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La Fiscalía de La Haya ha solicitado abrir una investigación sobre Afganistán por crímenes de guerra que incluye abusos a prisioneros en Polonia, Rumanía y Lituania. Estados Unidos mantuvo allí centros de detención con la complicidad de sus gobiernos.

Hagamos un viaje en el tiempo. 20 de septiembre de 2001, Washington. 

El presidente de Estados Unidos, George Walker Bush, da un solemne discurso en el Congreso dirigiéndose a una nación que aún se pregunta por qué ha sido atacada. 

El texano agradece la solidaridad de la comunidad internacional, habla de la reconstrucción de Nueva York y menciona el odio de los terroristas hacia la democracia.

 También nombra a una persona, Osama bin Laden, y un país, Afganistán, desconocidos en ese momento para el 99% de sus conciudadanos.

 Es allí donde Estados Unidos empezaría su “guerra contra el terror” y avisa al resto de naciones que espera una colaboración máxima.

 “O están con nosotros o están con los terroristas”, dice Bush.

¿Cómo sería esa nueva guerra? El presidente se responde a sí mismo: “Somos un país despertado por el peligro y llamado a defender la libertad. 

Nuestro dolor se ha convertido en ira, y nuestra ira en resolución. 

Ya sea que llevemos a nuestros enemigos ante la Justicia o hagamos justicia con nuestros enemigos, se hará justicia”. 

Los congresistas aplauden al unísono y se ponen de pie. 

Bush levanta la vista, la baja un poco para mojarse los labios y la vuelve a subir.

 Sabe que el momento histórico le evitará escuchar disonancias en una cámara entregada.

Lo que venía a decir el presidente era que la “pax americana” estaba por encima del derecho penal internacional y ningún tribunal lo detendría por sus métodos. 

La operación “Libertad duradera” comenzó dos semanas después y Estados Unidos, junto a una coalición internacional, desplegó tropas en Afganistán para derrocar a su Gobierno. Allí siguen 16 años después.

Los ecos de esos tambores de guerra se sintieron en una lujosa mansión de Filadelfia el 15 de diciembre de 2011. 

El padre de la Psicología Positiva, Martin Seligman, recibió en su casa a académicos estadounidenses e israelíes y responsables del FBI y la CIA.

 La finalidad era discutir un estudio suyo, fechado en 1975, que podía tener una aplicación práctica en esa nueva guerra contra el terrorismo. 

Seligman decía que cuando un perro sufre descargas eléctricas de forma indiscriminada termina por no tomar medidas para evitarlas, incluso si se le abre una vía de escape. Interioriza lo que los expertos llaman la “indefensión aprendida”.

Ese encuentro nunca se hizo público y no existen grabaciones, pero cimentaron el brutal sistema de torturas que la CIA instauró posteriormente.

 Es lo que cuenta Mark Fallon, experto en Defensa que pasó por el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, en un libro editado este año, Medios injustificables.

Las conclusiones de la cita de Filadelfia requerían una cobertura legal que llegó pronto.

 La Casa Blanca anunció el 7 de febrero de 2002 que no aplicaría los Convenios de Ginebra a los talibanes y combatientes de Al-Qaeda, dando vía libre a que se les torturase.

 Tres meses después Bush no ratificó el Estatuto de Roma, carta fundacional de la Corte Penal Internacional que sí había firmado Bill Clinton. 

Evitó así que la institución recién nacida en La Haya tuviera jurisdicción en territorio estadounidense. 

La “guerra contra el terror” siguió su curso y Estados Unidos invadió Irak en 2003 con la inestimable colaboración de Tony Blair y José María Aznar, argumentando que el Gobierno de Sadam Husein poseía unas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron.

Demos ahora un salto en el tiempo hacia adelante. 9 de noviembre de 2017, La Haya. 

La Fiscal General de la Corte Penal Internacional, Fatou Bensouda, manda un vídeo a los medios en el que dice lo siguiente: “Durante décadas, el pueblo de Afganistán ha soportado el flagelo del conflicto armado.

 Tras un minucioso examen preliminar de la situación, he llegado a la conclusión de que se han cumplido todos los criterios jurídicos exigidos en el Estatuto de Roma para iniciar una investigación”. Sospecha de tres actores: los talibanes, las fuerzas de seguridad afganas y miembros del ejército de Estados Unidos y de la CIA.

Una Sala de Cuestiones Preliminares del tribunal estudia actualmente darle luz verde.

 Se sabrá en los próximos meses y es muy probable que los jueces le den el visto bueno.

 A partir de ese momento, la Fiscalía tendría autorización para visitar otros países, recopilar pruebas y entrevistar a víctimas. 

