Uno de los más intrigantes y quizás más complejos problemas a los que se enfrenta actualmente la investigación científica es el de intentar comprender el comportamiento humano, tanto en su variante individual o estudio de los procesos implicados en la neurobiología cerebral como en la colectiva es decir, cómo se estructuran las relaciones humanas desde la pareja o la familia hasta las complejas sociedades en las que vivimos en la actualidad.
Y dentro de este campo, analizar el complicado mundo de la religión es quizás uno de los retos más interesantes, puesto que el influjo de las creencias y de la fe rige los destinos de miles de millones de personas, desbordando el plano individual e influyendo de manera totalmente abrumadora en otras facetas desde la economía, la política, la legislación, la sanidad, etc., incluso hasta en el propio desarrollo científico y tecnológico de las sociedades occidentales más avanzadas.
Desde el punto de vista antropológico, el estudio de las religiones ha sido bastante extenso y profundo habiéndose documentando con bastante fiabilidad el proceso por el cual aparecen las religiones.
Ello ha sido posible porque, aunque desde nuestra particular perspectiva occidental (dominada por las grandes religiones del libro, cuyos orígenes se pierden entre las fábulas elaboradas, reescritas y adulteradas una y mil veces y siglo tras siglo por sus adeptos y propagandistas, llegando a dificultar cuando no a impedir en la práctica el conocer la realidad de su génesis) el último siglo ha sido prolífico en la generación de las más variopintas creencias supernaturales y así los estudiosos han podido documentar todo el proceso.
Uno de los ejemplos mejor analizados fue el estudio en detalle que realizó en los años 50 del siglo pasado el psicólogo social estadounidense Leon Festinger y su equipo sobre una pequeña hermandad ufológico-cristiana de naturaleza milenarista recién creada, puesto que los investigadores fueron capaces de infiltrarse en el grupo y pudieron analizar desde dentro tanto la dinámica del mismo como las motivaciones y reacciones de cada miembro de la recién nacida religión.
Aunque quizás el caso más famoso estudiado haya sido la aparición de los denominados cultos cargo, originados por el choque cultural entre la maquinaria logística (al servicio del esfuerzo bélico estadounidense) desplegada en el Pacífico Sur durante la II Guerra Mundial y diversas poblaciones aborígenes melanesias hasta ese momento totalmente aisladas. El antropólogo Marvin Harris en su breve pero interesante libro Vacas, cerdos, guerras y brujas hizo un resumen muy didáctico de este fenómeno.
Pero dentro del estudio de la religión la gran pregunta que interesa a los invetigadores (y que por extensión tiene gran importancia para el conjunto de la sociedad) es si este comportamiento tan extendido y tan modelador de nuestra especie surge como otras conductas humanas, mediante aprendizaje y asociación (es decir, es un elemento “cultural” más) o si por el contrario los humanos nacemos “preprogramados” de alguna manera para las creencias.
Esto último sería algo parecido a la teoría del lenguaje del famoso lingüista y filósofo Noam Chomsky, que postula que los niños poseen un conocimiento innato de la gramática elemental común a todas las lenguas humanas basado en dispositivos cerebrales especializados.
Así que, en lo que resta de esta entrada y en otra posterior presentaré algunos datos compatibles con una u otra visión del problema o bien imbricados en ambos conceptos puesto que éstas no siempre son ideas totalmente excluyentes.
Dentro de la explicación “cultural” de la religión, una hipótesis hasta ahora mayoritaria ha sido que las creencias (o bien han sido en algún momento de nuestra historia o incluso todavía lo son) un factor positivo y beneficioso tanto para el individuo como para el grupo y que ello ha permitido su conservación y expansión a lo largo del espacio y del tiempo independientemente de si su origen fue accidental o inevitable.
En esta visión, la religión serviría al individuo como elemento moderador del stress y la ansiedad frente a las desgracias del mundo exterior que no puede controlar o frente al miedo a la muerte.
Así un estudio realizado en Indonesia mostró que la crisis económica llevó asociado un incremento en las prácticas religiosas y otro en Nueva Zelanda indicó que la religión se hizo más atractiva entre las personas que vivían en las regiones más dañadas por el terremoto del año 2011 en comparación con aquellos individuos que habitaban en zonas colindantes pero que no sufrieron daños.
Todo ello indicaría que la conversión religiosa aumenta después de situaciones catastróficas y estaría en consonancia con un reciente estudio que (analizando múltiples datos estadísticos correspondientes a 114 países diferentes) concluye que un estado del bienestar fuerte hace innecesaria a la religión como elemento protector frente a las adversidades.
Además la religión también podría funcionar como elemento cohesionador de los grupos humanos.
