La definición de indio o indígena (términos que en este ensayo se emplean indistintamente) no es una mera preocupación académica ni un problema semántico. Por lo menos, no lo es en la medida en que se reconozca que el término en cuestión designa una categoría social específica y, por lo tanto, al definirla es imprescindible establecer su ubicación dentro del contexto más amplio de la sociedad global de la que forma parte.
Y esto, a su vez, está preñado de consecuencias de todo orden, que tienen que ver con aspectos teóricos y con problemas prácticos y políticos de enorme importancia para los países que cuentan con población indígena.
En primer lugar, me propongo revisar críticamente las principales definiciones que se han elaborado en torno al indígena. En seguida, ofrezco mi propia concepción al respecto. Finalmente, señalo algunas implicaciones de la posición que sustento (1).
Los intentos por definir al indio
El indio ha evadido constantemente los intentos que se han hecho por definirlo. Una tras otra, las definiciones formuladas son objeto de análisis y de confrontación con la realidad, pruebas en las que siempre dejan ver su inconsistencia, su parcialidad o su incapacidad para que en ellas quepa la gran variedad de situaciones y de contenidos culturales que hoy caracterizan a los pueblos de América que llamamos indígenas.
Algunos enfoques parecen haber sido definitivamente superados. En general, cualquier intento por definir a la población indígena de acuerdo con un solo criterio, se considera insuficiente.
El uso exclusivo de indicadores biológicos, conectado estrechamente con la concepción del indio en términos raciales, resulta obsoleto dada la amplitud de la miscigenación ocurrida entre poblaciones muy diversas –entre sí y dentro de cada una de ellas–, lo que hace que en América todos resultemos mestizos.
Sin embargo, todavía en las últimas décadas se publicaron sesudos ensayos en los que sus autores pretendían caracterizar biológicamente a los grupos indígenas, o más aún, clamaban en contra de la confusión de la raza indígena con una clase social, lo que «sólo lleva a tergiversaciones interesadas de las cosas y dificulta la clara comprensión del problema, porque elimina, artificialmente, uno de sus términos principales: el de raza, que juega en él un papel preponderante» (Mendieta y Núñez, 1942: 67-68).
En los Estados Unidos la definición legal de indio incluye todavía consideraciones sobre el porcentaje de sangre indígena de los individuos (Beale, 1955) (2).
El criterio lingüístico es el más frecuentemente usado para las estimaciones censales de la población indígena.
Sin embargo, el uso de lenguas aborígenes no resulta tampoco un indicador suficiente; un país como el Paraguay presenta un ejemplo extremo de la falta de adecuación entre el sector de la población hablante de un idioma indígena y el grupo social denominado indio, ya que el 80% de los paraguayos hablan el guaraní y sólo el 2,6% de la población total es considerado indígena (3).
En general, en todos los países hay un sector de indios que no hablan la lengua aborigen, así como un número de hablantes de esas lenguas que no son definidos como indígenas. Ambas situaciones no se componen sólo de casos individuales sino que pueden referirse a comunidades enteras.
La cultura, en el sentido globalizante que se da a ese término en antropología, ha sido el criterio más favorecido para basar en él la definición de indígena. Los indios, se dice, participan de culturas diferentes de la Europa occidental, que es la cultura dominante en las naciones americanas.
«Son “indígenas” –afirma Comas (1953: 135-136)– quienes poseen predominio de características de cultura material y espiritual peculiares y distintas de las que hemos dado en denominar “cultura occidental o europea”». No se intenta definir cuál es la cultura indígena; se la establece por contraste con la cultura dominante; a lo sumo, se indica que aquélla tiene su punto de partida en las culturas precolombinas. Así, por ejemplo, Gamio (1957: 337) escribió:
«Propiamente un indio es aquel que además de hablar exclusivamente su lengua nativa, conserva en su naturaleza, en su forma de vida y de pensar, numerosos rasgos culturales de sus antecesores precolombinos y muy pocos rasgos culturales occidentales».
Y, por su parte, León-Portilla (1966: 342) agrega: «en nuestro medio, cuando se pronuncia la palabra “indígena”, se piensa fundamentalmente en el hombre prehispánico y en aquellos de sus descendientes contemporáneos que menos fusión étnica y sobre todo cultural tienen con gentes más tardíamente venidas de afuera».
En la bien conocida definición que formuló Alfonso Caso (4) se atiende al hecho de que en muchos grupos indígenas la proporción de elementos de origen precolombino es ya mínima; por eso el autor indica que el criterio cultural (uno de los cuatro que emplea; los otros tres son el biológico, el lingüístico y el psicológico): «consiste en demostrar que un grupo utiliza objetos, técnicas, ideas y creencias de origen indígena o de origen europeo pero adoptadas, de grado o por fuerza, entre los indígenas, y que, sin embargo, han desaparecido ya de la población blanca» (Caso, 1948: 245).
El contraste frente a la cultura dominante queda a salvo: la cultura del grupo indígena podría estar predominantemente compuesta de elementos de origen europeo; pero el hecho de que tales rasgos ya no estén en vigor entre la población «blanca» permitiría definirla como una cultura diferente. Lo que importa, según Caso, no es el contenido específico de la cultura, ni la proporción de rasgos precolombinos que contenga, sino el que siga siendo considerada cultura indígena y el que sus portadores continúen sintiendo que forman parte de una comunidad indígena. Volveré más adelante sobre este aspecto.
