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El bloqueo de Cuba: crimen y fracaso

Ciudad Juárez: La vida breve

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 Héctor Domínguez Ruvalcab

Héctor Domínguez ha estudiado por años la vida en las calles de Ciudad Juárez. Esta es su visión a ras de tierra del paisaje social, clave para cualquier intento de reconstruir el tejido de la ciudad. El presente de estos muchachos es rápido y riesgoso; el futuro, opaco; la vida, con frecuencia, breve.

El término que mejor define la cultura y la política de los jóvenes, no sólo en Ciudad Juárez sino a nivel global, es “exclusión”. Ya sea por obcecación ideológica de los sectores más conservadores de la sociedad, o por omisiones atribuibles al desentendimiento del Estado y las elites económicas por ofrecerles opciones de inserción en el mercado de trabajo, acceso a la educación y a los servicios públicos, las estadísticas y los discursos que circulan en la esfera pública parecen indicar que hay un exceso de población joven que se percibe como prescindible y muchas veces como causa de los problemas sociales.

La exclusión empieza con la ausencia de proyectos de sociedad donde las nuevas generaciones puedan tener cabida. Para el antropólogo José Manuel Valenzuela Arce, debido a esta falta de proyección, que ha limitado la posibilidad de integración a las actividades económicas y al goce de los privilegios de la ciudadanía, los jóvenes “viven un presentismo intenso, pues el futuro es un referente opaco que solapa la ausencia de opciones”.1

Sin duda, el sector de los jóvenes es el que ha sido más afectado por los desastres e inequidades económicas. Ellos constituyen el porcentaje más alto de la emigración y son el grupo que mayor número de víctimas ha registrado en la violencia relacionada con el crimen organizado. La mitad de los jóvenes mexicanos, aproximadamente, vive bajo la línea de la pobreza y alrededor de 220 mil emigraron cada año a Estados Unidos entre 2000 y 2006.2 Según estadísticas de la Subprocuraduría de Justicia del Estado de Chihuahua, zona norte, “la guerra entre bandas de narcotraficantes en Juárez ha dejado de 2008 a la fecha más de cuatro mil 500 víctimas, de las que 30% son menores de 20 años”.3 Si se cuentan los menores de 30, resulta que desde el inicio del presente sexenio los jóvenes han puesto más de la mitad de los muertos por la violencia.

Es alarmante el número de hombres jóvenes que han sido asesinados en esta ciudad desde la década de 1980. Tan sólo entre 1985 y 1997, el 47.6% de las víctimas de homicidio fueron jóvenes varones de 20 a 24 años, frente a un 3.1% de mujeres de la misma edad.4 Cada joven ejecutado se considera a priori un miembro de alguna banda criminal. Esta prejuzgada falta de inocencia convierte a estos cadáveres masculinos en meros cuerpos sin subjetividad, sin biografía, y muchas veces sin honras fúnebres. 

Con la ciudadanía negada, se reducen al mote de maleantes. En este drama de la violencia la voz que menos escuchamos es la de los jóvenes. Ellos raramente ocupan el escenario público, si acaso aparecen como cifras de victimarios y víctimas que se reportan al día, y cuando los escuchamos hablar es para enunciar la confesión esperada (y muchas veces forzada) o en todo caso una pálida justificación de sus actos. Pero la mayoría de las veces son sólo cadáveres estridentes, que resignifican la ciudad como un tiradero de cuerpos desechables.

La doble victimización
En una de las fotografías de Jaime Bailleres incluida en el libro Juárez: the Laboratory of Our Future de Charles Bowden, titulada “Pablo Rodríguez ruega a los paramédicos que ayuden a su hermano Ricardo, quien ha consumido una sobredosis de heroína, pero es demasiado tarde” (p. 60), vemos el llanto desconsolado de Pablo Rodríguez y el cuerpo de su hermano recién fallecido. La mano del paramédico toca con la punta de sus dedos la cabeza del doliente. El motivo de La Pietá se ha trasladado a un terreno baldío. El gesto de compasión del paramédico toma su distancia. En medio yace el cuerpo del hermano fallecido. Lo único que sabemos es que era heroinómano. 

