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Manuel Contreras Sepúlveda, carnicero de escritorio de la dictadura de Pinochet


Manuel Contreras y Adriana Rivas, la Chany, una de sus secretarias de confianza, devenida en agente.

Anfibia

En el hospital militar de Santiago, murió el ex director de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) Manuel Contreras. Condenado a 505 años de cárcel por crímenes cometidos durante la dictadura, “El mamo” pasó de ser un alumno brillante a un carnicero de escritorio. 

En este texto, el cronista Cristóbal Peña perfila a uno de los hombres más despiadados de la historia chilena. Fragmento del libro “Los malos”, editado por Leila Guerriero y publicado por la editorial de la Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2015.

Nota del editor: A mediados 1974, por orden de Augusto Pinochet, Manuel Contreras Sepúlveda creó la Dirección de Inteligencia Nacional, la DINA: una policía política, un ejército paralelo que mató a 3.000 opositores al régimen, torturó a 40.000 y persiguió a millares. 

En pocos años, llegó a tener un poder absoluto: manejaba diputados, ministros, jueces y empresarios. Por violaciones a los Derechos Humanos fue condenado a cadena perpetua. 

En julio de 2010, declaró desde la prisión militar que se sentía orgulloso de su trabajo al frente de la DINA. Unos años después, tras un largo trabajo de investigación, el cronista Cristóbal Peña escribió una crónica de largo aliento que retrata la complejidad de uno de los hombres más despiadados y voraces de la historia de Chile. 

Visitó al militar en la celda y entre muchas otras entrevistas, habló con su hijo que le contó que cuando su padre oficiaba de instructor de cadetes de la Escuela Militar, no aceptaba un zapato mal lustrado, una patilla más larga que la otra. 

Peña también recuperó las declaraciones del capitán Alejandro Barros que contaba como Contreras abusaba de su autoridad: Si sorprendía a un cadete en una falta menor, a escondidas de sus superiores, el Mamo arrastraba al indisciplinado al baño, le introducía el pitón de una manguera por la boca y les tiraba un fuerte chorro de agua. Si la falta era grave, en los mismos baños hundía las cabezas de los cadetes en el inodoro y tiraba la cadena. 

Es un día caluroso y seco que llama a las moscas. 

Un día de marzo de 2014, en que Michelle Bachelet acaba de volver a ser presidenta por un segundo periodo. Ella ha jurado por la mañana, pero en la entrada del penal Punta Peuco aún cuelga el retrato de Piñera. Las visitas comienzan a llegar en autos casi nuevos. Mujeres en su mayoría, bien arregladas, que cargan carritos de feria en los que llevan ropa limpia y comida casera para los presos que habitan en este descampado reseco al norte de Santiago.

Después del revuelo que produjo la entrevista que Contreras dio a CNN Chile, no se ha permitido la entrada de periodistas al penal de Punta Peuco. Los gendarmes del primer control miran mi cédula de identidad, se consultan unos con otros, desconfían.

—¿Usted qué es de Contreras? ¿Familiar o amigo?

—Amigo.

Sin soltar mi cédula, vuelven a consultarse. Uno de ellos hace un llamado telefónico, anota mis datos y vuelve a preguntar:

—¿Conoce el camino?

El camino es una pasillo color crema, silencioso, decorado con cruces y cuadros de paisajes y naturaleza muerta pintados al óleo, obra de los talleres de pintura con que las esposas de los militares condenados matan el tiempo. Algunos de esos cuadros llevan la firma de Nélida Gutiérrez.

Cuando Manuel Contreras me inscribió en su lista de visitas, pensé que me recibiría en alguna sala, como esas en las que los abogados llegan a entrevistarse con sus clientes.

 Pero a lo largo del trayecto por el que me guía un gendarme no asoman salas de visita, y al llegar a un hall, el mismo que aparece en el video de septiembre de 2013, con mesas de mantel floreado y sillas plásticas, un taca-taca, una trotadora y un enorme televisor con sillones alrededor, el gendarme me señala una galería tras una reja de barrotes gruesos.—Ahí está, es la primera –dice, indicando una puerta, la primera a la derecha, que tiene el número uno–. Tóquele nomás, tóquele fuerte, está adentro.

Entonces, golpeo la puerta.

