Pablo Gonzalez

Libia. Prólogo de una nueva aventura


Serguei Kozhemyakin


Traducido del ruso por Íñigo Aguirre

Sobre la ya de por sí desangrada Libia, tras cinco años de guerra civil, se cierne una nueva prueba. Los países de la OTAN están dispuestos a una nueva intervención bajo la excusa de la lucha contra el DAESH. A pesar de los aparentemente loables objetivos, la intervención puede conducir a la definitiva división del país.

Cinco años de caída

Cuando se habla de Libia, los expertos, políticos y periodistas a menudo hacen referencia al peligro de que se convierta en una segunda Somalia. Pero ese tipo de advertencias ya han caducado. Tras los cinco años transcurridos desde la denominada revolución del 17 de febrero, que se convirtió en punto de partida de un gravísimo conflicto civil, la situación en Libia es mucho más dramática si cabe que la de su hermano africano en desgracia.

En primer lugar y pese a la ruptura en la práctica de Somalia, el norte del país está ocupado por un estado autoproclamado como Somaliland; una región relativamente tranquila con un sistema político estable. En Libia, a excepción de algunas ciudades con autogobierno, no existen esas “isletas de tranquilidad”: todo el país está sumido en una arena de enfrentamientos de distintos grupos y simples organizaciones criminales, dedicadas al robo, la extorsión y el secuestro de personas.

En segundo lugar, Somalia nunca fue el país más rico de África, con un sistema económico y político único que ejercía influencia sobre todo el continente. Desde esa perspectiva la caída de Libia al nivel de los países más pobres, representa una terrible tragedia. Y un crimen, por el que sin embargo, por ahora, nadie ha respondido.

Durante estos cinco años Libia ha sido abandonada a su suerte. Después de lograr el derrocamiento de Muammar Gadafi, Occidente se olvidó enseguida del “desgraciado pueblo libio” al que estaba “salvando” del “cruento dictador”. ¿Y además qué necesidad tenía de acordarse, si las nuevas autoridades comenzaron a suministrar obedientemente petróleo y gas al mercado europeo, y los fondos libios depositados en el extranjero, fueron arrestados (léase robados) y sufragaron sobradamente la operación militar?

Sin embargo la situación empezó después a alejarse más y más del guion. Con un gobierno privado de policía y ejército, que no tenía si quiera pleno control sobre la capital, y lo más importante: con decenas de bandas armadas sin ninguna intención de deponer las armas, Libia se vio sumida en un caos y comenzó a rasgarse como una manta hecha de retales mal cosidos. 

La situación llegó a un punto en el que esas bandas podían sin más presentarse en el salón de plenos del parlamento y secuestrar al primer ministro, como ocurriera en el 2013 con Alí Zeidan.

Finalmente, incluso ese gobierno nominal que oficialmente, sobre el papel, dirigía el país, se partió en dos. En Libia, a fecha de hoy, existen dos gobiernos y dos parlamentos. Unos sesionan en Trípoli y los otros en Tobruk, en el este del país. Comenzando desde el 2014 entre ellos existe una guerra civil, que tan pronto parece apagarse, como se vuelve a reavivar.

El vacío de poder tiene una consecuencia más: la conversión de Libia en un paraíso para los extremistas religiosos. 

A diferencia de Gadafi que cortaba con mano de hierro las acciones de los islamistas, los nuevos gobernantes no solo han cerrado los ojos ante el fortalecimiento de las posiciones de los radicales, sino que se encuentran en una situación de fuerte dependencia de los mismos. 

Los grupos islamistas fueron la principal fuerza de choque de la rebelión. Como relataba recientemente el primo hermano del asesinado líder libio, Ahmed Gadaf ad-Dam, los extremistas eran trasportados al país en aviones desde todo el Próximo Oriente y se hacía con la bendición de Occidente.

Hace más de un año los destacamentos armados que han jurado fidelidad al DAESH, ocuparon la ciudad de Sirte. En la actualidad, el DAESH controla completamente un territorio con una superficie superior a la de Bélgica y amenaza a los principales yacimientos petrolíferos y puertos libios donde cargan los buques petroleros. Además las posiciones del DAESH en las principales ciudades del país son fuertes.

Las palancas de la intervención

Durante mucho tiempo ni los EE.UU. ni la UE parecían prestar al tema mayor atención. La situación empezó a cambiar únicamente a finales del año pasado. Las principales publicaciones norteamericanas y europeas comenzaron a prodigarse con titulares donde se asustaba al ciudadano medio con la perspectiva de que el DAESH pudiera ocupar la totalidad de Libia y la posterior invasión de Europa. Una serie de medios incluso informaron de que el líder del califato Abu Baqr al-Bagdadi se había trasladado a Libia para dirigir desde allí la actividad de los islamistas por todo el mundo.