Él mismo podría erigirse como el motivo central de la guerra contra el narco: la juventud que es víctima de la proliferación del mercado de drogas. Aunque, como veremos más adelante, esta guerra se revierte contra los jóvenes mismos. Si la primera victimización del cuerpo del joven es la adicción, la segunda es su criminalización: varios esfuerzos oficiales, religiosos y mediáticos se han empeñado en presentar las prácticas de la cultura juvenil, sobre todo las que tienen que ver con el placer, como criminales. Si bien muchas de las actividades delictivas ocurren en el terreno de la sexualidad y en el del consumo de drogas, no son la sexualidad ni la adicción delitos en sí mismos, como tampoco muchas de las expresiones de la cultura juvenil.

Sea por involucrarse en actividades de placer, sea por su participación en grupos bélicos, o por considerarse sujetos castigables y asesinables, la violencia sucede a través de los cuerpos juveniles. Ellos entran al circuito de la adicción y el delito menor inducidos por la fuerte red de pandillas que parecen ser su única opción en amplios sectores de la ciudad. La entrada al mundo de la adicción y del delito no es solamente la única condición de vida disponible, sino también la cultura a su alcance, que como tal cuenta con reglas, ritos de iniciación, aspiraciones, formas de lucha y de goce.

En El espíritu de El Toques (2001), Emilio Gutiérrez de Alba narra episódicamente casos del barrio del centro de la ciudad, no desde su luminosa oferta de entretenimiento, sino desde los callejones penumbrosos, los túneles, las leoneras y los vecindarios donde operan las pandillas Thru 13, los Condes y los Dinos. Este libro revela los diferentes mecanismos de la prostitución de niños y pubertos o su incorporación a las bandas de robo y narcomenudeo. Como el gesto del paramédico en la fotografía de Bailleres, los relatos de Gutiérrez de Alba ponderan compasivamente la precariedad de donde se nutre y robustece el crimen organizado. Una red de policías, pequeños capos, jefes de pandillas, lenones, tratantes de blancas y carteristas consume a los cuerpos jóvenes. Ellos se encargan de reclutar para las actividades ilícitas a los niños en situación de calle. La narración se construye sobre un argumento que asocia causas económicas a efectos morales. La homofobia que está al fondo de estos relatos lleva a identificar la homosexualidad con el abuso de menores, la adicción con el narcomenudeo y a la víctima con el victimario.

Erick Orozco, un joven que actualmente realiza su tesis de maestría en ciencias sociales en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ) sobre culturas juveniles, y que ha estado involucrado en proyectos de intervención en los barrios juarenses, describe así las formas en que el crimen organizado recluta a los jóvenes:

[En la colonia Díaz Ordaz] cuando los chavos nos describen ese proceso de tránsito entre el barrio [la pandilla] y ya vincularse al crimen organizado, lo que nos planteaban era la cuestión de la lana: se enfrentaban a poca oferta laboral y, en su condición de chavos de barrio, su oportunidad de conseguir trabajo se ve más limitada. Esta situación es aprovechada por los narcos y da lugar a situaciones como la siguiente: un chavo de 19 o 20 años cuya hija se enferma se mete a vender droga para poder curarla. Cuando se quiere salir le dicen: “no pues, ¿sabes qué? Que nos debes tal y tal favor y los favores se pagan con muertos, ese es el detalle aquí”.5

Las bases para la consolidación de la red criminal se encuentran, de acuerdo con esta descripción, en la precariedad económica y la falta de servicios públicos accesibles a la población marginada. En esta victimización primaria encontramos los ejes de una economía creada desde una instancia ilícita y desde el desentendimiento del Estado. La doctrina económico-política del neoliberalismo sienta las bases para el crecimiento de las organizaciones criminales. En efecto, el estado de bienestar está ausente en la historia que refiere Erick. La hija del joven que recurrió al crimen organizado requería atención médica y el hecho de vender droga —el mercado de trabajo disponible— le garantizó la vida. Y como este oficio es peligroso y conlleva no sólo el riesgo de caer preso sino, peor aún, de caer asesinado, la idea de dejar esta actividad es predecible, como son predecibles también los altos costos de hacerlo.

