En otros tiempos, en vísperas de 1917, el fiscal y presidente de la Corte de Apelación de San Petersburgo, S.V. Zavadsky, escribió que pronto menguaría el carisma del zar del imperio a ojos de las masas.
Ya tras la revolución de 1905, algunos terratenientes mostraron abiertamente su malestar y sus dudas sobre la utilidad del zar, pero una década más tarde, la idea de insultar al zar o a la familia real se había convertido en la norma.
Si alguna vez les dicen que “el pueblo ruso es, por naturaleza, monárquico”, “el pueblo ruso no puede imaginar la vida sin un rey”, no deberían creerlo.
El terrateniente y diputado A.V. Eropkin, viendo cómo le arrebataban sus tierras en la región de Ryazan, escribió amargamente que los afectuosos eslavófilos-Póchvennichestvo conocían al pueblo peor que los bolcheviques (a los que, como es evidente, Eropkin no profesaba simpatía alguna), que en ese momento fueron capaces de aprovechar las ansias del pueblo por la “tierra y libertad”.
Es verdad, pero también lo es que, tan solo diez años antes, el pueblo sentía gran respeto por el monarca.
A menudo se trata de las mismas personas, ya que la población tiende a plantear sus deseos en base a las circunstancias de cada momento, sin mirar al futuro a largo plazo.
Y la población prefiere no admitir esperanzas que parecen imposibles por temor a parecer estúpidos.
Tuve la suerte de poder visitar Crimea a principios de marzo de 2014, antes de que en Moscú se decidiera la anexión de Crimea. O, según a quién se pregunte, que permitiera a Crimea reintegrarse en Rusia.
Excepto por unos cuantos activistas en Sebastopol, los ciudadanos de Crimea con los que hablé y a los que escuché (no como periodista, sino como una persona normal), expresaron la misma confianza en la posibilidad de integración en Rusia: “estaría bien, pero es imposible”.
Los había que iban un paso más allá: “Putin no nos quiere”.
El principal sueño en ese momento era recuperar la Constitución de Crimea de 1992. En los primeros días de marzo de 2014, los periódicos de Crimea -incluso los periódicos de Sebastopol- escribían sobre eso, no que nuestro hogar era Rusia.
Una televisión de Crimea explicaba que era imposible adelantar el referéndum, previsto para finales de marzo “por motivos técnicos”.
Todo cambió de la noche a la mañana, el 6 de marzo de 2014. Imaginen: esa mañana viajé a Simferópol en un viejo tren leyendo en los periódicos locales que, aunque se celebrara un referéndum en Crimea, sería ilegal.
Y que Crimea tendría suerte si lograba que Ucrania reinstaurara la autonomía y la Constitución de 1992.
Esa misma tarde, personas que el día anterior me contaban que no estaban “contra Ucrania”, felizmente admitían que siempre habían soñado que Crimea volvería a Rusia. Y no mentían, en ninguno de los dos casos, simplemente, un día no tenían la esperanza de que fuera posible y al día siguiente, sí.
Sí, el 6 de marzo de 2014, Rusia dio a entender a Crimea que aceptaría que se convirtiera en parte de Rusia. Ese mismo día, el “intolerable” referéndum se adelantó a dos semanas.
Jamás olvidaré el 8 de marzo, cuando la multitud ilusionada se reunió en la plaza Najimov [héroe ruso de la guerra de Crimea], donde niños de diez años gritaban alegres: “¡Rusia, Rusia!”. Sin exagerar, fue uno de los días más felices de mi vida.
Pero, a menudo, nuestros actos acarrean más de una consecuencia.
Y en aquellos momentos no podíamos comprender que, en marzo de 2014, al dar luz verde a Crimea, Rusia daba una señal a Donbass.
Administración Regional de Donetsk, abril de 2014
Dimos a Donbass una señal que daba a entender que la esperanza de los rusos de Ucrania podía convertirse en realidad.
Y todo lo que ocurrió en Donbass y sigue ocurriendo en Donbass ahora -pese a los Acuerdos de Minsk, se siguen bombardeando colegios, hospitales y viviendas civiles en estos días de invierno- también es nuestra responsabilidad, a menos que tengamos la voluntad de reconocer que ya no están bajo control de Ucrania. O como RPD y RPL.
Tras haber visitado Donetsk y Lugansk, puedo decir que el pueblo de allí no es peor que el de Crimea, no tienen menos voluntad de unirse a Rusia, no tienen más miedo a las dificultades y tampoco querían guerra (nadie la quiere jamás, pero ocurre algunas veces, como la muerte) y escondieron sus deseos hasta que se les dio a entender, en esos días de primavera, que nada era imposible.
Ahora, cuando se escucha “bombardeos de Avdeevka y Donetsk, hay víctimas civiles”, no me viene la imagen de las noticias, sino de lo que fuera la calle Stratonavtov, cerca del aeropuerto de Donetsk, con decenas, cientos, de viviendas destruidas. Son viviendas exactamente iguales que las de las afueras de cualquier ciudad rusa, excepto por la destrucción y la muerte.
¿Qué fue todo aquello?
Cuando, exhaustos por los bombardeos, los residentes de Donetsk dicen que “comprenden a Rusia”, no es verdad.
No entienden por qué tienen que morir en sus casas si justo al lado tienen a uno de los países más poderosos del mundo, que habla su mismo idioma y ya ha enviado a su ejército al Mediterráneo. Pero decir que Rusia les ha traicionado sería llamarse estúpidos a sí mismos y admitir que todo ha sido en vano.
Y duele incluso pensarlo.
Y cuando en Donetsk dicen “nunca perdonaré a Ucrania”, tampoco es cierto: perdonarán y olvidarán. Bueno, parece que nosotros ya hemos perdonado.
Parece que nunca desaparece la retórica de “un pueblo hermano que se ha apartado del camino”.
Por otra parte, esto no quiere decir que siempre vaya a ser así. En el futuro, todo se adaptará a nuevas circunstancias.
“La eternal verdad rusa” -verdad, siempre justa y solo para la “mentalidad rusa”- no existe y es mucho menos importante que el hecho de que a día de hoy, la frontera rusa no está definida y puede convertirse en una gran idea nacional. Sin embargo, puede que no sea así: los actores no están sujetos por la historia y los pueblos tienden a ser indiferentes a la historia con mayúsculas.
Pero la historia con mayúsculas trabaja con la propaganda.
Y a veces dice que es mejor no interferir. Los gobernantes acaban por empezar a creer su propia propaganda.
En vísperas de la Revolución de Febrero [de 1917], el ministro del Interior Protopopov escribió un informe para la familia real en el que afirmaba que cualquier intento revolucionario sería aplastado por una ola de indignación popular.
Eran palabras de una oficial de alto rango buscando apaciguar a sus superiores, pero en términos prácticos, son mucho menos importantes que la fugaz conversación con un oficial de aduanas ruso en ese brillante marzo de 2014:
“¿Algún extranjero en el coche?”
Conductor: “No”.
“¿Todos ciudadanos de Rusia?”
“Nueve ciudadanos de Rusia, 21 de Ucrania. Ningún extranjero”, dijo el hombre, consciente, por un momento, de la historia de Rusia.
Y entonces nos volvimos a dormir, aturdidos por la propaganda de no-intervención, pero la memoria a corto plazo nos da una oportunidad de empezar de nuevo.
https://slavyangrad.es/2017/02/15/avdeevka-donbass-y-la-historia/