Ese tipo de informaciones, para nada casuales, se acompañaron con la intromisión de Occidente en la política interna de Libia. Comenzaron a exigir a los dos gobiernos del país el cese de las discrepancias y la unidad.

Las negociaciones interlibias organizadas bajo la égida de la ONU en Marruecos, finalizaron con la firma de un acuerdo. El plan de paz contemplaba la formación de un gobierno de unidad nacional y la celebración en el transcurso de dos años de nuevas elecciones parlamentarias.

Sin embargo sería ingenuo considerar estos pasos como la manifestación de la preocupación por Libia. Los países occidentales se mueven únicamente por intereses estrictamente egoístas. En primer lugar, los principales perjudicados de esa inestabilidad son los intereses de las compañías occidentales, que han echado la zarpa en los yacimientos de petróleo y gas. 

La extracción de crudo no supera hoy los 360 mil barriles al día, cinco veces menos que en tiempos de Gadafi. En segundo lugar, Libia se ha convertido en una de las principales plataformas para la emigración a Europa. Como informaron a finales de febrero los medios occidentales con fuentes en los servicios de inteligencia, cerca de 200 mil refugiados de todo el norte de África esperan que mejoren las condiciones climatológicas para zarpar desde las costas libias rumbo a Europa. 

Esta nueva ola de inmigración espontánea puede suponer un golpe sensible a los regímenes gobernantes del Viejo mundo, que ya de por sí se ven sometidos a una crítica creciente por parte de la sociedad.

Y finalmente, la situación en Libia se ha visto en el centro de la carrera electoral en los EE.UU. Para criticar a Hilary Clinton, como representante mejor posicionado para convertirse en probable candidato del Partido Demócrata, los republicanos han elegido su gestión al frente de la Secretaría de Estado. Especial hincapié se hace en la aventura libia. “Derrocando el gobierno de Libia, entregamos ese país a los terroristas islamistas radicales”, declaró por ejemplo el senador republicano de Texas, Ted Cruz.

No debe sorprendernos que la administración demócrata de la Casa Blanca intente arrebatar ese as de la manga de los oponentes. 

El proceder del gobierno norteamericano revela los desesperados intentos de cerrar el “caso libio” por todos los medios, y en unos meses contados antes de las elecciones, conseguir revertir el parecer de la opinión pública. Para ello los EE.UU. están dispuestos a una nueva intervención militar. 

En enero el secretario de prensa de la Casa Blanca, Josh Earnest declaró que en Washington no excluyen la puesta en marcha de una operación militar. Posteriormente, con ese plan de expandir la campaña antiterrorista a Libia, intervino el Pentágono. Joseph Dunford, presidente del Comité de Jefes del Estado Mayor de las FF.AA. de los EE.UU, declaró la necesidad de adoptar “medidas decididas en la esfera militar, para reducir la expansión del DAESH. La posibilidad de una intervención militar también la confirmaron en el Departamento de Estado. 

“Los golpes contra los terroristas pueden ser asestados en cualquier lugar, si ello fuese necesario para la seguridad de los EE.UU. y sus aliados”, recordó el representante oficial de la institución, Mark Toner.

Pero por ahora en Washington, no se han decido a acometer una intervención abierta. Se apuesta por “golpes calculados”, que tienen como objetivo a los cabecillas del DAESH. Uno de esos golpes fue acometido el 19 de febrero en el campamento de los terroristas junto a la ciudad de Sabrat en el oeste de Libia. 

Aunque el golpe dista de ser “quirúrgico”: como resultado murieron como mínimo 46 personas, entre los que se encontraban dos diplomáticos serbios, secuestrados por los extremistas. Y pasados cuatro días, el DAESH consiguió conquistar la parte central de Sabrat…Los EE.UU. planean también recurrir al uso de drones de combate, que se encuentran en la base de Sigonella en Sicilia.

Todo parece indicar que el gobierno norteamericano se inclina, al igual que sucediera en el 2011, por repartir la responsabilidad con sus aliados europeos. A finales de febrero, el diario francés “Le Monde” informaba de una “acción militar no oficial” en Libia.

 Según sus fuentes el presidente Hollande habría autorizado una operación terrestre con la participación de las tropas especiales. Al poco, la participación de comandos francés en operaciones militares en Bengasi fue confirmada por el Jefe del gobierno de “Trípoli” Halifa al-Ghawi. Finalmente en el palacio del Eliseo también se vieron obligados a reconocer el hecho.