Así el compartir un conjunto de rituales común entre los miembros de una tribu o nación, pero que son marcadamente diferentes de los rituales del resto de sociedades adyacentes mejoraría la cooperación entre los integrantes y aumentaría la cohesión dentro de cada grupo por oposición al resto de los grupos. Este sería el punto de vista adaptativo clásico dentro del darwinismo y que está siendo estudiado dentro de lo que se conoce como psicología evolucionista de la religión.
También dentro de este punto de vista evolucionista, otros autores han propuesto que la religión apareció no como rasgo independiente sino que sería un subproducto, que por accidente se ha fijado en nuestro comportamiento al parasitar alguna función adaptativa previa.
Quizás su más conocido defensor es el famoso zoólogo británico Richard Dawkins con su hipótesis del virus de la fe. Así el resumen de esta aproximación sería que, aquellos niños que obedecen sin cuestionar las normas que les enseñan sus mayores, en lugar de los más reflexivos que meditan o cuestionan los tabúes, tienen más probabilidad de sobrevivir.
Eso sería así puesto que en lugar de enfrentarse solos a las elecciones sobre riesgos mediante ensayo-error (¿es peligroso acercarse a una gacela?¿y a un león?) si no cuestionan las órdenes de sus padres o ancianos (es tabú acercarse solo al río o está prohibido salir del poblado durante la noche) se mantendrán alejados de los peligros de la naturaleza y muy probablemente tendrán más posibilidades de llegar a la edad adulta y propagar sus genes a la siguiente generación.
Y así la evolución habría ido seleccionando a niños dóciles y acríticos respecto a las órdenes de sus mayores.
Entonces, si un comportamiento irracional aparece (para que llueva debemos saltar a la pata coja o sacar al santo de procesión, o hay que adorar al dios sol o entregar ofrendas a nuestros amigos y protectores elfos y duendes) mientras éste no sea estrictamente perjudicial (o mientras su costo adaptativo sea menor que la ventaja generada por el proceso parasitado) en ese estadio evolutivo, tenderá a fijarse fácilmente en las siguientes generaciones aún cuando no tuviera ninguna ventaja adaptativa propia.
En una próxima entrada presentaré algunos datos compatibles con la hipótesis de que la especie humana estuviera psicológicamente preparada o “preprogramada” para la religión.
ANEXO
Respecto a los comentarios y posterior discusión con el lector Magufo dejo un ejemplo gráfico del método científico que expresa muy adecuadamente como trabaja la ciencia y que demuestra que las hipótesis son fundamentales en el proceso investigador.
En ellos la religión sería bien un fenómeno adaptativo (al atenuar o controlar el miedo a la muerte, el estrés ante situaciones inabordables o como elemento cohesionador del grupo) o bien un subproducto que ha parasitado a una adaptación previa (como sería el comportamiento acrítico de los niños ligado a la supervivencia). En todos estos casos el beneficio o perjuicio sería homogéneo para todos los miembros de grupo o clan y por extensión de la especie.
Sin embargo existen otros estudios en donde se indica una posible función diferencial de la religión dependiente de género.
Así partiendo del conocimiento que la mayoría de las religiones tienen un complejo código para regular el comportamiento sexual (regulación para nada igualitaria entre los dos sexos) y que todas las religiones se han desarrollado en culturas fuertemente machistas y patriarcales mostrando una preferencia casi obsesiva por controlar la sexualidad femenina, los autores del estudio propusieron la hipótesis de que una de las posibles funciones de la religión sería la de servir a los grupos dominantes (es decir a los varones) en una de sus más arraigadas necesidades genéticas: asegurarse la certeza de la paternidad de la supuesta descendencia a la que están criando.
En este estudio los autores, analizando mediante pruebas genéticas de paternidad la filiación real de los supuestos hijos de los teóricos padres en una misma comunidad africana en la que se mezclaban diferentes religiones, llegaron a la conclusión que las religiones que más fuertemente controlaban la sexualidad femenina eran las creencias más eficientes a la hora de asegurar más certeramente la progenitura a los pater familia creyentes en dichos ritos.
Es decir, la religión aportaría una ventaja evolutiva, aunque en este caso sólo para los varones de las sociedades patriarcales, y siempre a costa del sombrío precio de un férreo control sexual de las esposas que se convertirían así en una mera posesión del varón y cuya función primordial sería la de engendrar hijos legítimos de sus esposos.
Sin embargo, otra posible explicación al fenómeno religioso podría venir de la compartimentalización de las aptitudes de nuestro cerebro. Diferentes estudios han demostrado que el cerebro humano diferencia de forma muy clara experiencias físicas y psicológicas en base a presiones evolutivas muy diferentes.
Según diversos autores, esta diferenciación sería debida a que las aptitudes de reconocimiento del mundo físico son comunes a todas las especies animales y por tanto habrían aparecido antes en la evolución que las psicológicas, propias de nuestro mucho más reciente linaje de primates sociales o incluso algunas de estas aptitudes psicológicas serían exclusivas de nuestra especie, habiendose incorporado en los últimos cientos de miles de años.