El sentido de la compasión con que Bailleres y Gutiérrez de Alba presentan al joven afectado por la adicción o por las organizaciones criminales conlleva una comprensión de cómo los sujetos se introducen al mundo social por la vía de aprender a navegar entre códigos violentos, reproduciendo las normas de un sistema criminal que se les presenta como el único recurso económico a su alcance. Así, se les describe como aquellos que han sido contagiados del mal de la criminalidad. Finalmente, el gesto de compasión por la victimización estructural del joven nos dirige a un segundo nivel de victimización: se comprende que el origen de su relación con las organizaciones criminales es la marginación, pero también se advierte que ellos se han vuelto “malandros”, que se han “maleado” y que no hay lugar para la recuperación. Esta segunda victimización consiste en una condena moral y clínica. El sentido común de base cristiana suspende la compasión al toparse con un pathos social que traduce el daño físico y económico en una contaminación moral.

Como todo sujeto abyecto, el joven adicto y asociado a los negocios criminales no cuenta con la dignidad del ciudadano en el caso —muy probable— de ser asesinado: es un pandillero, maleante y criminal. Durante su visita a Tokio el 2 febrero de 2010, el presidente Felipe Calderón expresó que los16 jóvenes masacrados en la colonia Villas de Salvárcar el 31 de enero “probablemente fueron asesinados por otro grupo con el que tenían cierta rivalidad”.6 El presidente implica que los asesinados eran pandilleros. 

Con ello, se aplica una descalificación de la víctima y se reduce al absurdo la procuración de justicia: su muerte fue buscada por su mala conducta y por lo tanto no hay reclamo que se justifique. Para el presidente, y para gran parte de los voceros oficiales, la violencia en esta ciudad se debe a la “descomposición social” atribuible a un relajamiento de los valores. Claramente el lenguaje patológico y moral informa y deforma la visión de toda una sociedad al introducir un elemento abstracto como causa de un hecho violento.
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Calderón decidió visitar la ciudad 11 días después de la masacre. 

Su objetivo era trabajar en “la recomposición del tejido social”. La recepción de las madres de los jóvenes asesinados fue hostil. La señora Luz María Dávila, madre de dos de las víctimas, dice no poder darle la bienvenida y le reprocha su percepción sobre estos jóvenes: “les dijeron pandilleros a mis hijos. Es mentira. Uno estaba en la prepa y el otro en la universidad, y no tenían tiempo para andar en la calle. Ellos estudiaban y trabajaban. Y lo que quiero es justicia”.7

La intervención inesperada de la señora Dávila interrumpió el protocolo. Hubo una dubitación cuando ella se levantó. Los guardias pretendían disuadirla de acercarse al podium, pero ante la presencia de las cámaras el presidente pidió que se le dejara hablar. Este forcejeo por el uso del foro público es significativo para entender la dinámica de la política en torno a la violencia: todo evento, para ser considerado real, tendrá que pasar por los medios. La irrupción de la señora Dávila significa una breve intromisión de la voz subalterna (para este caso definámosla como la voz de los que no tienen acceso a la esfera pública). Esta intervención airada, y muchas veces descalificada por articularse desde el sentimiento, se dirige a detener la victimización moral: si el gobierno no ha podido reconfigurar las estructuras económicas que victimizan a la población, por lo menos que se abstenga de victimizar por segunda vez a los muertos culpándolos de su tragedia.

La autoridad como enemigo

Es a partir de la masacre de Salvárcar que volvemos los ojos hacia otras masacres de jóvenes, respecto a las cuales no contamos con intervenciones efectivas como la de la señora Dávila. En 2008 grupos armados emprendieron una serie de ataques a siete centros de recuperación para alcohólicos y drogadictos pertenecientes a organizaciones religiosas, con un saldo de 10 internos muertos.8

El 17 de agosto de 2009 hubo una masacre en el Bar Seven & Seven ubicado en la avenida Tecnológico. Un comando armado llegó y mató a ocho jóvenes y dejó cuatro heridos. Los disparos fueron hechos al azar y, de acuerdo con el testimonio de una sobreviviente transmitido en el noticiero del Canal 44 al día siguiente, lo hicieron a manera de juego, bromeando mientras disparaban. La testigo dice que estuvieron llamando insistentemente al 066, teléfono de emergencia, y que nadie atendía la llamada.9