Si cree que existen indicios suficientes, incluso solicitaría órdenes de arresto. Al menos 54 detenidos sufrieron torturas, tratos crueles, violación y otras formas de violencia sexual en cárceles afganas controladas por Estados Unidos, según el último informe de la Oficina de Bensouda. Abu Ghraib queda fuera de la investigación porque Irak no es Estado parte de la Corte Penal Internacional.

La fiscal también documenta abusos contra otros 24 prisioneros en centros de detención de la CIA localizados en Polonia, Lituania y Rumanía “principalmente entre 2003 y 2004”. 

Es decir, que no sólo encarcelaron a prisioneros sin juicio y en países como Afganistán o Irak, sino también en el viejo continente. Entonces, ¿se cometieron crímenes de guerra en territorio europeo a principios del siglo XX? Vamos por partes.

Polonia: un país ya condenado

El caso de Polonia ya está parcialmente documentado a nivel judicial. Una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de julio de 2014, obligó a este país a indemnizar con 230.000 euros a dos prisioneros: Abu Zubaydah y Abd al-Nashiri.

 Ambos fueron trasladados a la base militar de Stare Kiejkuty, a unos 150 kilómetros de Varsovia y cercana al aeropuerto de Szymany, entre el 4 y el 5 de diciembre de 2002.

El tribunal se basó en informes desclasificados de la CIA para describir con una precisión terrorífica las “técnicas mejoradas de interrogación”, término utilizado por los norteamericanos para evitar la palabra “tortura”, utilizadas con al-Nashiri.

 Por ejemplo, un oficial lo amenazó con una pistola semiautomática durante un interrogatorio para que hablara. Como no lo hizo, lo metieron en su celda y lo encadenaron. Poco después, el mismo militar entró, apuntó el arma contra su cabeza y apretó el gatillo entre una y dos veces, simulando su ejecución.

El informe de la CIA sigue. “Probablemente el mismo día, el interrogador utilizó un taladro eléctrico para asustar a al-Nashiri (…) entró en su celda y encendió el motor mientras el detenido estaba desnudo y encapuchado”. 

Ninguna de las amenazas de muerte proporcionó información a los interrogadores. 

Los servicios secretos norteamericanos documentaron otros abusos, como “levantarlo del suelo por los brazos mientras los tenía atados a la espalda con un cinturón” o usar “un cepillo rígido para inducirle dolor”.

Un informe de la Cruz Roja citado en la misma sentencia explicó que al-Nashiri estuvo con las “muñecas encadenadas a una barra o gancho en el techo por encima de la cabeza (…) durante varios días seguidos” y fue “amenazado con ser sodomizado”. El 6 de junio de 2003 fue trasladado a otra cárcel secreta, en Rabat.

El Tribunal de Estrasburgo consideró probado que “las autoridades polacas sabían” de la existencia de la cárcel secreta de la CIA, pero no pudo explicar por qué Varsovia se había arriesgado a semejante empresa. 

La explicación llegó a los pocos meses desde el otro lado del Atlántico, pues el Senado estadounidense desclasificó un informe sobre el programa de detención de la CIA que decía lo siguiente: “Para alentar a los gobiernos para que albergasen de forma clandestina centros de detención, o para aumentar el apoyo de los ya existentes, la CIA proporcionó millones de dólares en pagos en efectivo a funcionarios de gobiernos extranjeros”.

No se nombró a los países que colaboraron, sino que se identificó los centros de detención por colores, pero los cruces de datos con otros documentos públicos pusieron en evidencia que la cárcel “azul” era la de Polonia.

 Sus autoridades habían dado su consentimiento para albergarla y llegó a tener prisioneros “por encima de su capacidad”, según otro cable de la Inteligencia estadounidense.

Las consecuencias políticas fueron inmediatas. 

El expresidente de Polonia, el socialdemócrata Aleksander Kwasniewski, convocó a la prensa al día siguiente y admitió haber dado permiso a la CIA para que usara la base militar de Stare Kiejkuty, pero negó saber que allí se practicaban torturas.

 Dijo no tener información sobre los pagos hechos por los norteamericanos y aseguró que el centro se cerró a finales de 2003 gracias a las presiones del Gobierno.

 ¿Por qué lo consintió entonces? Explicó que Estados Unidos le podría devolver el favor si la seguridad nacional polaca se veía amenazada e invocó una hipotética amenaza rusa.

Lituania: ¿torturas en la Unión Europea?

La UE hizo la mayor ampliación de su historia en mayo de 2004, cuando pasó de 15 a 25 miembros. Entre ellos estaba Lituania, que también se adhería a la Convención Europea de Derechos Humanos cuyo artículo 3 prohíbe tajantemente la tortura.

 Las reglas, en teoría, estaban claras.