Y ambos tipos de competencias se desarrollarían de forma independiente, pero adquiriéndose ambas a edades muy tempranas. Así bebes de muy pocos meses tienen habilidades matemáticas simples y entienden conceptos físicos como gravedad o solidez, puesto que se sorprenden cuando se les presentan sumas erróneas o comportamiento anormal de objetos en movimiento.
Desde el punto de vista psicológico, se sabe que los recién nacidos prefieren mirar rostros más que cualquier otra cosa y que los sonidos que más les gusta escuchar son las voces humanas, sintiendo especial predilección por las de sus madres. Identifican correctamente diferentes emociones (ira, felicidad, miedo) en las rostros y en los tonos de vocalización de los adultos que les rodean y responden adecuadamente a estas señales.
Es más, los bebés de tan sólo 5 meses de edad diferencian claramente estos dos tipos de fenómenos de tal forma que, en experimentos en los que se les presentaron en movimiento objetos inanimados y humanos son capaces de entender que las cosas presentan restricciones basada en el movimiento continuo, pero que las personas no tienen porqué cumplir esas limitaciones.
Hasta aquí todo parece muy claro, ya que estos y otros experimentos sugerirían que los bebés y los adultos por extensión, tenemos dos formas claramente separadas de conceptualización de la realidad: una para los objetos inanimados (más simples y predecibles según reglas físicas) y otra diferente para los seres humanos (más complejos e impredecibles).
¿Pero qué ocurre cuando la línea divisoria se hace más tenue?¿seguimos diferenciando claramente objetos de personas y manteniendo separados ambos conceptos? o por el contrario ¿se mezclan ambos sistemas de reconocimiento e interpretación de la realidad?
Si a niños pequeños se les presentan por ejemplo un par de objetos, que se muevan inicialmente de forma que parezca que uno está persiguiendo a otro, rápidamente parecen entender y asumir sin problemas que lo que está ocurriendo es una situación de persecución y caza en donde hay un objetivo a capturar, por lo que esperan que el objeto “cazador” continúe la persecución por el camino más directo tras el objeto “presa” y se sorprenden cuando los objetos inanimados no siguen esta lógica asimilada de los seres vivos.
Como se puede observar, los niños hacen una inferencia psicológica (presa, cazador, intención) por otra parte totalmente lógica a la vista de nuestro pasado evolutivo (y muy adaptativa, ya que probablemente es mejor pasarse de largo al equivocarse suponiendo intenciones a las cosas, que ser muy restrictivos y confundir con objetos a seres que en realidad tiene intenciones, por ejemplo un nuevo tipo de depredador que se camufle bien con el entorno y que acabe de llegar a nuestro ecosistema) donde en realidad sólo hay azar (los objetos se movían al principio ordenadamente sólo por casualidad, hasta que dejan de hacerlo y continúan moviéndose cada uno por su lado).
Y sorprendentemente esto no ocurre sólo con niños pequeños, sino que los adultos tendemos igualmente a transferir muy fácilmente intenciones al mundo inanimado tal y como demostraron hace ya casi 70 años los psicólogos Fritz Heider y Mary-Ann Simmel. En un experimento muy similar al anterior mostraron esta película a diversos adultos
Excepto una persona que describió los hechos en términos geométricos (el triángulo grande se mueve próximo al pequeño, etc) el resto de los participantes en el ensayo vieron “un gran triángulo agresivo hostigando a un pequeño triángulo y a un círculo atemorizado, y a las pequeñas figuras aunando fuerzas para luchar contra el acosador”.
Es decir asignaron a los objetos inanimados una evidente percepción de intención y de emoción. Únicamente los humanos que padecen autismo (y que presentan serios problemas de aptitudes psicológicas) son incapaces de ver intenciones en objetos.
Todo ello parecería indicar que nuestro cerebro estaría evolutivamente preparado (quizás hasta ansioso) para identificar en nuestro entorno agentes causales dotados de personalidad, motivaciones e intenciones específicas y por tanto según esta hipótesis nuestra mente interpretaría la Naturaleza como un conjunto de “entes”.
Este comportamiento simplificaría mucho el tipo de respuesta: si algo parece “tener intenciones o motivaciones” mejor será por si acaso que nos comportemos como si de verdad las tuviera, porque en un mundo rodeado de peligros, muchos de ellos nuevos o desconocidos sobre todo en los entornos (cada vez más alejados de nuestra primordial Tierra del Lado Este) que hemos ido colonizando de forma tan efectiva en nuestro largo devenir como especie, eso sería una poderosa herramienta de supervivencia frente a lo desconocido.