De acuerdo con un comunicado de la Sedena, un trabajo de inteligencia llevó a la captura de los responsables, quienes también habían llevado a cabo la masacre de 17 jóvenes en el Centro de Rehabilitación El Aliviane el 2 de septiembre de 2009, así como la de otros 10 en el Centro de Rehabilitación Anexo de Vida, el 15 de septiembre de 2009.10 Los individuos que han sido presentados como los gatilleros de estas masacres son identificados con bandas de apoyo a los cárteles de la droga (específicamente La Línea y Los Aztecas); con ello, las víctimas pasan a considerarse miembros de las bandas criminales por el solo hecho de morir bajo fuego sicario. Sin embargo, llama la atención que el teléfono de emergencia no haya estado en funcionamiento y que la policía haya llegado media hora después de la retirada de los asesinos quienes, de acuerdo con el testimonio transmitido en el Canal 44, estuvieron en el lugar de los hechos más de 10 minutos.

Por correo electrónico han circulado una serie de testimonios de los vecinos de Salvárcar recopilados un día después de la masacre. En ellos es constante la misma interrogante sobre el desempeño de las fuerzas policiales y castrenses: “Cómo es posible que anden siete camionetas con encapuchados y armados hasta los dientes y los militares y los de la PFP no se den cuenta, cuando están por todos lados. Esos güeyes no hacen nada”; “Yo salí a ver y uno de los que iban en las camionetas me dijo: ‘Métase pa’ dentro, esto es un operativo’”; “Ahora sí están todos esos inútiles aquí, esculcando a los mismos de la colonia, en qué cabeza cabe que nosotros mismos vamos a matar a nuestros hijos”; “Llegan los agentes preguntándonos que qué es lo que pasó, y eso es lo mismo que nosotros queremos saber”.11

Estos testimonios tienden a establecer que los policías no pueden ignorar la presencia de un comando armado de esa magnitud; que no solamente encubren a los asesinos sino que los asesinos actúan con las reglas de los policías y militares; que los policías y militares son sicarios. Si los grupos uniformados son representación del Estado, todas estas opiniones indican una incriminación de las autoridades.

En una de sus canciones, el grupo de hip hop MC Crimen narra un evento de hostilización policial y de pandillas:

Una patrulla me detiene, los polis se bajan y me comienzan a esculcar interrogándome: ¿a dónde te diriges y en qué trabajas? Si no te gusta que te miren mal, entonces por qué no te fajas, como no traigo nada me dejan libre, más tarde se escucha una ráfaga y volvemos a lo mismo, los contrarios de mi vecindario vinieron acompañados de la muerte, el que está tirado en medio de la carretera es un amigo y esta vez no tuvo suerte.

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Como la épica desenfrenada de las películas de acción, la ciudad se representa como un campo de persecución, asalto, escrutinio intimidante de los transeúntes y escaramuzas de bandas enemigas.
Se trata de un paisaje urbano dominado por la tensión bélica y la inminencia de la muerte. 

Como en la nota roja, la narrativa desplegada por MC Crimen consiste en la saturación de hechos sangrientos. Con un imaginario que llena de enemigos el lugar donde se vive, esta pieza nos explica cómo se ve el mundo desde la óptica de un joven pobre de Ciudad Juárez. Sabiduría obtenida a fuerza de sobrevivir en un espacio dominado por el miedo, las letras incansables de MC Crimen son diatribas funerales por los niños y jóvenes caídos a manos del crimen organizado, las pandillas y las fuerzas oficiales —todos víctimas y victimarios— arrollados por una tragedia de dimensiones colectivas.