En septiembre de 2013, cuando llegó a ese lugar, sus antiguos compañeros de la DINA no querían saber nada con él. Ni ellos ni el resto de los internos, condenados todos por violaciones a los derechos humanos. Estaban molestos por aquella entrevista que había significado el traslado a Punta Peuco y la pérdida de privilegios. El hijo del Mamo me contó que los primeros días que su padre pasó allí fueron tensos. Los demás le hicieron saber de su molestia y algunos, como Miguel Krassnoff, hijo de cosaco ruso, le quitaron el saludo. Y más que eso: el primer día de visita tras el traslado, cuando la hija mayor del Mamo se acercó a saludar a Krassnoff, este la ignoró y, ante la protesta de ella, uno de los hijos de Krassnoff, oficial activo del ejército chileno, la insultó:

—Mándate a cambiar, huevona –dice el hijo del Mamo que dijo el hijo de Krassnoff.

José Zara, que fue condenado por el crimen del general Carlos Prats, salió en defensa de la hija del Mamo, y cuando ya estaban por irse a las manos, aparecieron los gendarmes para poner orden.

A seis meses de ese incidente, las cosas parecen tranquilas en el modulo 3 de Punta Peuco. En la galería, frente a cada una de las puertas de ingreso a las celdas, están los carritos de feria con ropa y comida, en perfecta formación, como si siguiesen un reglamento establecido. En la galería se escuchan murmullos, cuchicheos provenientes del interior de las puertas. Esa quietud es interrumpida por un hombre espigado, de bigote cano, que asoma y me saluda sonriente, dichoso, como quien sale del camarote de un crucero y saluda al pasajero que le tocó por vecino. El hombre es Krassnoff Marchenko, vecino de Contreras.

—Tóquele fuerte, le digo.

El gendarme me mira tras la reja con barrotes que antecede a la galería. Me dice que abra la puerta. Empujo, pero está cerrada por dentro. Entonces, antes de volver a golpear, la puerta se abre.

El hombre que aparece no es ni la sombra de lo que era. Está flaco y encorvado, los ojos nublados por la edad. Un anciano desvalido con un soplo de voz.


“Los malos”, editado por Leila Guerriero (Ediciones UDP, 2015).

—¿Manuel Contreras? –pregunto.—¿Quién es usted? –pregunta.

Le digo que soy la persona que le escribió una carta días atrás. El mismo que lo contactó por una historia que escribo sobre él. Se queda mirándome tras la puerta. Parece extrañado, pero a la vez complacido de tener a una persona que se interese por él. Entonces se hace un lado.

—Pase, adelante, siéntese donde pueda.

Contreras indica el pie de su cama, alta y blanda, cubierta por frazadas gruesas, el único lugar disponible en su celda para que un invitado se acomode. Él se instala junto a la cama, en un sillón de un cuerpo. Sobre su cabeza hay una ventana con barrotes que da a un jardín flanqueado por murallones. A su lado, una mesita con medicamentos, una Biblia y la foto en sepia de sus padres.

La celda mide cerca de tres por cuatro metros y huele a humedad y aceite emulsionado. Tiene un baño repleto de trastos y un closet con ropa y vajilla que asoma tras una cortina. Hay un plasma colgado a la pared, una repisa con unos pocos libros y un collage de fotos de familia, principalmente de sus nietos, en la puerta de entrada. Hay varias fotos de él mismo, siempre vestido de uniforme, una taza que lleva grabado el puño de la DINA y virgencitas y cruces con Cristo crucificado, doliente.

Más que estar atento, Manuel Contreras estudia a la persona que está sentada sobre su cama. 

Le complace saber que sé que fue el mejor alumno en la Academia de Guerra y que en la biblioteca que perteneció a Pinochet encontré un ejemplar con una dedicatoria firmada por él.

—Yo no era un mal alumno –me dice, satisfecho.


El manual de “Operaciones Secretas” de la DINA. Un texto fechado en 1976

Hasta ahí parece bien dispuesto. Pero cuando le comento que también quiero que me cuente de la DINA, su expresión cambia, aunque sin perder la compostura.

—Le advierto que no lo puedo ayudar. 

Usted sabe lo que pasó con la última entrevista que di. No quiero crearle más problemas a los gendarmes. Quizás más adelante.

¿De qué se habla con una persona que no quiere hablar? Contreras no se mueve de su lugar ni hace amago de despedirme. Desde el sillón, manos entrelazadas, piernas juntas, parece complacido de la visita. No queda más que llenar el silencio con vaguedades. 

La salud, el tiempo, las condiciones en que se encuentra ahora.

—¿Cómo se siente aquí?

—Más estrecho, aunque no estoy mal –dice, levantando los hombros.

