El sábado 25 de septiembre acaban de inaugurar el Museo Nacional de la Historia y Cultura Afroamericana en EE UU en recuerdo de la liberación de los esclavos proclamada en 1863 por el entonces presidente Abraham Lincoln a los mismos ciudadanos que todavía siguen siendo “negros” en las cárceles y para la policía. Ha pasado mucho tiempo desde que 1776 se proclamara que todos los hombres eran libres e iguales.
Hasta hoy se habían construido museos en memoria de todas las víctimas, incluyendo por supuesto a los hebreos víctimas del exterminio nazi, pero no había ninguno que evocara la llamada “trata de negros”, con todas sus interminables secuelas que proclaman al mundo el fracaso del Imperio en esta lejana asignatura todavía sin aprobar en los hechos.
Hollywood no miró de cara la historia del esclavismo, pero Estados Unidos lo hizo mucho menos. Hubo que esperar hasta la post-guerra para poder hablar de cine antirracista; pero aún y así, se trata de una opción “liberal” (roja), y en ocasiones, más bien paternalista que parecía venir a decir que no se podía rechazar a negros tan inteligentes y flamantes como Sydney Portier o Harry Belafonte.
Ambos con una conciencia crítica llena de dificultades, lo que no les impidió apoyar las causas de su gente: Sidney produjo un film a favor de los Black Panthers y Belafonte se implicó en todas las luchas, incluso la defensa de una Cuba libre.
Pero eran la excepción en una filmografía más bien nula sobre la esclavitud de los negros en el “país de la Libertad” que, sobre todo, era el país de los “marines”.
Los antiguos esclavos no se “disolvieron” en el conjunto de la sociedad como ocurrió en Latinoamérica y continuaron siendo ciudadanos de segunda clase. Sobre todo en el “profundo sur” donde tuvieron lugar acontecimientos tan escalofriantes que pusieron de manifiesto que el nazismo fue una infección bastante extendida.
Durante los años sesenta, cuando el Movimiento de los Derechos Civiles dio otro paso más en el largo camino por la igualdad, en ese país funcionaban muchas de las pautas próximas al apartheid sudafricano.
En este trayecto histórico, la cuestión de la trata de esclavos siguió siendo un problema social, formababa parte de una “memoria histórica” que, como en todas partes, significaba: verdad, justicia y reparación.
Algo que la prepotente clase dominante no estaba dispuesta a conceder, salvo muy parcialmente.
Esto explica que durante su primer medio siglo, Hollywood se negara a abordar la historia así como la humanidad integral de los afronorteamericanos.
Sin embargo, se puede hablar de una inflexión, fruto de la influencia que tuvo en la Meca del cine el Movimiento de los Derechos Civiles.
Un ejemplo fue Espartaco (USA, 1960) de Stanley Kubrick-Kirk Douglas basada en la obra del comunista Howard Fast con guión de otro comunista: Trumbo, ahora homenajeado en la película que lleva su nombre.
Este movimiento intentaba que la famosa proclamación de los Derechos del Hombre se impusiera de verdad por encima del color, el sexo o la procedencia. Se avanzó, pero todavía estamos al principio del camino.
En este cuadro se entiende los problemas de la industria del cine para producir una película sobre la trata de negros como lo había hecho sobre otros estigmas, como el exterminio de los nativos “indios” en la sonada “conquista del Oeste”.
La verdad de cara no llegó hasta la teleserie Raíces, que se convertirá en uno de los fenómenos televisivos más importante de todos los tiempos.
Justo con una temática que Hollywood había desdeñado.
Con una duración de 12 horas fue emitida por la cadena ABC desde enero de 1977 a septiembre de 1978, presentando al gran público una historia crítica y plural de Estados Unidos.
El guión fue escrito por Alex Haley jr, un antiguo partidario de Malcom X, que se basó en su propia obra (que también fue un best seller por aquí), y en la historia de su propia familia.
Una historia planteada desde el “orgullo negro”: la dignidad fue de los esclavos, la indignidad de los esclavistas.
La historia se inicia en 1750, en la pequeña aldea mandinga de Juffure, en Gambia, con el nacimiento de Kunta Kinte (un nombre que hoy se puede encontrar detrás de productos como las naranjas),
El impacto de la serie que vio todo el mundo motivó otras producciones, así como una segunda parte que empezaba en 1882, y seguía el hilo de la historia hasta el presente. Menos conocida, pero mucho más rigurosa y descriptiva,
La lucha contra la esclavitud, un docudrama que combinaba el documental con la reconstrucción dramática y que se dio en TV2 a principios de los ochenta.