MC Crimen deja en claro que toda victimización en estos barrios tiene una causa común: el crecimiento del dominio de las actividades criminales al punto de convertirse en una cultura. Las armas apuntan hacia todos lados y MC Crimen recita su modelo de conducta para una ciudad asediada por los disparos: “Escucha, mira y calla / o puedes morir por las balas de una metra-tra-tralla”. Es percepción extendida entre los juarenses que tanto sicarios como policías y militares han hecho de los jóvenes de los barrios una población exterminable, como condición necesaria de sus luchas por el control del territorio. “Aquí sufrimos la violencia de tres cárteles: el de los policías, el de los soldados y el de los narcos”, le dice un joven a Juan P. Becerra Acosta al hablar de su percepción de la violencia en la ciudad.12
En la entrevista arriba referida, Erick Orozco habla también de la persecución que los uniformados han desatado contra los jóvenes de las colonias:

Cuando [los jóvenes] estaban trabajando con el graffiti [proyecto auspiciado por el gobierno municipal] salen de uno de los talleres que dan en la calle y llevaban su cartón con el que hacen los esténciles y unas latas de pintura. Tienen que moverse de una colonia a otra porque su casa fue destruida por el arroyo y los reubicaron. Pasan por un tramo en el que no hay nada y es una zona pegada al cerro, lo único que hay en el trayecto es un OXXO. Llegan los chavos a comprar sodas y cuando salen los interceptan los federales. “A ver chavos, sabemos que ustedes son asaltantes de OXXOs, ¡súbanse!”. Se los llevan y los ponen abajo del puente. Les empiezan a preguntar cosas, y les cambian la versión: “Sabemos que ustedes mataron a unos chavos acá abajo y andamos buscando una Astor color verde. Dicen que ustedes la traían”. Eran chavos de entre 17 y 20 años. Tratan de confrontar las diferentes versiones. A otro chavo le decían: “Sabemos que tu papá es el movido de aquí”, y el chavo les contesta: “Yo ni conozco a mi papá”, y eso fue suficiente para que lo tiraran al piso y lo empezaran a patear. Era verdad que no conocía a su papá.13

Mientras se implementa el programa de integración en las comunidades con alto índice de violencia, aparecen los uniformados a amedrentar a los jóvenes que están respondiendo a la convocatoria del gobierno para elevar la calidad de vida de las colonias. El contraste que Erick nos presenta revela que los proyectos pacíficos de educación e integración comunitaria tienen mayor efectividad que los levantones, arrestos y tortura practicados por la policía federal, cuyas secuelas se traducen en el resentimiento ante las instituciones y el aumento de tensión en la vía pública. Los jóvenes que se han relacionado con los proyectos comunitarios dicen tener miedo de salir de sus casas por el acoso del que son objeto.

Criminalización de las expresiones juveniles
El gobierno municipal de Ciudad Juárez es ambiguo con respecto a los graffitis: por una parte patrocina los proyectos de los murales y, por la otra, impulsa un comité antigraffiti. En la página del gobierno municipal (http://www.juarez.gob.mx/) hay un vínculo que dice “Registro si eres víctima del graffiti”. Quien encuentre uno en su barda puede escribir a esta página, entonces el gobierno municipal pinta la barda afectada y en el lugar donde estaba el graffiti ponen un logo que dice “Amor por Juárez”, lo cual puede considerarse como un graffiti oficial, como si el gobierno local tomara parte en la guerra territorial de los graffitis. En todo caso, esto puede entenderse como una lucha entre los propietarios de los inmuebles de la clase media que se dice victimizada y los jóvenes que se expresan en sus grafías. Sus firmas terminan siendo borradas por el escudo hegemónico del discurso del amor y la declaración de propiedad.

La política pública del municipio con respecto al graffiti establece que la expresión del graffitero es una injuria al espacio urbano. Incluso el programa de murales promovido por el IMIP puede entenderse también como un borrar la firma del joven. Esta propuesta consiste en la eliminación de la injuria al establecer temas que los propios promotores implantan. A decir de Erick Orozco, el graffiti deja de serlo si carece de letras y si se anula la libertad del autor en cuanto a su contenido. El graffiti no consiste solamente en la grafía estampada en las superficies públicas de la ciudad. Se trata de un performance del riesgo y una firma minimalista con caracteres estilizados. El graffiti no daña la salud, no pone en riesgo la seguridad de los transeúntes, ni se puede entender tampoco como un hurto. Sin embargo, el acto de escribir un graffiti es una transgresión que “se ubica en la afrenta simbólica a la propiedad y la normatividad social.”14 Si se le considera una “afrenta simbólica” aunque su contenido no difame a nadie ni promueva actos violentos, la criminalización del graffiti consiste en un acto de censura acompañado de medidas coercitivas. 

