Por un momento la ligazón rusa de Ucrania pareció rota para siempre.
El presidente ruso, Vladímir Putin, debió de sentir el mes pasado una sensación parecida a la que experimentó cuando, siendo agente del KGB en Alemania, se enteró de que caía el muro.
El gran aliado de Moscú en Ucrania se desmoronaba: Viktor Yanukóvich dejaba el país para librarse de la marea occidental que aspira a barrer su sistema.
La gran diferencia es que, a diferencia que en 1989, esta vez Putin no veía los acontecimientos en un televisor en blanco y negro, sino desde su despacho en el Kremlin.
La crisis de Ucrania ha colocado a Rusia en una situación en la que ya era imposible retroceder.
Las nuevas autoridades de Kiev han sucumbido al adanismo: el hábito de comenzar una actividad cualquiera como si nadie la hubiera ejercitado anteriormente.
La disolución de cuerpos policiales, las tentaciones de moderar el uso de la lengua rusa en el país, el achatarramiento de la figura de Yanukóvich... todo amontona tierra suficiente para enterrar al actual Gobierno de Kiev antes de que se pueda reaccionar.
El primer ministro, Arseni Yatseniuk, está ahogado en amenazas, deudas y compromisos con los radicales. Europa, dispersa a la hora de tomar decisiones, no ha sabido tirar de las riendas a tiempo.
En Ucrania “nuestros socios occidentales se pasaron de la raya”, dijo Putin esta semana en su discurso, en el que calificó la actuación de Occidente en la crisis ucraniana de “burda, irresponsable y no profesional”, pues sus políticos “sabían perfectamente que más de un millón de rusos viven en la península de Crimea".
Un fallo de Occidente ha sido interpretar el proceso crimeo sólo como una secesión, cuando es al mismo tiempo una reunificación, todavía no se sabe si necesaria, pero comparable con la de Alemania en los ochenta.
Como resultado, “Rusia ya no podía retroceder”, remarcó el presidente en su discurso, que precedió a la firma de las actas de adhesión a la Federación Rusa de Crimea y Sevastópol.
Europa sabe ahora -por la vía de los hecho- que Rusia siempre defenderá los derechos de los ciudadanos ucranianos de origen ruso. Pero Ucrania debería ser la primera interesada en que los derechos e intereses de esa gente estén garantizados, y tal vez Bruselas debería velar por ello.
No está claro que estén amenazados, pero esa es la premisa de la estabilidad del Estado de Ucrania y de la integridad territorial del país, como bien recordó el presidente ruso.
Como escribía un periodista en la prensa rusa estos días, las relaciones entre las grandes potencias van cambiando a ritmo acelerado en el espíritu de la guerra fría de mediados del siglo XX. La retórica de Putin hace recordar el discurso de Churchill en Fulton en 1946, donde por primera vez se habló del “telón de acero”.
El presidente de Rusia construyó su intervención siguiendo las leyes del arte retórico: defendió su decisión, calificándola como forzada, echó la culpa al enemigo externo y se arrojó contra “la quinta columna”. El discurso de Putin llamaba al combate.
Pero la crisis diplomática le da también arsenal defensivo. Ahora podrá justificar la inflación y el crecimiento de los precios por “las maquinaciones de Occidente”. A falta de dinamismo económico, riña de bloques.
Lo único seguro que se puede afirmar es que la historia de Rusia y del mundo entero, se ha divido en dos épocas: la de antes y la de después de Crimea.
El discurso de Putin pronunciado en el Kremlin refleja un acontecimiento histórico cuyas consecuencias no están todavía claras todavía ni para Rusia, ni para Ucrania, ni para Occidente.
Tras la desaparición del sistema bipolar de los setenta y ochenta, la estabilidad global no ha aumentado e impera el derecho del más fuerte.
Por eso Putin llamó a “cesar la histeria y la retórica de la Guerra Fría”, pero insistió en que “Rusia tiene intereses legítimos que hay que respetar”.
Un mensaje muy sencillo que difícilmente será entendido en Washington.