Quienes se sienten indios en América, o son considerados tales, forman un conjunto demasiado disímil en cuyo seno es fácil encontrar contrastes más violentos y situaciones más distantes entre sí, que las que separan a ciertas poblaciones indígenas de sus vecinas rurales que no caen dentro de aquella categoría.
Si se piensa, por ejemplo, que hay todavía grupos cazadores y recolectores en la cuenca amazónica que permanecen casi sin contacto con la población nacional, y si se compara su situación y su cultura con las de los zapotecos del Istmo de Tehuantepec, se estará de acuerdo en que, aunque ambos se sintiesen pertenecer a una comunidad indígena –o más bien, aunque a ambos les adscribamos la calidad de indios–, esa identidad nos resulta de escaso valor heurístico y es, por sí misma, incapaz de explicarnos la diferente condición de los dos grupos ni las razones para agruparlos en la misma categoría.
Ante la situación descrita, algunos antropólogos plantearon la imposibilidad de llegar a una definición universalmente válida del indio. Pedro Carrasco, por ejemplo, señalaba dos alternativas: o se trataba de una definición arbitraria, escogida por el investigador en función del problema específico que desea estudiar –y por lo tanto, de valor sólo en términos de esa investigación particular–, o se reconocía que el indio es una categoría social peculiar de ciertos sistemas sociales y se estudiaba objetivamente en cada uno de ellos, sin pretender darle a esa categoría un rango más amplio que el que tenga en la sociedad concreta de que se trate.
«El concepto de indio –concluye Carrasco (1951: 111)– varía en su contenido real en las diferentes regiones, y no hay definición que sea válida dondequiera». Por otro lado, se llegó hasta a negar el indio y a tachar de discriminadora a la política indigenista (de la Fuente, 1947a).
El debate sobre la definición de indio llegó a su clímax al mediar la década de los cuarenta (5). Por esos mismos años cobró auge una corriente de opinión que pugnaba por una definición funcional y utilitaria, al margen del academicismo que ya sonaba bizantino, y destinada únicamente a delimitar de manera convincente cuáles debían ser los sectores de la población que serían objeto de una política especial: la política indigenista (6).
La condición de indio resultaba, dentro de esta nueva perspectiva, una cuestión de grado: los indios estaban peor equipados que otros grupos para la convivencia dentro de la sociedad dominante, por lo que resultaban ser el sector más explotado; la indianidad se identificaba con un núcleo de costumbres rústicas y con el retraso, y era algo que se podía y se debía eliminar (de la Fuente, 1947b). Esta corriente continúa hasta nuestros días y encuentra su expresión más desarrollada en la obra reciente de Ricardo e Isabel Pozas, quienes señalan:
«Se denomina indios o indígenas a los descendientes de los habitantes nativos de América –a quienes los descubridores españoles, por creer que habían llegado a las Indias, llamaron indios– que conservan algunas características de sus antepasados en virtud de las cuales se hallan situados económica y socialmente en un plano de inferioridad frente al resto de la población, y que, ordinariamente, se distinguen por hablar las lenguas de sus antepasados, hecho que determina el que éstas también sean llamadas lenguas indígenas», y prosiguen más adelante:
«Fundamentalmente, la calidad de indio la da el hecho de que el sujeto así denominado es el hombre de más fácil explotación económica dentro del sistema, lo demás, aunque también distintivo y retardador, es secundario» (Pozas, 1971: 11 y 16). Darcy Ribeiro (1971) también explora este camino y considera la indianidad como una forma de desajuste frente a la sociedad nacional.
El indio como categoría colonial
De lo expuesto anteriormente se concluye que la definición de indio no puede basarse en el análisis de las particularidades propias de cada grupo; las sociedades y las culturas llamadas indígenas presentan un espectro de variación y contraste tan amplio que ninguna definición a partir de sus características internas puede incorporarlas a todas, so pena de perder cualquier valor heurístico. La categoría de indio, en efecto, es una categoría supraétnica que no denota ningún contenido específico de los grupos que abarca, sino una particular relación entre ellos y otros sectores del sistema social global del que los indios forman parte.
La categoría de indio denota la condición de colonizado y hace referencia necesaria a la relación colonial.
El indio nace cuando Colón toma posesión de la isla Hispaniola a nombre de los Reyes Católicos. Antes del descubrimiento europeo la población del Continente Americano estaba formada por una gran cantidad de sociedades diferentes, cada una con su propia identidad, que se hallaban en grados distintos de desarrollo evolutivo: desde las altas civilizaciones de Mesoamérica y los Andes, hasta las bandas recolectoras de la floresta amazónica.
Aunque había procesos de expansión de los pueblos más avanzados (incas y mexicas, por ejemplo) y se habían consolidado ya vastos dominios políticamente unificados, las sociedades prehispánicas presentaban un abigarrado mosaico de diversidades, contrastes y conflictos en todos los órdenes.
