Los habitantes de un país suelen hablar de otro utilizando como referencia la propia historia. Así sucede a veces con los argentinos y Brasil. Aquí el secretario de Clacso ofrece otra mirada, más real y más compleja.
Entender este país exige una inmensa capacidad de imaginación sociológica.
El Brasil de hoy conserva sus marcas históricas, la sociogénesis de un pasado que revive día tras día en la prepotencia de sus élites, en la persistencia de sus estructuras esclavistas y en un sistemático desprecio hacia la democracia y hacia los derechos de casi todos sus habitantes, transformados en extranjeros dentro de una nación sin patria.
La historia de Brasil ha sido modelada a golpes y engalanada por narrativas indulgentes que han pretendido explicar lo inexplicable.
En definitiva, aunque todo funcione mal, Dios y la alegría son brasileños.
¿Qué más se puede pedir?
Un país cuya independencia fue proclamada por un príncipe, hijo del rey de Portugal, que se consagró emperador “constitucional” y defensor perpetuo del país. Una nación independiente que nació como imperio. Un imperio que permanece hasta hoy gobernado por sus dueños.
Así, la democracia ha sido una excepcionalidad en la historia brasileña.
A falta de democracia política y social, Brasil inventó la “democracia racial”, una ficción doctrinaria que bien podría haber servido para construir el imaginario de una sociedad igualitaria, pero que se transformó en el mito que oculta un racismo institucional que transforma a millones de seres humanos en sujetos del desprecio y la exclusión.
En la segunda nación con mayor población negra del planeta, la historia la escriben los blancos, el poder y la riqueza la acumulan los blancos, las oportunidades las secuestran siempre los blancos.
Los blancos, esos que viven indiferentes ante la violencia y la segregación de los ciudadanos y las ciudadanas silenciados, invisibilizados, abandonados: pobres, negros, campesinos, indígenas, mujeres y niñas violentadas, violadas, seres humanos sin techo, sin tierra, sin nombre, sin derechos.
Brasil, un país continental, repleto de golpes.
Y de mentiras. Cuando el régimen militar derrocó al presidente democrático João Goulart, en 1964, prometió restablecer el orden institucional en apenas un día. Permaneció en el poder 21 años.
El primer editorial de diario O Globo, después del golpe, sentenciaba: “resurge la democracia”.
Y la democracia resurgió, pero dos décadas más tarde, sustentada en una ley del olvido y de la impunidad frente a los crímenes militares.
Nadie sería juzgado. Nadie condenado.
El poder se delegó en un presidente elegido de forma indirecta, sin el voto popular, que murió antes de asumir el cargo, transfiriendo así el mandato a un cacique inexpresivo y gris, con aspiraciones de poeta mediocre y heredero feudal de una de las regiones más miserables del país.
La democracia quiso resurgir, pero no pudo.
Recién en 1989 se realizarían las primeras elecciones presidenciales desde 1960. Durante casi 30 años, Brasil había conseguido vivir al margen de la más diminuta e imperceptible democracia representativa.
Sus élites, sin embargo, explicaban que el período de excepción dictatorial había constituido un verdadero “milagro”, y así comenzó a ser llamado el particular proceso por el que una nación que llegó a crecer más de 30% en apenas un año, pudo transformarse al mismo tiempo en una de las sociedades más injustas y desiguales del planeta.
La ruptura
La historia brasileña desde los años 90 es, más o menos, conocida. Fernando Collor derrotó a Lula con el apoyo solidario de la Red Globo. Collor fue destituido y asumió Itamar Franco, que no hizo casi nada, aunque era bonachón y solía fotografiarse cerca de muchachas sin ropa interior, lo que hizo pensar a muchos que se trataba de un buen presidente.
A Itamar lo sucedió el príncipe de los sociólogos, Fernando Henrique Cardoso, que también derrotó a Lula y exigió que, quienes conocían su pasado, olvidaran todo lo que había escrito.
En 1998, Lula volvió a ser derrotado por Fernando Henrique, que además de avanzar en un plan de privatizaciones, nunca revirtió y, en algunos casos, empeoró las ya deterioradas condiciones de vida de los más pobres.