No cabe esperar de las tropas occidentales que vayan a restablecer la paz y el orden en Libia. La intervención va más bien dirigida a poner la cruz de una vez por todas sobre el Estado libio, más aún si tenemos en cuenta que las lecciones de las catástrofes libia, afgana e iraquí no han sido tenidas en cuenta por Occidente. Esa seguridad en su propia exclusividad los convierte en un elefante en una cacharrería, incapaz de tomar en consideración las particularidades de otra cultura, de otra sociedad.

La sombra de Gadafi

Los esfuerzos diplomáticos de los estados occidentales, también parecen condenados al fracaso. Los intentos por reconciliar a los dos gobiernos libios de momento solo han servido por dividirlos más. El nuevo gobierno renovado del gobierno de unidad nacional incluía…32 ministerios. 

Por ejemplo, el Ministerio de Exteriores fue dividido en tres secciones: asuntos exteriores, cooperación internacional y ministerio de asuntos árabes y africanos. 

En Tobruk se negaron a reconocer las competencias de este “superministerio”, aduciendo que se había conformado de acuerdo a los intereses de los líderes de clanes concretos y de formaciones armadas, que habrían recibido al fin y a la postre las carteras más jugosas.

Pasado un mes se repitió el intento. El número de ministerios se redujo a 18, pero la nueva votación condujo a la división dentro ya del propio “parlamento de Tobruk”. La mitad de los diputados se negaron a tomar parte en la votación. 

Sus argumentos merecen atención: Se da la circunstancia de que la mayoría de asientos en el nuevo gobierno se han concedido al gabinete que gobierna en Trípoli, y en primer ministro se ha convertido el miembro del parlamento de Trípoli, Fayez al-Sarraj. Sin embargo dichos órganos de gobierno se asientan en los partidos y grupos islamistas que han tenido una postura de plena condescendencia en lo relativo al fortalecimiento en Libia de organizaciones extremistas. 

También provoca alarma en Tobruk, el que en el nuevo gobierno no se haya hallado sitio para Halifa Haftar, Comandante en Jefe de las fuerzas armadas leales al gobierno de Tobruk. Además fue precisamente él quien encabezó la resistencia frente a los islamistas.

Occidente no escatima esfuerzos en apartar a todos los disconformes del proceso político. A pesar del fracaso de la votación en Tobruk, el gobierno de los EE.UU. se apresuró en reconocer la legitimidad del gobierno de al-Sarraj e incluso, según ciertas fuentes, amenazaron con una intervención militar directa, en el caso de que las negociaciones para formar un nuevo gabinete fracasasen.

Este doble juego con los islamistas “buenos” y las amenazas de castigar a los “malos” ya ha resultado funesto en el caso sirio e iraquí. 

En Libia vuelven a tropezar en la misma piedra. Hay otro hecho que ejemplifica el extremadamente particular modo que tiene la diplomacia estadounidense de abordar el caso. 

El 23 de febrero Barack Obama declaró que la situación en Libia “sigue representando una excepcional amenaza para la seguridad nacional de los EE.UU.” y prorrogó el régimen de sanciones contra los familiares de M.Gadafi, que rige desde 2011. La sombra del líder asesinado asusta más a Washington que los islamistas vivos.

Claro que es posible que esa extraña decisión tenga un trasfondo razonable. Poco antes de la decisión de mantener las sanciones, en internet apareció un llamamiento de la hija de Gadafi, Aisha. Esta mujer se convirtió en uno de los símbolos de la resistencia, y tras la caída de la Yamahiriya Libia fue obligada a refugiarse en el extranjero. En su carta, Aisha Gadafi llama a los libios a oponer resistencia a la nueva conquista y anuncia la creación de un gobierno clandestino.

No cabe duda de que muchos de los libios, que han tenido la oportunidad de probar el amargo regusto de esa libertad calada en las bayonetas, pueden agruparse en torno a su figura.

 De ello da buena fe por ejemplo la postura de la tribu mayoritaria en Libia, la de los Warfalla, que desconoce tanto al gobierno de Trípoli como al de Tobruk, así como al nuevo “gobierno de unidad nacional”. En palabras del jefe del Consejo de la tribu, Saleh Mayefa, el 80% de la población no respalda a esas “marionetas”.

La única posibilidad para Libia de conservarse como Estado es la unidad de esa mayoría para resolver de un modo independiente, no impuesto desde el exterior, los problemas que tiene planteados el país.

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