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“El umbral del infierno”


El diario puertorriqueño Nuevo Día publica periódicamente los sábados las cartas que el preso político Óscar López Rivera le envía desde prisión a su nieta Karina, a la cual solo ha conocido a través de los barrotes de la cárcel.
Querida Karina, cuando se tiene mi edad y se sabe que la vida es frágil, y se ve partir a las personas que uno más admira —¡cuánto me ha dolido la muerte de Cheo Feliciano!—, se aprecia más el abrazo de los familiares, el cariño de una hija o la sonrisa de una nieta.

No ignoro, sin embargo, los sacrificios que debe hacer mi hija Clarisa (y tú, cuando vienes con ella), para llegar desde Puerto Rico a esta remota prisión de Terre Haute. 

Hace tiempo le pedí que me contara cómo era el viaje para anotarlo en un cuadernillo. Y ahora, cuando anuncia que viene, releo esos datos para acompañarla, aunque sea en espíritu.

Primero, Clarisa vuela a Chicago. Después, alquila un carro y sale como a las tres de la mañana, en invierno con vientos y nevadas fuertes. El viaje a Terre Haute desde Chicago dura cuatro horas y media, y más si se detiene para tomar café en algún pueblo que encuentre por la ruta.

Cuando llega a la cárcel, el guardia que está en la garita pregunta que a qué viene. Clarisa le dice que a visitar a un preso. Le indican donde estacionarse y entra al vestíbulo.

Ese es, al fin y al cabo, el verdadero umbral del infierno.

Clarisa llena la boleta de visita y se la entrega al guardia junto a una identificación con foto. Si tú la acompañas, sé que también debes presentar la licencia de conducir o el pasaporte.

Luego, el siguiente paso es que el guardia busque en la computadora los nombres de las personas autorizadas para visitarme. Antes de entrar, le piden las llaves del auto y le dan un número para que las recoja cuando termine la visita.

Como medida adicional, luego del “clearance”, le marcan la mano con un sello de goma y le asignan un guardia que la escoltará hasta el lugar donde nos vamos a ver.

 Allí, si lleva abrigo, deberá colocarlo en un área común, donde también se guardan los de otros visitantes. 

A veces, el abrigo de Clarisa queda bajo una montaña de ropa ajena.

 En una ocasión, sobre el de ella pusieron un abrigo muy sucio, lleno de porquerías, con un olor terrible.

 No me lo quiso contar hasta pasado mucho tiempo, pero decidió nunca más entrar con abrigo en la prisión.

Otro guardia le asigna un lugar para sentarse. 

Sé que usualmente a nosotros nos ubican donde hay más cámaras de seguridad.

 Cuando por fin nos encontramos, sonreímos a pesar de todo. 

Ella trae una bolsita plástica con lo único que le permiten: veinte dólares en menudo para comprar alguna bebida o comida. 

Sólo venden comidas rápidas, con demasiado condimento o carne, que me rehúso a comer.

La distribución de los asientos es caótica. Está diseñada para que no podamos conversar.

 Son filas de aproximadamente veinte asientos, con personas detrás y adelante, y es posible que sea gente bulliciosa, que además se pone inquieta por la tensión de estar allí. 

A veces el vocerío se hace insoportable, tu mamá y yo nos limitamos a mirarnos.

 Me apena que haga ese largo trayecto lleno de sacrificios solo para eso. 

Un padre sufre lo indecible. Y un abuelo —cuando vienes tú— se aflige y se avergüenza de las condiciones.

Al final, siempre abrazo a tu mamá y le susurro que ella y tú son mi mundo, que las quiero y que deben cuidarse mucho en el largo viaje de regreso. ¿Sabes cómo se me oprime el corazón cuando pienso que tendrá que guiar casi cinco horas de nuevo hasta Chicago?

La última humillación se produce cuando termina la hora de visitas y llega el momento de contar a los presos. Antes nos contaban en los propios asientos, que era menos violento. 

Ahora nos obligan a pararnos frente a una pared, de espaldas a nuestros seres queridos. 

Clarisa se desmorona porque dice que le da la impresión de que nos van a fusilar.

En estos treinta y tres años, tu madre me ha dicho muchas veces que el estruendo de la puerta cuando se cierra a sus espaldas, después de hacerme la visita, es uno de los peores sonidos de su vida. 

Mientras el guardia la escolta hasta la salida no llora, pero luego, en el carro, da rienda suelta a su tristeza. Llora sin decir palabra. Sin mirarte, cuando vas con ella. 

Una al lado de la otra, en silencio. 

Y yo, de vuelta en la celda, destrozado también, pienso en el amor de ustedes. En resistencia y lucha, recibe un beso agradecido de tu abuelo.

El Nuevo Día

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