Valenzuela Arce va más allá al mostrar el absurdo de criminalizarlo cuando explica que las batallas urbanas de los taggers (graffiteros que escapan a la estructura pandilleril de los cholos) sólo consisten en competencias de agilidad y calidad de las firmas o placazos. Las culturas juveniles son capaces de encontrar por ellas mismas formas no violentas de solución de conflicto que habrían de ser reconocidas como formas de convivencia ciudadana legítimas. Un vecino de la colonia Salvárcar considera que “las bardas de la colonia son consideradas obras de arte y la colonia no se molesta sino que los celebra”, sugiriendo que es necesario aprender a leer el graffiti, antes que criminalizarlo.15
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Gran parte de la percepción de los jóvenes como criminales tiene como origen la incomprensión de sus expresiones, descartadas prejuiciosamente desde una concepción maniquea y punitiva del orden social. Desde el punto de vista de los jóvenes, las mayores faltas no son las que se cometen trazando un graffiti en una pared o incluso manejando bajo los efectos del alcohol, sino las que se cometen contra estos infractores en los centros de detención. Los espacios de reclusión de los menores infractores son centros de abuso sexual, de tortura y robo en el que custodios y pandilleros colaboran en un negocio que explica la proliferación de retenes, redadas y arrestos por faltas administrativas.16

La cancelación de los espacios
Si bien la rivalidad entre jóvenes y policías surge a partir de la cultura violenta de las pandillas, donde unos y otros tienen muchas veces acuerdos de colaboración criminal, la población juvenil que no sigue el modelo pandillero de relacionarse, pero que se afilia a prácticas culturales alternativas, dice ser acosada por el hecho de vestir de cierta forma o, como en el caso de los graffiteros, manifestar una expresión simbólica que no implica ninguna agresión física o moral. Se advierte entonces que los métodos de vigilancia y el criterio para realizar detenciones han hecho que sea este sector el que menos cree en las autoridades. De acuerdo con la Encuesta Nacional de la Juventud 2005, sólo 14.2% de los jóvenes mexicanos dice tener interés en la política y sólo 15.5% considera que la democracia mexicana ha servido para resolver injusticias sociales o para exigir cuentas al gobierno. La percepción de los jóvenes claramente se manifiesta escéptica de las instituciones, pero las políticas oficiales también indican que las autoridades no confían en ellos y que los consideran causantes de los desastres sociales, como el de la violencia.

Esta desconfianza ha llevado al punto de que, en mayo de 2007, las autoridades impusieran un toque de queda que impedía a los menores de 18 años transitar por las calles de la ciudad, a menos de que fueran acompañados por un adulto. Esta medida, recomendada por los sectores conservadores, propició muchas arbitrariedades de los policías municipales que motivaron reacciones multitudinarias como el concierto Tokín contra el Toque celebrado el sábado 11 de agosto de 2007 en la Plaza del Monumento a Juárez. Se trata de un llamado a recuperar espacio público para la práctica del ocio que la ciudadanía entiende como derecho, pues es un lugar de placer y de integración comunitaria y no un campo de guerra como los criminales y las fuerzas del gobierno quisieran.

Además del toque de queda, se pueden asociar a iniciativas de una moral conservadora la criminalización del graffiti y el uso de estupefacientes, así como la intolerancia ante la diversidad sexual. Es constante en esta visión moral equiparar crímenes con prácticas de placer y expresiones culturales. En vista de que buena parte de las disposiciones oficiales de todos los órdenes de gobierno acusan una gran influencia de la visión moral para la definición de sus políticas públicas, se hace necesario un discernimiento entre aquellos problemas que requieren un tratamiento judicial, como son los casos de robo, secuestro, abuso sexual, extorsión y homicidio, de los que requieren políticas de prevención y recuperación como atención profesional a las adicciones, mejoramiento del sistema educativo y promoción de actividades económicas que ofrezcan opciones de empleo.