No había «indios» ni concepto alguno que calificara de manera uniforme a toda la población del Continente (7).
Esa gran diversidad interna queda anulada desde el momento mismo en que se inicia el proceso de conquista: las poblaciones prehispánicas van a ver enmascarada su especificidad histórica y se van a convertir, dentro del nuevo orden colonial, en un ser plural y uniforme: el indio/los indios.
La denominación exacta varió durante los primeros tiempos de la colonia; se habló de «naturales» antes de que el error geográfico volviera por sus fueros históricos y se impusiera el término de indios. Pero, a fin de cuentas, lo que importa es que la estructura de dominio colonial impuso un término diferencial para identificar y marcar al colonizado.
Esa categoría colonial (los indios) se aplicó indiscriminadamente a toda la población aborigen, sin tomar en cuenta ninguna de las profundas diferencias que separaban a los distintos pueblos y sin hacer concesión a las identidades preexistentes.
Tal actitud generalizante la comparten necesariamente todos los sectores del mundo colonizador y se ejemplifica bien en los testimonios que revelan la mentalidad de los misioneros: para ellos, los indios eran infieles, gentiles, idólatras y herejes.
No cabe en esta visión ningún esfuerzo por hacer distinciones entre las diversas religiones prehispánicas; lo que importa es el contraste, la relación excluyente frente a la religión del conquistador.
Así, todos los pueblos aborígenes quedan equiparados, porque lo que cuenta es la relación de dominio colonial en la que sólo caben dos polos antagónicos, excluyentes y necesarios: el dominador y el dominado, el superior y el inferior, la verdad y el error.
En el orden colonial el indio es el vencido, el colonizado. Todos los dominados, real o potencialmente, son indios: los incas y los piles, los labradores y los cazadores, los nómadas y los sedentarios, los guerreros y los sacerdotes; los que ya están sojuzgados y los que habitan más allá de la frontera colonial, siempre en expansión; los próximos, los conocidos sólo por referencias y los que apenas se imaginan o se intuyen.
De una sola vez, al mismo tiempo, todos los habitantes del mundo americano precolonial entran en la historia europea ocupando un mismo sitio y designados con un mismo término: nace el indio, y su gran madre y comadrona es el dominio colonial.
La consolidación paulatina del régimen colonial va haciendo explícito el contenido de la categoría indio dentro del sistema. La colonia disloca el orden previo y va estructurando uno nuevo que se vertebra jerárquicamente y descansa en la explotación del sector recién inventado: el indio.
El colonizador se apropia paulatinamente de las tierras que requiere; somete, organiza y explota la mano de obra de los indios; inicia nuevas empresas coloniales siempre fundadas en la disponibilidad de indios; establece un orden legal para regular –y sobre todo para garantizar– el dominio colonial; modifica compulsivamente la organización social y los sistemas culturales de los pueblos dominados, en la medida en que tales alteraciones son requeridas para el establecimiento, la consolidación y el crecimiento del orden colonial.
Como toda estructura colonial, el mundo euroamericano es un mundo escindido, bipolar. El orden jerárquico admite aquí sólo dos instancias; el colonizador y el colonizado. La racionalización correspondiente postula la supremacía del colonizador en base a la superioridad de su raza o de su civilización. La situación colonial implica, como lo ha señalado Georges Balandier (1951; 1955), un verdadero choque de civilizaciones. La diferencia cultural entre colonizador y colonizado no es un mero añadido al sistema de dominio colonial sino un elemento estructural indispensable. De ahí, precisamente, que sea ésa la única distinción cultural que cuenta (y aquí, al decir cultural, se abarcan también distinciones raciales reales o sólo postuladas) y que es preciso asumir y remarcar: no importa cuán diferentes sean entre sí los colonizados, lo que verdaderamente importa es que sean diferentes del colonizador. Por eso son indios, genéricamente.
¿Cómo entender dentro de este contexto el proceso del mestizaje?, ¿no es evidente que la presencia misma del mestizo anula el planteamiento anterior, es decir, la estructura bipolar del régimen colonial? Cabe recordar, en primer término, la distinción entre el mestizaje biológico y la categoría social de mestizo; aquí he de referirme a esta última, sin desconocer que el mestizo es, a la vez que un segmento de la sociedad colonial, un producto de la mezcla biológica entre colonizadores y colonizados, pero entendiendo que además de los catalogados socialmente como mestizos, hubo también los frutos de una amplia miscigenación que permanecieron adscritos a la población indígena y, seguramente, también a la criolla.
El régimen colonial iberoamericano demandaba una capa social capaz de desempeñar una serie de tareas (administrativas, de servicios, de mediación o de mediatización) que la población netamente colonizadora –es decir, los españoles peninsulares y los criollos– no bastaba para cubrir. El funcionamiento de una empresa colonial en expansión y crecientemente compleja creaba día tras día nuevas funciones que no podían ser desempeñadas por el grupo dominante, pero que, al mismo tiempo, no podían ponerse en manos de la población colonizada, ya que correspondían, en mayor o menor grado, a la estructura de dominio. Los mestizos, como categoría social, como sector diferente de la población indígena fueron el expediente adecuado del que el sistema colonial echó mano para satisfacer esa carencia.