Durante sus dos mandatos, la pobreza creció o se mantuvo estable, alcanzando, en 2002, al 31,8% de la población. Ese año, Lula ganaría finalmente las elecciones presidenciales.
El ocaso del gobierno Cardoso significó el agotamiento o, por lo menos, el profundo deterioro de un modelo de acumulación y dominación que había imperado desde la transición democrática. A pesar de la crisis del régimen, las élites brasileñas confiaban en que Lula no significaría una amenaza a sus intereses corruptos y mezquinos. Razones tenían.
El ex líder metalúrgico, había escrito una carta al pueblo brasileño en la que prometía no amenazar la riqueza y las propiedades de los más ricos, sino desarrollar un programa de inclusión social que sería beneficioso para el país.
Si le creyeron porque no les quedaba otro remedio o porque confiaron en que, finalmente, lo habían derrotado, no podremos saberlo. Lo que sí sabemos es que el ex líder metalúrgico no mintió y desarrolló un inédito programa de reformas sociales cuyos resultados fueron excepcionales.
La pobreza bajó significativamente, reduciéndose en 12 años más del 73%. La llamada pobreza crónica pasó del casi el 10% al 1%. Todos los sectores sociales aumentaron sus niveles de ingreso. Los más ricos, por ejemplo, 23%.
Pero los más pobres, 84%. Brasil dejó de ocupar el humillante mapa del hambre de la FAO, ampliando oportunidades y condiciones de bienestar hasta entonces inimaginables entre los sectores más pobres del país.
Pero los grandes indicadores sociales, educativos y económicos, en definitiva, el excelente desempeño de su gobierno, no fue lo que dotó a Lula de inmenso reconocimiento y aprobación.
Lo que lo transformó en un verdadero mito, en una personalidad de culto y admiración por parte de los sectores populares, fue el carácter fundacional que adquirió su mandato.
Los pobres pueden no codificar la sociología o la economía con los encriptados códigos teóricos de los intelectuales, pero no por eso son menos sutiles y perspicaces a la hora de comprender su propia realidad social.
Los pobres saben, por ejemplo, que el ingreso tiene que ver con sus capacidades y oportunidades de bienestar. Así, operacionalizan esta evidencia en indicadores muy concretos, por ejemplo, tener o no acceso a mayores y mejores niveles educativos, tener posibilidades de acceso al crédito que permite comprar una casa propia o algunos bienes de consumo básicos, tener energía eléctrica, cloacas, agua potable y, cuando exageran en sus aspiraciones de bienestar, poder viajar a visitar sus seres queridos en avión.
Todo esto, que constituye un inventario de derechos y oportunidades básicas en cualquier república moderna, nunca había estado al alcance de millones de brasileños y brasileñas.
El gobierno de Lula, y posteriormente el de Dilma, ofrecieron, por primera vez, la oportunidad efectiva de sentirse ciudadanos y ciudadanas a un inmenso contingente de personas que habían sido despreciados, descartados y humillados por unas élites que fingían desconocer su existencia como sujetos de derechos o como simples seres humanos con necesidades elementales nunca satisfechas.
Lula vino a reparar esta injusticia histórica. Y lo hizo con una enorme capacidad de gestión y ejerciendo un fuerte liderazgo político, dentro y fuera del país.
La avasalladora fuerza de Lula tomó de sorpresa a unas élites indolentes e ignorantes que suponían que un obrero metalúrgico sin instrucción universitaria fracasaría en su afán de dirigir los destinos de la décima potencia económica del planeta.
En una década, Lula y Dilma, redujeron en 53% el déficit de acceso a la vivienda digna. Construyeron más de 1 millón 700 mil casas populares, universalizaron el acceso a la energía eléctrica (en un país con una inmensa desigualdad energética), aumentaron significativamente el porcentaje de domicilios con acceso a agua, duplicaron la matrícula universitaria, construyeron más universidades y escuelas técnicas que en toda la historia del país hasta el 2002.