Diversas informaciones acusaron a Lituania durante años de albergar un centro de la CIA, pero la cadena ABC News fue la primera en ponerla en el mapa. 

Un amplio reportaje en 2009 denunció la existencia de un centro de detención de la CIA en una antigua escuela de equitación, a 20 kilómetros de la capital, durante el año 2005. 

Las autoridades lo permitieron porque estaban agradecidas a Estados Unidos de que les dejaran unirse a la OTAN.

El reportaje provocó que el Parlamento lituano pidiera una investigación a fondo. Su conclusión fue que la CIA estableció no uno, sino dos centros de detención: el primero en la escuela de equitación y el segundo en una casa situada en la misma capital, en Vilnius, informaron medios nacionales.

 Sin embargo, no se llegó a probar que esos edificios llegaran a albergar prisioneros.

 ¿Para qué se usaron entonces? “El verdadero propósito de las instalaciones no se puede revelar porque constituye un secreto de estado”, dijo el fiscal a la prensa lituana.

La excusa no aguantó mucho tiempo. 

El informe del Senado estadounidense sobre las torturas de la CIA desclasificado en 2014 mencionó en varias ocasiones el centro de detención “violeta”, abierto a principios de 2005 y que según numerosas investigaciones estaba en Lituania. 

Se desveló que uno de sus prisioneros, Mustafa Ahmad al-Hawsawi, necesitó de asistencia médica después de un interrogatorio, pero funcionarios locales se negaron a trasladarlo a un hospital cercano por miedo a que la prensa se enterase.

El incidente causó enormes tensiones con la CIA, que se cuestionó la disposición del país anfitrión a “participar como originalmente se había acordado", señalan los mismos cables. Estados Unidos cerró las instalaciones en 2006 y trasladó a sus prisioneros al centro de detención “marrón”, que según varias investigaciones estaba en Afganistán.

 Abu Zubaydah, el detenido que ya ganó un caso contra Polonia en Estrasburgo, ha denunciado que también pasó por Lituania y ha llevado a este país ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en un caso que está pendiente de decisión.

Rumanía: abusos en pleno Bucarest

Una investigación periodística de Associated Press y un medio local, publicada en diciembre de 2011, localizó el centro de detención de la CIA en Rumanía: un edificio de la Oficina Nacional de Información Clasificada situado en el norte de Bucarest, en un barrio residencial y a pocos minutos del corazón de la capital. Abrió en otoño de 2003 después de que la Inteligencia estadounidense vaciara el centro de Polonia.

Dos de los prisioneros que pasaron por allí fueron Janat Gul y Hassan Ghul. Acusados de ser facilitadores de Al-Qaeda, experimentaron alucinaciones después de sufrir privaciones de sueño durante decenas de horas. 

Un médico constató que Ghul sufría “fatiga fisiológica notable", “espasmos musculares abdominales y en la espalda", "parálisis leves en los brazos, las piernas y los pies” debido a las horas que pasaba “en posición colgante” y a los intensos regímenes de privación de sueño, hasta 59 horas seguidas en algunos casos, reflejan cables de la propia CIA.

En mayo de 2005 llegó a Rumanía Abu Faraj al-Libi, un supuesto miembro de Al-Qaeda detenido en Pakistán que sufrió durante un mes las “técnicas mejoradas de interrogación”. 

En ese periodo se quejó de una pérdida de audición, pero sus captores no lo creyeron y siguieron adelante. 

Sólo pararon cuando los doctores de la CIA avisaron de “inaceptables riesgos médicos o psicológicos”. Al-Libi fue trasladado un año más tarde a Guantánamo, donde le tuvieron que implantar un audífono.

Llegó un momento en el que el jefe del centro rumano contactó con sus superiores para comentarles sus preocupaciones: la función del edificio de Bucarest estaba pasando de “producir inteligencia” (conseguir información de prisioneros) a convertirse en unas “instalaciones de detención de larga duración”. 

Sin embargo, los planes se fueron al traste en unos meses. El Washington Post denunció en noviembre de 2005 la existencia de centros de la CIA en antiguas repúblicas soviéticas.

 No dio nombres de países, pero llevó a las autoridades rumanas a reclamarle a Estados Unidos que cerrara la cárcel “en horas”, cosa que sucedió semanas después.

Rumanía negó los hechos durante años, pero su exjefe de Inteligencia Ioan Talpes reconoció en 2014, en una entrevista con Der Spiegel online, que su país albergó “al menos” una de esas cárceles.

 La razón, al igual que Lituania, era favorecer su entrada en la OTAN.

 ¿No le preocupaba que allí se produjeran torturas? 

“Lo que hicieran allí los americanos era asunto suyo”, afirmó Talpes.