Sobre este grupo se ejerció una intensa acción aculturativa que dio por resultado su desarraigo del sector colonizado (que en general coincidía con su filiación materna); a ellos se destinó legalmente una serie de ocupaciones distintas de las admitidas para el indio; se les concedieron privilegios que los enfrentaban con los indios y, en fin, se les asignó un estatuto social diferente y superior al que ocupaba el colonizado, aunque también subordinado a la capa colonizadora estrictamente definida. En otras palabras, los mestizos pueden verse como un sector de origen colonizado que el aparato colonial cooptó para incorporarlo a la sociedad colonizadora, asignándole dentro de ella una posición subordinada. Visto así, el mestizo no es un enlace, un puente, ni una capa intermedia entre colonizadores y colonizados, sino un segmento particular del mundo colonizador, cuya emergencia responde a necesidades específicas del régimen dominante.
Otra es la condición del negro dentro de la estructura colonial. El forma la segunda categoría del mundo colonizado y en eso se identifica con el indio. Pero representa una fuerza de trabajo complementaria o supletoria a la de la masa colonizada; se le destina a tareas diferentes –en general, a empresas coloniales que no tenían equivalente en las culturas prehispánicas–; se le adjudica un estatuto inferior al del indio; es el esclavo que se adquiere por compra, cuya humanidad se niega más empecinadamente y durante más largo tiempo que al indio, es decir, se le reifica en mayor grado. Su importancia será variable en las distintas colonias americanas, en función del monto y las condiciones de la población aborigen en las diversas áreas: en unas será sólo un suplemento comparativamente restringido, en otras se convertirá en la masa fundamental de los colonizados. En consecuencia, marcará con diferente intensidad a los regímenes coloniales y teñirá en diverso grado las características de las futuras naciones americanas.
Por otra parte, en el tratamiento a la población de origen africano se pueden hallar muchos elementos semejantes a los que definen la condición del indio como colonizado, sólo que frecuentemente acentuados por el régimen de esclavitud; así, por ejemplo, la «marca del plural» (8): la falta de discriminación en cuanto a sus orígenes y filiaciones étnicas, la negación de su individualidad, el englobamiento dentro de una sola y misma categoría (el negro/los negros). «Negro» e «indio» son, en resumen, las dos categorías que designan al colonizado en América.
Los dos segmentos que forman la sociedad colonial se definen por su relación asimétrica y tal asimetría se manifiesta en todos los órdenes de la vida y conforma, en consecuencia, una situación total. Dentro de ella, el indio es el colonizado y, como tal, sólo puede entenderse por la relación de dominio a que lo somete el colonizador. En el proceso de producción, en el orden jurídico, en el contacto social cotidiano, en las representaciones colectivas y en los estereotipos de los dos grupos se expresa siempre la diferenciación y la posición jerarquizada de ambos: el amo y el esclavo, el dominador y el dominado.
La invención del indio, o lo que es lo mismo, la implantación del régimen colonial en América, significa un rompimiento total con el pasado precolombino. No importa cuán abundantes y significativas puedan ser las evidencias de continuidad, de persistencia de elementos culturales entre la población aborigen, lo cierto es que el indio nace entonces y con él la cultura indígena: la cultura del colonizado que sólo resulta inteligible como parte de la situación colonial. Todos los rasgos de las culturas prehispánicas vigentes en el momento del contacto, adquieren a partir de entonces un nuevo significado: ya no son más ellos mismos, sino partes del sistema mayor que abarca también a la cultura de conquista. Así como ésta no puede entenderse como un simple trasplante de Europa a América –como lo ha mostrado Foster (1960)– así tampoco es posible entender la cultura indígena como una perpetuación de las culturas originales durante el periodo colonial.
Pero menos aún en el caso de la cultura indígena, porque la cultura de conquista es la del grupo dominante en tanto que aquélla es la de los pueblos sojuzgados; la primera se modifica para adaptarse a un ambiente nuevo, pero su cultura madre, de la que pretende ser una expresión transterrada permanece autónoma y ofrece un marco de referencia vigente, en tanto que la cultura indígena se ve alterada compulsivamente, se mutila, queda impedida de cualquier desarrollo autónomo, al mismo tiempo que sus pautas de referencia originales pierden aceleradamente vigencia y se opacan en el pasado para transformarse paulatinamente en mito o en nada.
Aunque la situación colonial homogeiniza a los pueblos dominados y los engloba dentro de una misma categoría; aunque, en mucho, el proceso de aculturación compulsiva al servicio de los intereses coloniales impone pautas idénticas y apunta hacia una igualación efectiva en algunos sectores de las culturas originales, no puede concluirse de esto que el proceso colonial hiciera tabla rasa de las diferencias preexistentes entre las sociedades sojuzgadas. Esto acontece así por razones de dos órdenes: primero, porque el efecto final de la aculturación compulsiva no sólo depende de la intención colonizadora sino también de la matriz cultural previa en la que habrán de darse los cambios; segundo, porque está dentro de las necesidades del orden colonial el impedir una cohesión creciente dentro del sector colonizado.