Todas estas políticas fueron el resultado de poner a los pobres en el centro del presupuesto nacional, beneficiaron especialmente a la población rural, a las mujeres, los jóvenes, las comunidades indígenas y la población negra.
Si quisiéramos entender Brasil con ojos argentinos, aunque con enormes diferencias y especificidades históricas, deberíamos pensar que Lula cumple un papel mucho más cercano al que Perón ejerció desde 1946, que al de Néstor Kirchner desde el 2003, ante la crisis del 2001. El presidente Kirchner tuvo un papel excepcional en fundar las bases de una república construida sobre los pilares de la igualdad, los derechos humanos y la justicia social. Lo hizo con una gran capacidad de gestión, gobernando un país en ruinas, pero teniendo como referencia un imaginario y una historia que pretendía ser recuperada o refundada.
Lula no. Lula es el fundador. El gran arquitecto democrático de un Brasil, que nunca existió.
La poderosa y contundente consigna de que “la patria es el otro”, es la emotiva síntesis de una década de realizaciones que hemos conquistado colectivamente.
La síntesis que gana sentido y referencialidad en un pasado común y se encarna de manera viva en la necesidad de construir un nuevo presente. Es el pasado que se proyecta y se espeja en nuestros grandes líderes democráticos históricos (Yrigoyen, Perón, Evita, Cámpora, Alfonsín), así como en las víctimas de la dictadura y en nuestras heroicas madres y abuelas. Es el futuro posible, ante la existencia de un pasado real.
Más tarde
Brasil no tuvo ese pasado. Ni ningún otro comparable. Medio siglo más tarde que la Argentina, Brasil cumplió el mandato que muchas veces les ha cabido en América Latina a los gobiernos populares: ser las administraciones que instalan, construyen y defienden un orden republicano, modernizador y democrático, frente a la barbarie predatoria que imponen unas élites del atraso que siempre parecen tener nostalgia de la Edad Media.
Lula funda el Brasil republicano. Es el líder que no está dispuesto a aceptar que no haya espacio para todos y todas en un país de iguales.
Y el que, sin tapujos ni remordimientos hipócritas, no tiene miedo de decir que aspira a que todos vivan mejor, que los pobres puedan comer bien, vivir bien, tener sus hijos en las universidades, ser propietarios de las casas en las que viven.
Lula no aspira a ser un hippie con onda, predicando una crítica desenfocada a los bienes de consumo. Porque sabe que de ellos depende la posibilidad de hacer de la vida digna una oportunidad efectiva y no una falsa promesa.
¿Por qué el juez Moro encarcela a Lula sin otra prueba que su propia convicción? Porque ha sido la estrategia que el poder financiero (improductivo y predatorio), el gran monopolio comunicacional que es la Red Globo, y sectores políticos conservadores (entre ellos, el del ex presidente Fernando Henrique Cardoso) han encontrado para acabar con lo que creen ser un antecedente inaceptable para ese Brasil egoísta y mezquino cuyos privilegios siempre han preservado.
No aceptan que Lula vuelva al poder.
Creyeron que el golpe contra Dilma Rousseff lo hundiría.
Se equivocaron. Ahora creen que, encarcelándolo, podrán silenciarlo. También se equivocan.
Quieren acabar con ese metalúrgico porfiado y persistente que parece no estar dispuesto nunca a rendirse y entregar las armas de la dignidad, la confianza en la política y la certeza en el valor de las movilizaciones populares. Pero también quieren acabar con todos los Lulas que están por venir.
Quieren acabar con lo que consideran un virus fatal contra sus privilegios y su impunidad corrupta: la posibilidad de que muchos y muchas puedan pensar que, si alguna vez un metalúrgico sin escuela, nordestino y pobre, pudo gobernar el país, otros y otras como él podrán hacerlo.
Están encarcelando a Lula, encarcelan una idea. Aspiran a encarcelar el futuro. No podrán. No habrá espacio en las cárceles para esa multitud de hombres y mujeres libres, que seguirán luchando por la construcción de un futuro que les pertenece y nadie podrá robarles.
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