Y de ahí, de presuponer (por adaptación evolutiva) que estamos rodeados de “entidades intencionadas”, hasta llegar al animismo (quizás nuestra primera gran superstición y la base de todas las demás religiones) de temer al dios del trueno o de realizar una ofrenda al dios de la lluvia habría (metafóricamente hablando) sólo un paso.
La religión es quizás uno de los elementos que más ha influido en la conformación de la estructura de las sociedades humanas, desde las más antiguas hasta las más modernas, condicionando de manera radicalmente opresora a otras facetas: política, economía, educación, legislación, sanidad, etc., llegando incluso a limitar y muchas veces a paralizar el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico hasta en las sociedades occidentales más avanzadas.
Por tanto la compresión de cómo ha aparecido y todavía se mantiene prácticamente en todas las culturas es un objeto de estudio del máximo interés tanto académico como social.
Anteriormente comenté algunas hipótesis y estudios que intentan explicar la aparición de la religión dentro del contexto evolucionista.
Así diversos estudios sugieren que la religión podría ser bien un fenómeno adaptativo (al atenuar o controlar el miedo a la muerte, el estrés ante situaciones inabordables o como elemento cohesionador del grupo) o bien un subproducto que ha parasitado a una adaptación previa (como sería el comportamiento acrítico de los niños ligado a la supervivencia). En cambio otros estudios apoyarían la hipótesis de que la especie humana estuviera psicológicamente preparada o “preprogramada” para la religión. En esta entrada presentaré un enfoque algo diferente sobre el tema que se ha denominado la hipótesis enteogénica de la religión.
Es bien sabido que desde la más remota antigüedad y hasta la actualidad, infinidad de pueblos y culturas diferentes han utilizado diversas sustancias de origen vegetal con propiedades psicotrópicas, capaces de producir estados mentales transitorios que alteran diversos procesos cerebrales tales como la percepción, el ánimo, el estado de conciencia o el comportamiento, con fines chamánicos y religiosos para acceder a formas no convencionales de “conocimiento” y de relación con un supuesto “mundo espiritual”.
Entonces esta hipótesis desarrollada a finales de los años 70 del siglo pasado por un grupo interdisciplinar de etnobotánicos vendría a suponer que la religión, en su vertiente más original es un subproducto del uso de sustancias alucinógenas por parte de nuestros antepasados, que confundieron el mundo imaginario (creado por la ingestión primero accidental y posteriormente deliberada de estos agentes psicotrópicos) con entidades inmateriales “reales” a las que dotaron de intenciones, sembrando así el germen de todo el complejo y diverso mundo “espiritual” que ha atrapado a millones y millones de personas a lo largo de nuestra ya dilatada historia.
Y aunque los experimentos para comprobar esta sugerente hipótesis han sido muy escasos, por la dificultad y también por la reticencia cuando no por el rechazo a someter en un experimento controlado a humanos a la acción de estas poderosas sustancias, los resultados han sido muy ilustrativos.
Allá por la década de los transgresores años sesenta del siglo XX, un grupo de estudiantes de teología de la Universidad de Boston fue reclutado para un primer experimento sobre el tema. Así, antes de acudir al servicio religioso en la capilla de la facultad, a la mitad de ellos se les administró el alcaloide psilocibina(proveniente de hongos utilizados desde la antigüedad en ritos chamánicos) y al resto niacina o vitamina B3 como sustancia placebo.
Después, los estudiantes que habían tomado el alcaloide describieron haber tenido una profunda y mayor experiencia religioso-mística que aquellos individuos que habían tomado el placebo. Posteriormente se detectaron algunas deficiencias en cuanto a la realización del experimento, de tal manera que sus conclusiones quedaron en suspenso.
Y así tuvieron que pasar cuarenta años hasta que a principios del siglo XXI se pudo realizar un experimento similar en condiciones de ensayo de doble ciego más rigurosas y con mayor número de individuos. Los individuos que habían tomado el alucinógeno describieron en un cuestionario realizado a las 7 horas de ensayo haber vivido mayores y más profundas “experiencias místicas” que los individuos del grupo control.
Pero lo más llamativo del estudio fue que a los dos meses de la realización del experimento, los voluntarios que habían recibido el psicotrópico eran más positivos, altruistas y espirituales que los pertenecientes al grupo control tal y como lo indicaban los propios individuos estudiados y lo más interesante, lo percibían los miembros de su entorno social, aún cuando alrededor de un tercio de los individuos tratados con el alucinógeno habían descrito molestias, ansiedad y disforia después de haber tomado el psicotrópico.