Es innegable que el efecto de la política colonial –que a cierto nivel puede considerarse unívoca– no fue el mismo en todas las poblaciones aborígenes sometidas a una misma potencia colonial. La diversidad de los resultados concretos obedeció a un complejo entrelazamiento de causas diferentes, pero entre ellas tienen un peso de singular importancia las condiciones particulares de cada sociedad colonizada. Un campo en el que es patente ese proceso diferencial, es el de los resultados de la evangelización. Aquí, el trasfondo religioso particular de cada grupo fue un factor de indudable importancia y su efecto se manifiesta en los fenómenos comúnmente designados como sincréticos. En otros aspectos, piénsese sólo en los resultados de la política de reducción y congregación, y en los problemas variadísimos que presentaron los diversos grupos de acuerdo con su peculiar organización social y su específico sistema de producción.
Por otra parte, fueron muchas y de distinto orden las medidas adoptadas por el régimen colonial para fragmentar las lealtades previas y obstruir el paso al surgimiento de otras nuevas y más amplias entre los colonizados. Como tendencia general podría señalarse la reorganización y el reforzamiento de la estructura de la comunidad local con su consecuente identidad parroquial, limitada a sus propios términos en virtud de su estructura de poder que reducía al mínimo la posibilidad de comunicación horizontal y aislaba a cada unidad local, mediatizando todos sus canales de comunicación en una primera instancia de poder controlada ya directamente por el aparato colonial.
En otras palabras, cada unidad local indígena podría manejar hasta cierto punto sus asuntos internos, incluso mediante autoridades propias, pero la conexión con otras comunidades no podía hacerla directamente (horizontalmente) sino a través de funcionarios superiores que eran parte del sector colonizador. Aunados a esa estructura arborescente, y reforzándola, se multiplicaban los motivos artificiales de conflicto entre comunidades vecinas (por tierras y aguas, casi siempre) con lo que se ponía un dique más a la posibilidad de solidaridad entre los colonizados. El estudio de Fernando Fuenzalida (1970) sobre la matriz colonial de las comunidades tradicionales en el altiplano andino aporta un ejemplo excelente de ese proceso.
En resumen, las culturas aborígenes sufren el efecto de la situación colonial integrando en su seno los resultados de tendencias aparentemente contradictorias pero que son consecuentes y explicables dentro del contexto colonial. Por una parte, se modifican en sentido convergente para ajustarse a la situación que las iguala dentro del sistema: la de culturas colonizadas; por la otra, se particularizan al asimilar en forma diferencial las medidas aculturativas uniformes, en función de su matriz cultural específica, al mismo tiempo que las unidades étnicas mayores se fragmentan y se reorganizan en sociedades locales que responden a la estructura de dominio dentro del régimen colonial.
Dentro del sistema total el colonizado es uno y plural (el indio/los indios), forma una sola categoría que engloba y uniformiza al sector dominado; internamente, se disgrega en múltiples unidades locales que debilitan las antiguas lealtades enfatizando la identidad parroquial. Podría afirmarse, con Luis Beltrán (1969), que la sociedad colonial es dual en su estructura básica y plural en el sector colonizado.
Para concluir esta argumentación cabe repetir sus postulados iniciales: el término indio puede traducirse por colonizado y, en consecuencia, denota al sector que está sojuzgado en todos los órdenes dentro de una estructura de dominación que implica la existencia de dos grupos cuyas características étnicas difieren, y en el cual la cultura del grupo dominante (el colonizador) se postula como superior. El indio es una categoría supraétnica producto del sistema colonial, y sólo como tal puede entenderse.
Los indios en la América de hoy
La quiebra del imperio colonial europeo en América debía colocar al indio en una nueva situación. Los aspectos puramente formales de este problema los atacaron algunos libertadores desde el momento mismo de la independencia. Así, por ejemplo, San Martín ordenaba en su decreto del 27 de agosto de 1821: «En adelante no se denominarán los aborígenes Indios o Naturales; ellos son hijos y ciudadanos del Perú y con el nombre de “Peruanos” deben ser conocidos» (citado por Alejandro Lipschutz, 1956: 77).
Por desgracia, la desaparición del indio no se reducía a un simple cambio de nombre. La estructura social de las naciones recién inauguradas conservó, en términos generales, el mismo orden interno instaurado durante los tres siglos anteriores y, en consecuencia, los indios continuaron como una categoría social que denotaba al sector dominado bajo formas coloniales, ahora en el seno de países políticamente independientes.
Más todavía: muchos pueblos aborígenes se mantuvieron hasta mediados del siglo XIX en un estado de virtual independencia, ocupando enormes áreas que la sociedad colonial no había requerido, o no había podido incorporar efectivamente.
Los países independientes habrían de sustentar en la explotación de esos territorios su economía nacional, atendiendo al desgajamiento de los antiguos imperios coloniales y a la necesidad de reorientar sus empresas económicas en un contexto nuevo en el que se debían vincular con la economía mundial de forma diferente a la que caracterizó a las colonias. Dos casos, entre muchos otros, muestran con toda claridad esta situación.