No obstante, solo unos años después, ya en plena restauración conservadora, la serie creada por Mitchell Beazley TV y RM Arts para el Chanel Four británico, Historia de Africa, dirigida por el especialista Basil Davidson (1992), fue agriamente contestada en los "media" conservadores por sus “demagógicas” referencias al esclavismo.
El viento de los diversos mayos del 68 que produjo el fenómeno del "orgullo negro" de Raíces comenzó a cambiar de dirección durante la restauración conservadora consagrada por la presidencia neoliberal del infame Reagan, un férreo adversario de los Derechos Civiles.
Durante las últimas décadas del pasado siglo y las primeras del actual, esta vieja lucha nunca dejó de estar viva aunque fuese contra la corriente. Pero autores como Spike Lee daban testimonio de que el hilo del orgullo negro no se había roto.
Lee se lamentó de que los combatientes de los sesenta no hubieran creado instituciones de continuidad sólidas, pero lo cierto es que él pudo realizar algunas de sus obras más incisivas como Haz lo que debas (Do the Right Thing, USA, 1989) e incluso su didáctico homenaje a Malcom X (USA, 1992), abriendo una línea de memoria que nos llevaría más tarde a Selma (Ava DuVerna, USA, 2014), de tal manera que ahora podemos afirmar que el cine antirracista ha conseguido ganar su batalla, llevar a las pantallas de la América profunda y de todo el mundo la memoria de un combate que ocupa casi todos los días las noticias de los telediarios y que plantea cuestiones que nunca han acabado de ser asimiladas desde un poder que fue capaz de montar una conspiración de Estado para acabar con los Black Panthers, un ejemplo de combatividad pero quizás también de torpeza política “maoísta”.
Quedaba la historia, la memoria, un terreno seguramente mucho más arduo como lo demostraba la hábil jugada de Amistad (USA, 1997) de Steven Spielberg, en la que la lucha por la libertad de los esclavos supone al final una victoria de las instituciones que, más allá de las intenciones del autor, nunca dio el paso decisivo aunque en los sesenta se vio obligado a cambiar muchas cosas: de hecho significó el fin del sistema vigente de “apartheid” en el “profundo Sur”.
Le siguió muchos años después 12 años de esclavitud (12 Years a Slave, Steve McQueen, USA, 2013), reconocida y multipremiada descripción de lo que significó en verdad tan aberrante opresión. Otra acusación al corazón del sistema que, finalmente, se ha visto obligado a reconocer su deuda con una “memoria histórica” que es, ante todo, el reflejo de una lucha vigente, palpitante.
Una lucha para la que no valen las buenas palabras del presidente Obama, para quien bien está lo que bien acaba.
Porque no acaba, sigue en pie y tiene unos objetivos que conectan con la situación de una población trabajadora que ha perdido conquistas sociales y democráticas como no se cansa de denunciar con su documentalismo tosco pero eficaz, Michael Moore.
Es en este terreno donde se inscribe Los hombres libres de Jones (Free State of Jones, Gary Ross, USA, 2016), un espectáculo con una propuesta ideológica mucho más avanzada de lo habitual. Se trata de una producción temáticamente apasionante por más que su didacticismo bienintencionado llega a molestar por no estar a altura de la grandeza del mensaje.
La película recoge la historia de Newton Knight, una figura real que, en manos de Matthew McConaughey, adquiere un tono mesiánico que es, a la vez, ariete de la trama y su mayor escollo, al eclipsar con su total protagonismo el contexto social para convertir lo que tenía que ser un fresco colectivo en la enésima reedición de un “biopic”, en el caso de un revolucionario socializante.
La película tampoco se olvida de obvios paralelismos con la crisis social y política por la que transcurre el presente de un Estados Unidos secuestrado por sus élites dirigentes.
Dos horas de película que se mantienen por su cuidada ambientación y por el entusiasmo que provoca contemplar una historia revolucionaria en la que los sudistas son unos miserables partidarios del KKK; ver como, aunque torpemente, una página de la memoria se escribe siguiendo de cerca la otra historia de EE UU, la que escribieron historiadores como Howard Zinn.