Un posterior estudio mostró que incluso después de más de un año estos individuos seguían considerando la experiencia alucinatoria como el evento tanto personal como espiritual más importante de sus vidas, describiendo el experimento en términos claramente místico-religiosos. Es decir, que con la simple ingesta de un agente psicotrópico se crearían las condiciones básicas tanto individuales como sociales para la formación y sobre todo el desarrollo de una mente religioso-espiritual más allá de los pasajeros efectos alucinógenos iniciales.
Y si estos sorprendentes efectos persisten en personas adultas del primer mundo, que cuentan con acceso prácticamente ilimitado a la información y a la tecnología, difícilmente impresionables (al menos de forma duradera) por la ingente cantidad de conocimientos a su disposición y expuestos a todo tipo de experiencias y sensaciones de manera constante, podremos imaginar la poderosa herramienta que significaron este tipo de sustancias cuando se usaban (o se siguen usando) en contextos más alejados del supuestamente analítico y globalizado mundo occidental, en pequeñas y antiguas culturas locales formadas por unos pocos miles de individuos fuertemente cohesionados en agrupaciones tribales cerradas, sujetas a un entorno social con escasos y muy espaciados cambios y poco o nulo contacto con el exterior y en donde casi todo su hábitat debía de ser por fuerza inextricable a la vez que enigmático.
Y todo ello en presencia de un cerebro de gran tamaño, afinado por un par de millones de años de evolución para la búsqueda de patrones y hábilmente especializado en encontrar relaciones de causalidad.
P.D.
Y aún cuando en la actualidad los millones de personas que consumen habitualmente este tipo de sustancias en el mundo occidental las usan con fines recreativos como una droga más, sin embargo utilizadas en altas dosis aún son capaces de producir experiencias místicas en muchos de sus consumidores habituales. Por tanto estén atentos a la venida del siguiente Mesías.
Dentro del siempre difícil estudio científico del comportamiento humano, el análisis del fenómeno religioso destaca poderosamente, ya que es probablemente una de las facetas humanas que más ha influido y modulado tanto la psique individual como el comportamiento social de nuestra especie. Además, a diferencia de otras facetas o conductas humanas, las creencias han sido históricamente considerada como un elemento totalmente inaccesible al conocimiento científico, de tal manera que incluso en la actualidad cualquier intento de estudio choca frontalmente con la ideología y el poder religiosos, que desprecia los métodos y que teme a las casi siempre incómodas conclusiones derivadas del estudio racional de este comportamiento tan irracional, porque pueden llegar a dejar en evidencia las autocomplacientes justificaciones de los creyentes con respecto a los verdaderos (y por supuesto más prosaicos) motivos de su fe.
En entradas previas [1, 2 y 3] comenté diferentes hipótesis y estudios que han intentado explicar la aparición de la religión dentro del contexto evolucionista. Así algunos estudios han sugerido la hipótesis de que la especie humana estuviera psicológicamente “preprogramada” para la religión.
En cambio otros trabajos apoyarían la idea de que la religión es un subproducto del consumo de alucinógenos por parte de algunos de nuestros antepasados, los mismos que luego pasaron a ser considerados chamanes.
Otros investigadores sin embargo inciden en que la religión podría ser bien un subproducto que ha parasitado a una adaptación evolutiva previa (como sería el comportamiento acrítico de los niños ligado a la supervivencia, el famoso “virus de la fe” de Richard Dawkins) o por el contario un fenómeno adaptativoper se (al atenuar o controlar el miedo a la muerte o como elemento cohesionador del grupo).
En esta entrada presentaré un enfoque que incide en este posible papel adaptativo de la religión, aunque sin embargo hay que tener en cuenta que todas estas explicaciones evolutivas no tienen por qué ser mutuamente excluyentes, sino que bien pueden haber sido relevantes en alguno o varios momentos de la ya larga relación de los humanos con las creencias sobrenaturales, que como todo comportamiento ha ido desarrollándose y cambiando a lo largo de los milenios casi a la misma velocidad que lo ha hecho el variable y cada vez más complejo entorno ecológico y social de nuestra especie.
El cerebro humano es una máquina compleja de pensamiento, evolutivamente adaptado para la búsqueda de patrones y sobre todo para encontrar explicaciones, de tal manera que a falta de una respuesta satisfactoria nuestro cerebro, a diferencia del superordenador Multivac del maravilloso cuento “La última pregunta” del genial Isaac Asimov, nunca se queda bloqueado a la espera de obtener más información.
Ello es así porque en nuestra sabana ancestral, aquellos homínidos que ante la falta de datos claros no tomaban una decisión (aunque fuera al azar) tenían menos posibilidades de supervivencia que sus congéneres que actuaban.
Entonces, en entornos desconocidos o muy poco predecibles el cerebro humano tiende a inventar “explicaciones” que le permiten seguir adelante, y vista nuestra historia evolutiva poblando todos y cada uno de los rincones (por más extraños o difíciles que le pudieran haber parecido a nuestros antepasados) de este planeta parece que no nos ha ido tan mal.