En primer lugar, la conquista del Oeste en Norteamérica: un proceso por el que una enorme extensión territorial que había permanecido sólo nominalmente adjudicada a las metrópolis española e inglesa, pero que de hecho permanecía ocupada por una gran cantidad de grupos aborígenes autónomos y beligerantes, pasa a formar parte real de las nuevas naciones, las cuales, para dominarlo, no sólo habrán de luchar contra los indios sino entre ellas mismas.
El segundo caso es el de la conquista del desierto, como se denominó la expansión argentina hacia el sur, ocupando la pampa y la Patagonia que durante la época colonial fueron tan sólo tierra de indios. En ambos ejemplos es patente que la independencia y la formación de las naciones americanas repercutió en un nuevo impulso a la expansión territorial; pero lo que es más importante: la actitud «nacional» ante esa expansión, la actitud hacia los indios que ocupaban las tierras por conquistar, fue precisamente una actitud de conquista, que en nada se distinguía de la que caracterizó a los colonizadores europeos de los siglos XVI a XVIII.
La más superficial lectura de los documentos de la época revela similitudes sorprendentes con los clásicos cronistas de la conquista. El indio sigue apareciendo en ellos con las mismas características que tenía en el siglo XVI, a los ojos asombrados de los primeros expedicionarios: los mismos estereotipos, los mismos prejuicios, consolidados por más de 300 años de régimen colonial que, como anoté ya, exigía esas imágenes para racionalizar el orden de dominio y explotación imperante.
Y el proceso sigue aún. Millones de kilómetros cuadrados de la gran cuenca amazónica son todavía, para cualquier efecto práctico, tierra ignota habitada sólo por indios –o, como se dice más frecuentemente y muy reveladoramente: tierra deshabitada. Brasil y los demás países que con él comparten ese enorme territorio imaginan la porción que las corresponde de manera muy semejante a como en los albores de la colonia se imaginó Eldorado y las ciudades de Cíbola.
Los frentes de expansión de las sociedades nacionales mordisquean incesantemente los límites de la que todavía hoy se llama «frontera de la civilización»; son los nuevos territorios de conquista y, en tal condición, los indios que los habitan son nuestros enemigos –por más que las legislaciones respectivas los declaren ciudadanos de tal o cual país.
El tiempo se detuvo: al indio hay que dominarlo, «civilizarlo», cristianizarlo; cualquier resistencia suya, real o imaginada, justifica el genocidio –etapa extrema del etnocidio constante. El apetito de tierra es insaciable –y en América, la tierra tiene indios.
Los ejemplos anotados corresponden ya a la vida independiente de las naciones americanas. Porque son casos extremos, situaciones-límite, muestran con mayor claridad que otros que la presencia del indio indica persistencia de la situación colonial. Indio y situación colonial son, aquí, términos inseparables y cada uno conlleva al otro.
Confío en que haya quedado suficientemente claro que la categoría de indio o indígena es un producto necesario del sistema colonial en América. Es, evidentemente, una categoría supraétnica que abarca indiscriminadamente a una serie de contingentes de diversa filiación histórica cuya única referencia común es la de estar destinados a ocupar, dentro del orden colonial, la posición subordinada que corresponde al colonizado.
El problema consistiría en definir si la persistencia de la categoría social indio corresponde efectivamente a la persistencia de una situación colonial, o si debe entenderse como un remanente que ya no está sustentado por el orden social –colonial– que le dio origen (9).
No es ahora el momento para entrar de lleno y a fondo en la compleja polémica que se ha desatado en América Latina en torno a conceptos tales como colonialismo interno, sociedad dual o plural, marginalidad y otros del mismo tenor; pero sin duda, el tema que he discutido toca de manera directa esa problemática y es necesario apuntar expresamente sus principales implicaciones al respecto.
Me parece que la documentación etnográfica disponible –aunque tal literatura, por desgracia, haya sido con frecuencia completamente ciega a ese tipo de problemas– es abundante en indicios sobre la manera en que las sociedades indígenas se vertebran dentro de las sociedades nacionales, y que el cuadro que paulatinamente nos revelan, a pesar de ser fragmentario y desdibujado, nos permite apreciar un tipo de relaciones cuya naturaleza colonial es evidente.
El carácter colonial de estas relaciones no implica que sean relaciones precapitalistas, o que no correspondan a un orden en que el modo de producción dominante sea el capitalismo.
De hecho, el colonialismo de los tiempos modernos, a partir de la era de los grandes descubrimientos que abrieron el camino para la expansión europea, es un resultado del capitalismo y ha acompañado a este modo de producción a través de sus diversas etapas. En otras palabras: las relaciones coloniales (sean internas o externas), no sólo no son incompatibles ni están en contradicción con el modo de producción capitalista, sino que no pueden entenderse más que como un producto del régimen capitalista.
Ahora bien, no todas las relaciones de producción dentro del orden capitalista son relaciones coloniales, ni se puede identificar, en consecuencia, relación colonial con relación capitalista. Lo que define específicamente a una situación colonial –y en esto trato de seguir las ideas de Georges Balandier (1951)– es el hecho de que es una situación total que involucra necesariamente a dos grupos étnicos diferentes, uno de los cuales, portador de una civilización con una tecnología de dominio más avanzada, se impone sobre el otro en todos los órdenes y justifica y racionaliza ese dominio en nombre de una superioridad racial, étnica o cultural dogmáticamente afirmada.