—En Cordillera estaba bastante mejor, ¿no?

—Mejor, sí. Pero, ¿sabe una cosa? Lo peor son los cambios de temperatura. Acá hay dos grados más en verano y dos menos en invierno.

Cuando dejó el penal Cordillera, tuvo que deshacerse de las copias de expedientes judiciales que fueron acumulándose en su cabaña, producto de su obsesión por llevar él mismo cada uno de los casos en que se lo acusa de delitos como tortura, homicidio, secuestro calificado y desaparición de personas. 

Redactaba los escritos y obligaba a sus abogados a presentarlos ante la justicia. 

Este afán lo llevó a enemistarse con el abogado con el que mejores resultados obtuvo, Juan Carlos Manns, quien me dirá que en un momento la defensa se hizo insostenible, sobre todo después de una vez en que él se negó a seguir los dictados de su cliente, que se le fue encima con ánimo de agredirlo. En su oficina, el abogado dirá con una sonrisa que no fue nada más que una bravuconada de un cliente acostumbrado a dar órdenes.

Resulta difícil imaginar que el anciano que permanece sentado en el sillón pudiera agredir a alguien. Con un hilo de voz, gesticulando con dificultad, me dice que sigue atento a sus causas, “siempre estudiando”, y que entre los tres libros que está leyendo a la vez en estos días se cuenta uno jurídico, llamado Procesos sobre violaciones a los derechos humanos, de Adolfo Paul.

—¿Y ese otro? –pregunto, apuntando al que se encuentra al lado y que se titula El libro de Urantia. Un clásico universal del misticismo, de autor anónimo, que, me entero después, habría sido dictado por seres de otro planeta.

—Es un libro maravilloso –me dice–, muy interesante, ¿no lo ha leído?

—No. ¿De qué trata?

—Plantea que el infierno no existe.

—A ver, ¿cómo es eso?

—Todos trascendemos al más allá, a uno de los cien anillos que existen en el universo. No hay infierno. Lo único es que algunos quedan suspendidos en alguno de estos anillos, esperando evolucionar.

Tocan a la puerta. Maite y Alejandra, dos de las tres hijas del Mamo, llegan de buen humor, saludando cariñosamente al padre.

 Las mujeres se sorprenden por mi presencia, pero el mismo Contreras me presenta como un escritor que ha llegado a visitarlo.

—Está escribiendo un libro sobre mí –sonríe el Mamo.

—Espero que hables bien de mi papá, más te vale –dice Alejandra, la más joven, sonriendo.

Las hijas me despiden diciéndome que “el papá ha tenido un día duro y tiene que comer”. 

Me explican que, como ocurre dos veces a la semana, el Mamo ha pasado la mañana en tratamiento de diálisis por la insuficiencia renal diabética que padece hace casi 20 años. 

Si antes demoraba cinco minutos en ir al hospital, ahora que está en las afueras de Santiago demora una hora de ida y otra de vuelta.

—Todo gracias a Piñera, ese desgraciado –dice Alejandra.

—Ya, papá, despídase del escritor, que se va –tercia Maite.


El cuerpo del ex general Prats destrozado por la explosión del coche bomba. Buenos Aires, 30 de septiembre de 1974.

Entonces me incorporo de la cama, doy un paso hacia la esquina de la celda y estiro la mano. Recibo una mano que es como un jurel blando y frío, casi sin carne: un espinazo que tiembla. 

Sin moverse del sillón, con ese hilo de voz agónico, el Mamo levanta la vista con dificultad y se despide:

—Que le vaya muy bien.

Fuera de la celda, Maite me dice que su padre “está sin ganas a veces, por eso lo venimos a ver, para que no se sienta solo, para que no se desanime”. 

Me lo dice frente a una foto que cuelga en la galería, y que muestra a un anciano cuya figura proyecta la sombra de un soldado joven y fornido, armado hasta los dientes.

—Esta imagen la trajimos nosotras. ¿No te parece que este abuelito se parece a mi papá?

—¿En qué sentido?—¿No has visto cómo camina?

—No. —Camina así, tal cual, lento, medio para el lado. Ya está viejito, le queda poco. Pobre papá.

Miguel Krassnoff Marchenko sigue dando vueltas por la galería, repartiendo saludos. En el hall vecino del módulo 3 hay dos ancianos que miran la televisión. 

Cuando me ven pasar junto a un gendarme sonríen, amistosos, como dos abuelos tiernos, antes de volver a cabecear frente a la pantalla.

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