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Un Nobel de economía que tiene poco de ecología y mucho de los banqueros


El llamado Nobel de Economía, concedido por el Banco de Suecia (Sveriges Riksbank), acaba de ser otorgado a dos economistas que abordaron temáticas en ambiente y desarrollo. Rápidamente se generó una enorme confusión, donde unos cuantos entendieron que por fin las ciencias económicas convencionales incorporaban las cuestiones ambientales o que estábamos frente a una renovación en el desarrollo.

En realidad nada de eso ocurre, y el Nobel de economía 2018 refuerza el mito del crecimiento económico como meta del desarrollo y la fe en resolver la crisis económica dentro del mercado y del capitalismo. 

Y lo que es peor, algunos en América Latina aprovecharán esto para para reforzar las estrategias de desarrollo que nos condenan a ser proveedores de recursos naturales para la globalización.

El premio fue concedido a dos estadounidenses, William D. Nordhaus (1941), por sus contribuciones sobre la economía del cambio climático y a Paul M. Romer (1955) por sus aportes al papel de las innovaciones tecnológicas para el crecimiento económico.

Nordhaus es muy conocido en América Latina, al ser el coautor junto a Paul A. Samuelson de unos de los libros de texto sobre economía más usados en el continente (por ejemplo, la 19a edición se titula “Economía con aplicaciones a Latinoamérica”). Se le reconoce como pionero de los análisis económicos sobre el cambio climático, bajo unos procedimientos conocidos como modelos integrados de evaluación. Calculó el “costo social” de las emisiones contaminantes de carbón y propuso un impuesto sobre ellas como medio para frenar el recalentamiento global.

A su vez, Romer estudió el papel de los conocimientos y las tecnologías en promover el crecimiento económico. También es conocido en América Latina por pelearse con sus jefes en el Banco Mundial al defender a Chile en un ranking sobre competitividad.

De alguna manera, los dos economistas contribuyeron a ampliar todavía más el campo de los mercados: uno apostó por colocar dentro del mercado a los gases invernaderos y el clima global, y el otro a las ideas y la innovación. Y los dos son firmes creyentes en que el desarrollo es crecimiento económico.

Nordhaus asumió que la crisis climática se podía resolver por medio de impuestos a los gases invernadero sin cambiar los tipos de producción, comercio y consumo que prevalecen en la actualidad. Dicho de otro modo, cree que ajustes instrumentales dentro del capitalismo resolverá el problema. Como militante de la “economía ambiental”, entiende que es posible darle un “precio” a elementos o procesos de la Naturaleza.

Pero como han advertido los “economistas ecológicos” y otras disciplinas, esos ejercicios están plagados de incertezas. Apenas es posible asignar un valor económico a problemas específicos y en sitios precisos, pero a medida que se amplían los procesos y las escalas, todo se vuelve mucho más incierto. 

Preguntas sustanciales tales cómo cuánto vale una especie de ave que se extinguirá por el cambio climático, ensombrecen cualquier pretensión económica de poder asignarle un precio al carbono con rigurosidad.

En cambio, la metodología de Nordhaus de otorgar un “precio” al carbono en el aire, desemboca en un entrevero que va de unos pocos dólares a unas decenas (en unos de sus textos le asigna US$ 8 por tonelada de carbono, y años más tarde lo recalculó en US$ 21). 

No sólo la variación es importante, sino que los valores son muy bajos, y además todo ello descansa en muchas suposiciones clave, que van desde cómo estimar un valor económico hacia el futuro a los modos de incorporar o no, eventos críticos como el derretimiento del suelo helado en el Ártico. O sea, la modelización es apenas eso, un ejercicio, que depende de los presupuestos iniciales.

Aunque Nordhaus ha atacado a los escépticos del cambio climático, sus preocupaciones ecológicas no van mucho más allá de eso.

 El mismo quedó atrapado en sus modelos desnudando la ausencia de criterios ecológicos, cuando sostuvo que como la agricultura en Estados Unidos apenas representaba el 3% del producto nacional, los impactos del cambio climático en ella no tendrían muchas consecuencias para la economía de ese país. 

Con esos dichos, quedó en claro que la suerte de los granjeros, la obtención de alimentos o la biodiversidad en las áreas rurales, no eran muy relevantes en sus análisis.

Romer a su vez repotenció la idea del crecimiento económico perpetuo, al asumir que las ideas lo podrían alimentar por la eternidad. 

Siguiendo su perspectiva, ya no importa si se agota el cobre chileno o los hidrocarburos venezolanos, de todos modos las economías podrían crecer gracias a nuevas ideas, inventos y tecnologías.

 Es lo que Romer propone como “desarrollo endógeno” donde el acento está puesto en el conocimiento y las tecnologías. 

Lo que los latinoamericanos saben desde hace décadas pero que Romer no analiza adecuadamente, es que esos saberes son monopolizados, patentados y controlados por el norte global. 

Más allá de los intentos de algunos países de la región por diversificarse hacia campos como biotecnología o informática, de todos modos siguen atrapados en exportar recursos naturales por las barreras y los negocios que condicionan y encarecen esas innovaciones.

Una vez más, este Nobel de economía premió en un caso lo que en su esencia son modelizaciones matemáticas, como ejercicios en sí mismos, independientemente de su correspondencia con el mundo real y los dramas actuales. 

Se galardona unos ensayos por los cuales el carbono puede valer de unos pocos dólares a dos decenas, y cuyas consecuencias prácticas, el impuesto para frenar los gases invernadero, no se aplica, difícilmente puede ser impuesto a todas las naciones, y si así fuera, el valor es tan bajo que no se resolvería el problema del cambio climático. 

Esto lo sabe muy bien el gobierno Trump, y por ello sigue adelante con su promoción del carbón, en contra de todos los llamados por frenar el efecto invernadero.

Por el otro lado, se premió otro economista que llegó a extremos tales como defender “ciudades chárter”, donde un país cede la soberanía de una de sus ciudades a una o más naciones desarrolladas, para que sirvan de garantes y co-administradores. 

Esto va más allá de las zonas francas o enclaves de maquila que han proliferado en América Latina, y esa suerte de comodato urbano no deja de ser otra formulación de la disolución de las soberanías nacionales para favorecer la globalización.

En América Latina y otras regiones del sur, todo esto tiene consecuencias. Se refuerzan las ideas convencionales del crecimiento económico y la ampliación continuada de la mercantilización de la vida social y el ambiente. 

Se favorece a los entusiastas de la “economía verde”, asumiendo que pueden generarse más crecimiento económico con la venta de “bienes y servicios” ambientales. 

A la vez, se nutren discusiones que, como no tienen consecuencias en las políticas públicas, hacen que persistan los extractivismos, la exportación de materias primas o la emisión de gases de invernadero desde nuestro continente, en especial desde el medio rural.

De este modo, el Nobel 2018 en economía otra vez premia a la corriente de economistas que creen que su trabajo es producir modelos matemáticos, y a los banqueros que los usan para mantener las estrategias de desarrollo convencionales que tanto los benefician.

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