Así entendida, la relación colonial es una categoría a nivel diferente de la de modo de producción.
Volviendo ahora a la reflexión sobre la situación de las poblaciones indígenas, cabría señalar, entonces, que la vinculación de éstas con el resto de la sociedad nacional se puede postular como una relación colonial, sin que esto niegue la naturaleza capitalista (dependiente) que caracteriza todavía a la estructura económica de las naciones latinoamericanas en las que existe población indígena.
La situación que subsiste en las regiones indígenas y en los frentes de contacto (o de fricción, como aclara Cardoso de Oliveira, 1962) entre sociedades nativas y agentes de las sociedades nacionales, conformaría una situación colonial.
Los indicios de tal situación colonial son abundantes en la literatura antropológica, y no cabe en los límites de este artículo ningún intento serio de documentarlos sistemáticamente; pero el lector familiarizado con estos temas podrá recordar con facilidad el contexto de discriminación que predomina en esas áreas, la gran variedad de formas de dominio político e ideológico y de explotación económica que se dan dentro de él en beneficio inmediato de la minoría no-india, así como el papel que juegan las diferencias socio-culturales entre la población indígena y la nacional (10).
El contraste entre ese tipo de relaciones y las que podemos llamar propiamente capitalistas, no está en que en las primeras no conlleven una forma de explotación económica en beneficio de la burguesía nacional y/o internacional, sino en la manera en que tal explotación se efectúa, y en que demanda un contexto socio-cultural con características peculiares que, a la vez, hace posible la explotación colonial (11).
El papel que desempeñan los sectores indígenas dentro de las estructuras nacionales es un tema a analizar, pero lo que me parece claro es que su caracterización no se agota –y sí, en cambio, se obscurece– cuando en un exceso de simplificación se pretende encasillarlos bajo rubros como el de proletarios o ejército de reserva industrial. A este respecto, el estudio de José Nun (1969) sobre la marginalidad en América Latina es, en mi opinión, un buen ejemplo del tipo de análisis que exige esta problemática.
Indios y etnias
La conceptualización del indio como una categoría social de la situación colonial en América conlleva una serie de implicaciones de gran importancia, de entre las cuales sólo voy a referirme aquí a una: la distinción entre indios y etnias. La categoría indio o indígena es una categoría analítica que nos permite entender la posición que ocupa el sector de la población así designado dentro del sistema social mayor del que forma parte: define al grupo sometido a una relación de dominio colonial y, en consecuencia, es una categoría capaz de dar cuenta de un proceso (el proceso colonial) y no sólo de una situación estática.
Al comprender al indio como colonizado, lo aprehendemos como un fenómeno histórico, cuyo origen y persistencia están determinados por la emergencia y continuidad de un orden colonial. En consecuencia, la categoría indio implica necesariamente su opuesta: la de colonizador. El indio se revela como un polo de una relación dialéctica, y sólo visto así resulta comprensible. El indio no existe por sí mismo sino como una parte de una dicotomía contradictoria cuya superación –la liberación del colonizado– significa la desaparición del propio indio.
La etnia, como categoría aplicable para identificar unidades socio-culturales específicas resulta ser una categoría de orden más descriptivo que analítico.
En efecto, si hablamos de sioux, tarahumaras, aymaras o tobas, hacemos referencia a las características distintivas de cada uno de esos grupos y no a su posición dentro de las sociedades globales de las que forman parte; estamos nombrando entidades históricas que alguna vez fueron autónomas, hoy están colonizadas y en el futuro se habrán liberado. Sin que el paso de una condición a otra las haga necesariamente desaparecer, porque no se definen por una relación de dominio –como el indio– sino por la continuidad de su trayectoria histórica como grupos con una identidad propia y distintiva.
La identidad étnica, por supuesto, no es una condición puramente subjetiva sino el resultado de procesos históricos específicos que dotan al grupo de un pasado común y de una serie de formas de relación y códigos de comunicación que sirven de fundamento para la persistencia de su identidad étnica.
Es evidente que las etnias sometidas han sufrido los efectos de la situación colonial. Muchos grupos desaparecieron a lo largo de cuatro y medio siglos de colonización; otros están en vías de extinción. Buen número de etnias se han fragmentado como resultado del mismo proceso. En mayor o menor grado la cultura indígena –es decir, la cultura del colonizado– ha substituido con elementos comunes lo que antes fueron rasgos distintivos particulares, reduciendo así la base étnica distintiva pero ampliando el fundamento de la identidad común del colonizado.
La liberación del colonizado –la quiebra del orden colonial– significa la desaparición del indio; pero la desaparición del indio no implica la supresión de las entidades étnicas, sino al contrario: abre la posibilidad para que vuelvan a tomar en sus manos el hilo de su historia y se conviertan de nuevo en conductoras de su propio destino.
Ya hay ejemplos que apuntan en la dirección señalada. Julio de la Fuente reporta en uno de sus trabajos (de la Fuente, 1947b) que los zapotecos del Istmo de Tehuantepec rechazan la denominación de indios, pero no la de zapotecos ni la de tehuanos.
