotes, el chillido del gavilán pajarero y el halcón peregrino, el golpeteo del carpintero crestirrojo, el graznido de los tucanes en los mameyes y de las loras y chocoyos en los guanacaste y el chagüite. Descubrí lo feo que son los zorros cola pelada o zarigüeyas, los animales más parsimoniosos del mundo: Los perezosos o cúcalas y sus alter –ego, las siempre nerviosas e hiperactivas ardillas que mordisqueaban por pura gula las frutas, las cuyusas, guatusos, mapaches, comadrejas, conejos de monte, puercoespines, monos congos o aulladores, armadillos, ratas, ratones de palo, culebras (a las que siempre les tiraba piedras) y una vez vi un coyote o tal vez un perro flaco, que parecía coyote. 

Aprendí a amar a ese Carazo rural que va perdiendo sus originales colores como las raídas enaguas de nuestras ancianas campesinas de entonces. No encontré mi tesoro, no encontré la botija al final del arcoíris, el arcón de joyas y monedas del pirata en la desierta isla, el filón de oro en la oscuridad de la cueva, pero sí encontré un baúl de recuerdos para pulirlos en senectud, cual utensilios de plata.

El AGUADOR 

Él, sin falta, cumplía su rutina de llegar a la cuadra todas las tardes. Yo vigilaba su arribo a la puerta de mi casa desde los altísimos amontonamientos de cascarilla de arroz que sin descanso arrojaba el vecino trillo de don Álvaro Leiva.

Lo divisé llegar, hice un salto de masampuepa doble mortal, cayendo en clavada perfecta en el afrecho color oro y corrí a cumplir con la enorme responsabilidad asignada por mi madre. Busqué en mi bolsillo abotonado los cincuenta centavos en la mano cumplía con mi asignación de esperarlo sentado en las gradas de acceso a nuestra vieja y adorable casa de barrio San Felipe. 

El pequeño y recio hombre, su fuerte caballo criollo y su tonel rodante – simple y popularmente llamado Pipa- recorrían tres o cuatro barrios por jornada, dejando siempre de último en brindar su servicio a San Felipe, su propio barrio. Aunque lloviera o las fiestas de Santiago apóstol inundaran sincréticamente de fe y paganismo la Plaza municipal, no fallaba en su periplo. 

Era el Aguador, el pipero, el hombre que abastecía del agua más cristalina y pura del mundo a muchísimos hogares jinotepinos.

A veces se me parecía a Sísifo, viviendo imperturbable su tormentosa rutina, a veces a Atlas cargando en sus hombros el esférico cántaro, pero no por divino castigo, si no por necesidad y orgullo. Algunos creen que vino aún infante desde el Güabillo, en las costas del Pacífico de Carazo, para más nunca regresar al campo, al machete y al ganado. Otros discrepan y especulan que nació aquí mismo en San Felipe, descendiendo de aquellos maestros artesanos y constructores indígenas, cuarterones y criollos que llegaron para quedarse desde León a edificar la parroquia y las primeras casonas del centro. 

Dicen que construyó él mismo su pipa rodante (otros aventuran que la compró a su pariente carpintero, Pedro González, “el muco”). Con precisa técnica de ebanistería española y finas duelas de roble fue dándole forma al convexo tonel, fijándolo a los fondos con flejes o anillas de hierro, aplicando calor para dilatar la madera por el centro y sellando las junturas con brea, para no perder ni una gota de los casi seiscientos litros contenidos en el recipiente. La barrena manual, el escoplo y la escofina se encargaban del orifico de alimentación en el lomo del tonel y el de descargue, donde se colocaría la magnífica llave de pase labrada de pulido bronce alemán, a la par de la cual se atornilla la varilla que soportaba axialmente –al momento del llenado-una “oreja” del cántaro de acero. Terminaría su obra impermeabilizándola con “maque fino” y aseguraría su acabada pipa, sobre el esqueleto de un carretón a tracción animal.

El Aguador pipero solo tenía tiempo para dos cosas más: Hacer crecer su ya numerosa prole con su amada Juliana, la tortillera y eventualmente echarse unos riendazos de guarón, en los estancos del barrio. El resto del tiempo lo gastaba en los circuitos de llenado de agua de su pipa en el pozo artesiano de don Rufos Flint y cuando este dejó de funcionar a finales de los años sesenta del siglo pasado, tuvo que robarle las ultimas fuerzas a su jamelgo para ir a “cargar” al antiguo abrevadero indígena de chaliapa ( chaliapán, “lugar sobre la sabana”, mejor dicho: “al pie de la Meseta” en náhuatl), a las pilas de los beneficios cafetaleros de la Castellana o Santa Margarita o el lejano pozo artesiano de don Manuel Matus, mi papa, en el Rosario. 

En cansino ciclo regresaba a los barrios y uno a uno cargaba sobre su torso empapado los treinta cántaros de cada “pipada”, andando y desandando los larguísimos corredores y patios de las casas de sus numerosos clientes y así iba colmando tinacos, tinajas, tinajones y toneles con el agua más cristalina y “gustosa” del mundo.

No usaba ayudante alguno y aunque se le veía cansado y siempre empapado no se quejaba, más bien nos saludaba amablemente con el lacónico “Hoooy hombreé” de los campesinos de mi tierra. Esos dos cántaros de a chelín debían alcanzarnos ¡mágicamente! para lavar trastos, cocinar los alimentos y calmar la sed de nosotros, los dos chanchos, el perro y las gallinas, pues para asearnos, limpiar la casa y lavar la ropa, ajustábamos con agua cosechada de las lluvias entonces generosas de la Meseta caraceña.

En aquellos años de infancia, ajeno yo a las corrientes ecológicas tan en boga hoy en día, intuía que en razón y justicia, eran impagables el agua, el esfuerzo del desnutrido caballo y sobre todo el trabajo y la dedicación de aquél que se perdió en la bruma del olvido al llegar al pueblo el servicio público de agua potable. El mercado, la necesidad y la pobreza dictaron sus leyes.

Cuando episódicamente regreso a mi barrio natal, desde la misma acera de mi infancia, me parece escuchar-por sobre los ruidos y fantasmas de la inconclusa modernidad provinciana - el rechinar de las perfectas ruedas de rayos y pinas de madera, forradas con aros de acero de la pipa del Aguador:

Mi tío, Salvador González.

Edelberto Matus

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