Dos de las conclusiones del informe del Senado sobre el programa de detención de la CIA son especialmente chocantes. 

La primera, que “las técnicas mejoradas de interrogación no fueron un medio efectivo para obtener información precisa”. Es decir, la tortura no funcionó porque las confesiones respondían a los deseos de los interrogadores, no a datos o nombres nuevos que pudieran ser utilizados por los Servicios de Inteligencia. 

La segunda, que de los 119 expedientes revisados por el Senado, “al menos 26 fueron arrestos erróneos” porque “no cumplían con los estándares legales de detención”.

 Es decir, más del 20% nunca debieron ser encarcelados porque no habían hecho nada.

¿Sabía Bush dónde estaban éstas y otras cárceles repartidas por medio mundo? El informe del Senado lo aclara: “El presidente pidió no ser informado de las localizaciones de los centros de detención de la CIA para asegurarse de no revelar la información de forma accidental”. Tal cual.

Estados Unidos se opone a la investigación

La pregunta ahora es hasta dónde podría llegar la investigación de La Haya. El Pentágono ya ha avisado de que la rechaza de pleno. Una de sus portavoces dijo que “ni contaría con garantías ni es apropiada”, y que cualquier pesquisa deberá ser hecha por ellos mismos. En el pasado, los obstáculos puestos por algunos estados han echado al traste el trabajo de la Fiscalía, que ha visto derrumbarse casos enteros porque las pruebas desaparecían en el país donde habían sucedido los crímenes o los testigos cambiaban su testimonio a última hora.

Los países europeos señalados y Afganistán deben responder a las eventuales llamadas del tribunal porque sí han ratificado el Estatuto de Roma. Ahora bien, las autoridades afganas recelan mucho del movimiento de Bensouda. “Créame, no están nada contentos con su investigación, han hecho todo lo posible para paralizarla”, dijo a CTXT una alta fuente de La Haya.

La Corte Penal Internacional se basa en el principio de complementariedad, es decir, sólo interviene si detecta que las autoridades nacionales no hacen investigaciones o si éstas no son genuinas. Bensouda, en un informe reciente, dijo que tanto en Polonia como en Lituania y Rumanía “se están llevando a cabo investigaciones penales” sobre el asunto, pero les advierte que seguirá evaluando si esas pesquisas son auténticas y abarcan a “las mismas personas (…) identificada por la Fiscalía”.

El tono contra Estados Unidos es más duro: “No parece que se haya llevado a cabo ningún proceso para examinar la responsabilidad penal de quienes desarrollaron, autorizaron o asumieron la implementación por miembros de la CIA de las técnicas de interrogatorio”, señala la fiscal.

La Fiscalía de La Haya no tiene como política general ir a por los perpetradores directos de los crímenes, sino a por las máximas autoridades que dieron las órdenes de cometerlos. 

Mark Fallon, ex miembro del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, señala en su libro “Medios injustificables” a dos altos cargos. 

El primero es Geoffrey D. Miller, el general que extendió el programa de torturas de la CIA, primero en Guantánamo y más tarde en Irak. Se retiró en 2006, pero abogados franceses y alemanes han impulsado iniciativas legales en sus países para juzgarlo por crímenes de guerra.

 El segundo es nada menos que Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de Estados Unidos entre 2001 y 2006 que, según Fallon, autorizó personalmente al general Miller a aplicar las torturas.

¿Se atreverá La Haya procesar a autoridades como Rumsfeld?

 El caso representa una espada de doble filo para el tribunal. Serviría para limpiar su imagen de ser “una corte para África”, pues de momento todos sus condenados provienen del continente negro. 

Algunos sueñan con ver a altos cargos de la administración Bush sentados en el banquillo de los acusados y las expectativas creadas han sido importantes.

 Si finalmente la Fiscalía diera un paso atrás y no llegara a reunir pruebas suficientes para acusarlos de crímenes de guerra, su imagen pública se vería seriamente dañada.

Hagamos política-ficción e imaginemos que, eventualmente, la corte se atreviera a dictar esas órdenes de arresto.

La prensa internacional abriría sus portadas con el movimiento de La Haya y se ganaría el respeto de actores que hasta el momento han visto sus pasos con desconfianza.

 No obstante, se haría evidente una de las grandes debilidades del tribunal: su dependencia de los estados.

El tribunal no dispone de policía propia y necesita que los estados hagan las detenciones, pero los norteamericanos, con toda seguridad, se negarían a enviar a los suyos a La Haya.

 Habría llamamientos a la comunidad internacional en nombre de las víctimas y los derechos humanos, pero todo quedaría en una declaración de intenciones.

 Al final se impondría esa incómoda verdad que no gusta oír en La Haya: la Justicia universal sólo se aplica allí donde los grandes poderes la permiten.

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