Henry A. Giroux en su The Abandoned Generation: Democracy Beyond the Culture of Fear, nos hace ver que desde el absoluto moral y el fervor religioso no puede entenderse ni ser abordado el problema del terrorismo. Si hacemos un parangón entre la lucha contra el terrorismo y la que emprende el gobierno mexicano contra el narcotráfico, podemos observar que las disposiciones oficiales que se implementan para fortalecer la seguridad resultan ser también una negativa a entender el problema. 

La absoluta criminalización de los sujetos que no se conforman al modelo de ciudadano deseable para la posición conservadora dominante, nos sugiere que al mantenerse la criminalización de las culturas juveniles se pretende extinguir las prácticas ciudadanas que no se ajusten al modelo neoliberal católico. La obsesión por defender una moral absoluta promovida desde las instituciones religiosas demarca una zona del mal a la cual exterminar para constituir un estado no sin violencia, sino basado en una agresión reiterada contra las diferencias.

Héctor Domínguez Ruvalcaba. Profesor investigador en literatura y cultura latinoamericanas en la Universidad de Texas en Austin. Es autor de La modernidad abyecta. Formación del discurso homosexual en Latinoamérica y Modernity and the Nation in Mexican Representations of Masculinity: from Sensuality to Bloodshed.

Este trabajo es parte del proyecto de investigación Género, violencia y diversidad cultural auspiciado por CONACyT, UAM, CIESAS y la Universidad de Texas en Austin. Agradezco a todos los miembros del proyecto por su valioso apoyo, especialmente a Patricia Ravelo, mi principal interlocutora en asuntos fronterizos.

1 José Manuel Valenzuela Arce, El futuro ya fue. Socioantropología de l@s jóvenes en la modernidad, Colegio de la Frontera Norte-Casa Juan Pablos, Tijuana-Cd. de México, 2009, p. 20.
2 Ibídem, p. 136.
3 Miroslava Velducea Breach y Rubén Villalpando, “Chihuahua: más de 300 asesinatos en enero; exigen parar campañas”, en La Jornada, 2 de febrero de 2010.
4 Georgina Canizales Martínez y Cheryl Howard, “Mortalidad por homicidio, una revisión comparativa en los municipios de Tijuana y Juárez, 1985-1997”, en Héctor Domínguez Ruvalcaba y Patricia Ravelo (eds.), Entre las duras aristas de las armas. Violencia y victimización en Ciudad Juárez, CIESAS, México, 2006, p. 98)
5 Entrevista realizada por Patricia Ravelo y Héctor Domínguez el 27 de febrero de 2010.
6 Alberto Vieyra Gómez, “Colosal irresponsabilidad de Calderón”, Agencia Mexicana de Noticias.
7 Claudia Herrera Beltrán, “Discúlpeme, Presidente, no le puedo dar la bienvenida: madre de dos ejecutados”, La Jornada, 12 de febrero de 2010.
8 Patricia Dávila, “Narcotráfico/Ciudad Juárez, el exterminio”, Proceso, núm. 1716, 20 de septiembre de 2009.
9 “Testigo narra la masacre del Bar Seven en Cd. Juárez”, video del noticiario del Canal 44 subido el 18 de agosto de 2009. http://www.metatube.com/en/videos/21980/Testigo-narra-la-masacre-del-Bar-Seven-en-Cd-Juarez/
10 Loera Cruz, “Caen 5 supuestos responsables de masacres en centros de rehabilitación”, El Fronterizo, 25 de noviembre de 2009.
11 Frases de los sobrevivientes de la masacre, correo reenviado por Efraín Rodríguez el 6 de febrero de 2010.
12 Juan P. Becerra Acosta, “La confusión de Ciudad Juárez (y de México)”, en http://alertaperiodistica.com.mx/la-confusin-de-ciudad-jurez-y-de-mxico.html
13 Entrevista realizada por Patricia Ravelo y Héctor Domínguez el 27 de febrero de 2010.
14 José Manuel Valenzuela Arce, op. cit., p. 453.
15 “Entrevista con vecino de colonia Villas de Salvárcar, parte 1”, http://www.youtube.com/watch?v=mtbJwCL-W5Q
16 Emilio Gutiérrez de Alba, El espíritu de El Toques, Ediciones Azar, Chihuahua, 2001, pp. 230-232.

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