Al parecer, se ha roto en esa región la estructura de dominio colonial y ello ha dado lugar al surgimiento de una identidad étnica regional desligada de la categoría indígena. En otros casos no ha persistido la denominación étnica, aunque subsista una organización cultural distintiva; tal sería la situación en la ciudad de Cholula y en el área aledaña «mestiza» (12). Las condiciones que determinan la persistencia de una identidad étnica específica, o su transformación en una conciencia regional distintiva –una vez roto el vínculo colonial– serían uno de los problemas a estudiar dentro de la perspectiva que aquí se ha propuesto.
Este planteamiento se relaciona de manera clara e ineludible con la política indigenista. En primer término, porque al no haber hecho ésta una distinción clara entre indios y etnias ha caído en la confusión de proponerse como meta la desaparición de las etnias y no de los indios –es decir: del orden colonial.
Al no reconocer que el problema indígena reside en las relaciones de dominio que sojuzgan a los pueblos colonizados, el indigenismo ha derivado generalmente –en la teoría, pero sobre todo en la práctica– en el planteamiento de líneas de acción que buscan la transformación inducida –y a veces compulsiva– de las culturas étnicas, en vez de la quiebra de las estructuras de dominio.
Para la solución del problema, la política indigenista plantea como condición implícita y previa la desaparición de las etnias –cuando, como hemos visto, la desaparición del indio obedecerá a un proceso que es ajeno a los que determinarán la disolución o el reforzamiento de las entidades étnicas. El indigenismo, en fin, parece considerar que el pluralismo cultural es un obstáculo para la consolidación nacional; en realidad, no es la pluralidad étnica lo que entorpece la forja nacional, sino la naturaleza de las relaciones que vinculan a los diversos grupos, y en el caso indígena, la situación colonial que le da origen.
Notas
1. La elaboración de este esquema se vio constantemente estimulada por las discusiones que el autor sostuvo sobre tales temas en los seminarios que dirigió en el Museo Nacional de Rio de Janeiro, Brasil (1970), en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad Ibero-Americana (1971), así como en el Coloquio sobre fricciones interétnicas en América del Sur, celebrado en Barbados, en febrero de 1971.
2. Conviene añadir que los recientes movimientos indígenas en ese país han hecho uso frecuente del concepto de raza para designarse a sí mismos.
3. El dato sobre hablantes de guaraní procede de A. Borgognon (1968); el porcentaje de población indígena es una estimación del Anuario Indigenista (1962), donde se calcula un total de 64 mil indios en el Paraguay.
4. «Es indio –dice– todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena; que se concibe a sí mismo como indígena, porque esta conciencia de grupo no puede existir sino cuando se acepta totalmente la cultura del grupo; cuando se tienen los mismos ideales éticos, estéticos, sociales y políticos del grupo; cuando se participa en las simpatías y antipatías colectivas y se es de buen grado colaborador en sus acciones y reacciones.» (Caso, 1948: 245).
5. El Segundo Congreso Indigenista Interamericano, celebrado en 1949 en Cuzco, Perú, aprobó la siguiente definición que da idea de la confusión reinante: «El indio es el descendiente de los pueblos y naciones precolombinos que tienen la misma conciencia social de su condición humana, asimismo considerada por propios y extraños, en su sistema de trabajo, en su lengua y en su tradición, aunque éstas hayan sufrido modificaciones por contactos extraños. Lo indio es la expresión de una conciencia social vinculada con los sistemas de trabajo y la economía, con el idioma propio y la tradición nacional respectiva de los pueblos o naciones aborígenes.» (Segundo Congreso Indigenista Interamericano, 1949: 86-87).
6. Esa es la preocupación de O. Lewis y E. E. Maes (1945), en «Base para una nueva definición práctica del indio».
7. Había algunas denominaciones genéricas, como la de «chichimecas», que usaron despectivamente los mexicas para referirse a los pueblos que vivían más allá de la frontera norte de Mesoamérica. Sin embargo, los nombres que se dan a sí mismos muchos pueblos aborígenes significan conceptos tales como «los hombres», «los hombres verdaderos» y otros semejantes.
8. Con ese término designa Memmi (1957) el fenómeno de la pérdida de singularidad en la imagen que el colonizador se forma del colonizado.
9. Esa es la posición que sustentan Ricardo e Isabel Pozas en su obra antes citada.
10. Véase por ejemplo, para el caso de México, G. Aguirre Beltrán (1967).
11. Damos aquí al concepto de explotación un sentido primordialmente económico, entendiendo por tal el proceso de transferencia de los excedentes de producción, del grupo productor a otro u otros, sin reciprocidad.
12. El caso de Cholula ha sido estudiado en detalle por el autor y los resultados se ofrecen en Modernización y tradicionalismo. Dialéctica del desarrollo en Cholula de Rivadavia, Puebla, próximo a publicarse. [NdE: La publicacación fue hecha el año siguiente, pero con un título diferente: Guillermo Bonfil Batalla. - Cholula: La Ciudad sagrada en la era industrial. - México: Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, 1973, 296 p.].
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