Y es en estos comportamientos frente a lo desconocido donde parecen jugar un papel importante las creencias.
En su trabajo de campo durante la I Guerra Mundial en el archipiélago de las Trobriand el célebre antropólogo Bronislaw Malinowski observó una correlación entre creencias y entorno, de tal manera que aquellas tribus que vivian en hábitats más difíciles o impredecibles tendían a desarrollar mayor número de prácticas mágicas que aquellos grupos que vivían en zonas más tranquilas o predecibles.
Es más, observó que una determinada tribu tenía dos diferentes zonas de pesca: una era un lago interior, de aguas tranquilas en donde soltaban veneno y poco después podían recoger fácilmente a los peces aturdidos o muertos, mientras que la otra era en mar abierto donde sus frágiles canoas quedaba a merced de las olas, del viento y de las posibles tempestades.
De tal manera que la pesca en el lago era fácil, segura y predecible en cuanto al limitado número de capturas posibles, mientras que pescar en mar abierto era impredecible, ya que a veces los nativos volvían con las canoas a rebosar de pescado mientras que otras veces lo hacían de vacío, además de ser una actividad más peligrosa en caso de que las condiciones meteorológicas cambiaran o surgieran problemas.
De tal manera que, mientras que cuando iban a pescar al lago los nativos simplemente se montaban en sus canoas y se ponían a remar, el ir a pescar al mar implicaba la realización de elaborados y complejos rituales mágicos antes de embarcar, que según los nativos les garantizaban una pesca productiva además de segura.
Es decir, este ya clásico estudio sugería que las creencias permitían a los nativos controlar o al menos lidiar con la ansiedad que les producía realizar un trabajo poco agradecido y que además les podía costar la vida.
Desde que Malinowki publicó sus resultados hace ya casi un siglo se generó una fuerte polémica dentro del mundo académico entre detractores y adeptos de tal manera que poco a poco su hipótesis fue quedando en el olvido.
Con la llegada del nuevo siglo diversos estudios han reformulado las ideas de Malinowski bajo la denominada “hipótesis de la incertidumbre”, que postula que los rituales mágicos aumentan la sensación de control, lo que reduciría la ansiedad y permitiría a los individuos hacer frente a condiciones impredecibles y así poder realizar con éxito tareas de alto riesgo.
Así diferentes trabajos han estudiado el surgimiento de creencias y rituales mágicos entre diversas poblaciones que se enfrentan a condiciones incontrolables: jugadores de dados, consumidores,estudiantes en época de exámenes, individuos que se enfrentan a rompecabezas, golfistas, jugadores de béisbol, corredores de atletismo y deportistas en general [1 y 2].
En todos los casos el comportamiento supersticioso y los rituales mágicos aumentaban con la dificultad o la impredecibilidad de la tarea a realizar.
Es por ello que en un deporte como el ajedrez, en donde no queda nada para el azar y todo depende de las propias habilidades, los jugadores no sean muy dados a la superstición.
Por otra parte, en un estudio similar a los anteriores realizado con niños de entre tres y seis años de edad, en donde un payaso mecánico dispensaba canicas de manera impredecible se observó que la mayoría de ellos desarrollaron un comportamiento mágico dirigido a (intentar) asegurarse más canicas, lo que reforzaría la idea de que nuestro cerebro se desvive por encontrar relaciones causales incluso cuando éstas no existen.
Inciso, sería muy interesante ahora que estos individuos son adultos observar si los niños que se autoengañaron son ahora más crédulos o religiosos que aquellos que no desarrollaron los comportamientos mágico-supersticiosos durante la prueba infantil.
Uno de estos estudios sobre la hipótesis de la incertidumbre es además bastante curioso, ya que muestra que incluso las peores condiciones ligadas a uno de los más terribles comportamientos humanos, como es el caso de la guerra, pueden servir para realizar estudios de campo.
Así unos investigadores israelíes analizaron durante la guerra del Líbano del 2006 la relación entre estrés y religiosidad en una ciudad de Galilea que estaba siendo bombardeada diariamente por los cohetes katiusha de Hezbolá.
Parte de las mujeres residentes en el pueblo fueron evacuadas al sur, lejos del alcance de los cohetes mientras que otra parte se quedó en el pueblo.
Los autores seleccionaron a aquellas mujeres más religiosas que indicaron que habían recitado salmos de manera frecuente durante la guerra y observaron que este tipo de rezo se asociaba con menores tasas de ansiedad entre las mujeres que se quedaron en el norte y por tanto expuestas a los ataques, pero no entre las mujeres que se trasladaron fuera de la zona de guerra. Los autores del estudio concluyeron que
La recitación de salmos reduce la ansiedad causada por las condiciones incontrolables de guerra, pero es ineficaz en la lucha contra el estrés asociado a situaciones de la vida cotidiana más controlables.
Otro estudio posterior realizado en Nueva Zelanda incide sobre el mismo tema puesto que mostró que, tras el terremoto acaecido en estas islas de las antípodas europeas en 2011, la religión se hizo más atractiva entre las personas que vivían en las regiones más dañadas por el seísmo, en comparación con aquellos otros individuos que habitaban en zonas colindantes pero que por la estructura geológica de la zona no sufrieron apenas daños.
Finalmente el año pasado se publicó un monumental estudio publicado en la prestigiosa revista PNAS, en donde investigadores de medio mundo han abordado esta hipótesis estudiando 583 culturas diferentes de todos los rincones del planeta.
Así los científicos han encontrado una fuerte correlación entre el tipo de religión y la ecología en donde vive el grupo de creyentes.
Las sociedades que viven en lugares más inhóspitos, en donde es más difícil la supervivencia y en donde la comida, el agua y los recursos en general son más escasos y difíciles de conseguir tienden a tener religiones con dioses más estrictos y moralizantes que aquellos grupos que viven en entornos donde los recursos son más abundantes y las condiciones de vida son más llevaderas.
Y estas conclusiones parecen mantenerse incluso en este mundo actual del siglo XXI, ya que otro estudio que ha analizado el grado de religiosidad en 114 naciones actuales ha encontrado que esta disminuye a medida que aumenta el grado de desarrollo económico y social (medido por un menor porcentaje de empleo agrícola y un mayor porcentaje de población universitaria) y la seguridad tanto en los ingresos (bajo coeficiente de Gini y altos impuestos personales ligados al estado de bienestar) como en asuntos sanitarios (baja prevalencia de patógenos). Como concluyen los autores de este último estudio:
Los resultados muestran que la religiosidad disminuye a medida que aumenta la seguridad material en consonancia con la hipótesis de la incertidumbre.
Estos estudios además podrían explicar perfectamente la aparente paradoja de que EEUU, la gran potencia mundial sea el país desarrollado del mundo que presenta los mayores niveles de religiosidad en general y de fanatismo cristiano en particular, ya que es también la nación occidental más desigual y la que dispone de un estado del bienestar más raquítico, pudiéndose resumir todo ello en el famoso binomio de biblia y armas del partido republicano estadounidense.
Y como corolario de todo este asunto es de esperar que la pavorosa crisis económica, que ha desmantelado en la práctica los sistemas de protección social de muchos países, acabe generando un aumento de la religiosidad, hecho que por supuesto favorece a las élites, que así consiguen un doble objetivo: concentrar aún más si cabe la riqueza al ahorrarse el siempre “costoso” estado del bienestar mientras se aumenta el control de una ciudadanía cada vez más sojuzgada, ¡cuánta razón tenía Marx sobre el opio religioso!.
En resumen, que la religión parece estar fuertemente asociada a los desafíos que sobrepasan la capacidad de respuesta tanto del individuo como de la sociedad y que por tanto, en el mundo actual pervive únicamente gracias a la injustica y a la desigualdad, porque en realidad tenemos recursos económicos, tecnológicos y científicos suficientes para ofrecer una vida digna (siempre y cuando eso sí no queramos cambiar de smartphone cada año) a todos y cada uno de los habitantes de este planeta.
A lo largo de la historia los profetas han sido venerados por miles de millones de personas por supuestamente haber sido tocados por la gracia de la correspondiente divinidad. Sin embargo, la evidencia científica muestra que todo este armazón de creencias no es más que un castillo de naipes que descansa sobre los hombros de unos pobres enfermos mentales.
La epilepsia es una enfermedad provocada por un desequilibrio en la actividad eléctrica de las neuronas de diversas partes del cerebro, que provoca convulsiones recurrentes de diversa naturaleza. Así las crisis epilépticas son eventos súbitos, transitorios y de corta duración, que en los casos más llamativos implican pérdida de conciencia y movimientos convulsivos.
Es por ello que esta enfermedad es más que conocida desde la más remota antigüedad, y como el paciente que padece una crisis epiléptica parece no obedecer a su dueño sino a una "voluntad" ajena, históricamente en algunas culturas se consideraba un castigo divino o una obra de demonios. Sin embargo, en otros pacientes los ataques epilépticos son mucho más suaves, con moderada alteración de la conciencia y menores movimientos convulsivos, pero en donde los desequilibrios neuronales de ciertas regiones del cerebro producen en cambio vívivas alucinaciones e hiperreligiosidad.
Es por ello que este segundo tipo de pacientes (que se calculan entre el 1% y el 3% de los epilépticos según diferentes estudios) se ha considerado en diversas culturas como los elegidos por los dioses. Así los griegos denominaban a la epilepsia la "enfermedad sagrada" aun cuando el siempre inteligente y sagaz Hipócrates, observando que algunos soldados y gladiadores que habían sufrido heridas por traumatismos craneoencefálicos presentaban con cierta frecuencia ataques epilépticos similares a los de sus propios pacientes, rechazara ya en el siglo V AC cualquier causa espiritual y diagnosticara correctamente a la epilepsia como una simple enfermedad originada en el cerebro.
Sin embargo esta visión racionalista y científica de la epilepsia fue olvidada durante milenios, e incluso aún a día de hoy en gran parte del mundo la epilepsia sigue estando sujeta a ese ancestral sustrato supersticioso en su dicotómico ying/yang de posesión maléfica o comunión con la divinidad, con muchas veces trágicos resultados tanto para el individuo afectado como para el conjunto de la sociedad, porque quizás esta enfermedad haya sido uno de los principales motores que ha alimentado a lo largo de los siglos el siempre peligroso delirio religioso.
Y esta asociación entre epilepsia e hiperreligiosidad reconocida científicamente desde hace décadas, lejos de ser una reminiscencia del remoto pasado superada en la materialista y descreída sociedad occidental, se mantiene incólume a día de hoy incluso en la capital de mundo, la cosmopolita ciudad de Nueva York. Allí recientemente un varón de 40 años de edad, con diagnóstico previo de epilepsia del lóbulo temporal, llega a urgencias hospitalarias después de tres días de graves alteraciones en su estado mental. Durante el examen médico el paciente se muestra poco cooperativo y se enfrenta en reiteradas ocasiones al personal sanitario puesto que el enfermo
Estaba constantemente haciendo observaciones religiosas, diciendo "Dios está conmigo y no necesito médicos o medicamentos." Él interpretaba cada pregunta que se le hacía como un cuestionamiento su fe, e incluso a veces intentó convertir al Islam a los médicos y al resto del personal que le trató. Creía que todos a su alrededor trataban de impedirle obtener la salvación.
Es decir, el típico comportamiento de esos iluminados que "saben" que su dios no sólo existe, sino que tienen una "relación especial" con Él y que aquellos que le rodean no entienden la revelación, por lo que son más que sospechosos de ser siervos del Maligno.
De todas formas, aunque presentaba evidentes delirios religiosos algo en su interior hizo que el paciente se mantuviera atado a la razón, ya que aunque se negó a recibir medicamentos por vía intravenosa (puesto que creía que eran venenos antirreligiosos) pudo ser convencido de retomar sus medicación original, que había abandonado en los últimos días, de tal manera que tras la vuelta al tratamiento farmacológico los síntomas desaparecieron y el paciente recuperó la normalidad, siendo posteriormente dado de alta.
Ahora bien ¿Qué hubiera pasado si este enfermo hubiera vivido en el depauperado Tercer Mundo sin acceso alguno a médicos y medicinas? ¿O si su mujer no se hubiera asustado de su mesianismo religioso de los últimos días y en lugar de llamar a una ambulancia hubiera sido una buena musulmana sumisa y devota, de esas que viven encarceladas dentro del burka tanto físico como mental del patriarcado y el fanatismo islámico?
¿O si el matrimonio hubiera vivido en Arabia Saudí, Irán o Afganistán y no en Nueva York? Lo mismo la pobre mujer hubiera acabado lapidada por haberse rebelado ante los designios de Alá y enfrentarse tan impíamente a la admirable devoción de su más que evidente santo esposo (y no olvidemos) dueño y señor.
Pero es más, este caso en casi cualquier momento de la Historia podría haber dado lugar a la aparición de un nuevo profeta independientemente de la secta en particular, puesto que nuestro devoto protagonista mostraba todos los síntomas asociados a grandes líderes religiosos de las más variadas creencias, sin ir más lejos el fundador del Islam.
Pero además de Mahoma otros personajes religiosos, como Amenhotep IV (el faraón egipcio precursor del monoteísmo), Buda, George Fox (el fundador de los cuáqueros), el inventor del mormonismo Joseph Smith, Anne Lee (la líder de los Shakers), el místico luterano Jakob Bohme o innumerables canonizados del santoral católico como San Pablo, Santa Brígida, Santa Cecilia, Juana de Arco, Santa Catalina de Génova o Santa Teresa de Jesús, han mostrado síntomas compatibles con la epilepsia tal y como se indica en diversos estudios resumidos en la siguiente revisión científica.
Y aunque sólo sea un ejercicio de ucronía, finalmente sólo queda plantearse como sería el mundo en la actualidad si esas "grandes" figuras de la fe (y de la locura) hubieran sido adecuadamente tratadas y medicadas en su momento.
http://www.magufos.com/2016/04/una-introducci-no-exhaustiva-al-estudio_20.html