Disturbios en el paraíso
Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez |
El 29 de abril de 1992, un jurado compuesto íntegramente por blancos absolvió a tres policías de Los Ángeles acusados de dar al afroamericano Rodney King una paliza que quedó grabada en una cinta de vídeo. Pocas horas después se desataron los disturbios por todo el sur de California.
En la Universidad de California en San Diego (UCSD), los estudiantes chicanos y afroamericanos se manifestaron en el, casi siempre, plácido campus de La Jolla, una de las comunidades más acomodadas y con menos diversidad étnica del país. Inesperadamente, centenares de estudiantes empezaron a avanzar hacia el Este en dirección a la autopista I-5. De repente, la invadieron y cortaron el tráfico en sentido Sur durante varias horas.
Cuando se les entrevistó poco después, ese mismo día, los alumnos de la UCSD expusieron que, si bien el desencadenante de sus actos pudo haber sido el veredicto dictado contra los agresores de King , el verdadero impulso provenía de años de decepciones y aislamiento en el campus de La Jolla. Muchos de ellos eran activistas estudiantiles; casi todos eran de color. Uno de los chicanos era presidente del sindicato estudiantil Associated Students.
Todos representaban a organizaciones que habían propuesto en la universidad reformas para hacerla más apacible e integradora para las minorías estudiantiles. Todas sus propuestas habían caído en el saco roto de las autoridades universitarias. Los estudiantes afirmaban que el veredicto del caso King era un reflejo indirecto de la injusticia que ellos mismos padecían a diario en el campus.
Para tratarse de un campus situado a veinte kilómetros del núcleo urbano de San Diego, en apariencia idílico y apartado de las comunidades de clase trabajadora, la UCSD había aportado su cuota de movimientos estudiantiles extremistas.
El más célebre nació en 1969, cuando una coalición de alumnado afroamericano y chicano propuso que se creara el College Lumumba-Zapata con la intención de obligar al centro a abordar las preocupaciones de las minorías sociales. Angela Davis fue la protagonista más célebre de aquel capítulo de la historia de la UCSD, pero hubo muchos más que, de entre todos los lugares posibles, aprendieron las destrezas organizativas en La Jolla. De algún modo, cada vez que el espíritu nacional desembocaba en movilizaciones estudiantiles, la UCSD ocupaba un puesto de vanguardia.
Avancemos de un salto dieciocho años desde aquella invasión de la autopista. En 2010, el campus de la UCSD era físicamente muy distinto, pero su actitud institucional no había cambiado en absoluto. Había un nuevo parque de ingenierías, una nueva escuela de negocios y, en general, la influencia empresarial se apreciaba más que antes. Pero el porcentaje de estudiantes universitarios afroamericanos y chicanos seguía siendo el mismo (un 1,3 y un 9 por ciento, respectivamente) y el clima del campus les parecía a casi todos los alumnos tan anodino y estéril como llevaba siéndolo casi cinco décadas.
Para muchos estudiantes de color el clima era abiertamente hostil. Uno de los rasgos relativamente nuevos de la vida en el campus era la incipiente presencia de una red de hermandades de estudiantes, cuyo origen se remontaba en algunos casos a la época inmediatamente posterior a la Guerra de Secesión estadounidense, cuando los miembros de la antigua Confederación mostraban su descontento ante la adhesión a la Unión. Muchos miembros de esas hermandades mantenían vínculos con un periódico estudiantil llamado El Koala que publicaba sin cesar un torrente de páginas sexistas, homófobas y racistas con la intención de provocar e intimidar. La UCSD era un polvorín en espera de una chispa.
En medio de la peor crisis económica desde la Gran Depresión, el conjunto de la red universitaria de California parecía estar aproximándose al trance definitivo de la privatización. El apoyo gubernamental se había agotado, de modo que los campus tendrían que sobrevivir depositando la carga económica sobre las espaldas de sus alumnos a base de incrementar las tasas, recortar servicios y aumentar el número de alumnos no residentes (el denominado «modelo de Michigan»).
La imagen de una educación universitaria asequible y universal, que era lo que las comunidades de negros y chicanos de San Diego siempre habían considerado la meta deseable, se alejaba ahora de las familias de clase media de todos los colores de piel.
La insistencia en obtener ingresos de los bolsillos del alumnado de otros estados norteamericanos supuso que, al menos, algunos habitantes de California quedaran excluidos. El sueño de Clak Kerr de una educación superior asequible parecía tan desvaído como las fotografías que hay de él junto al presidente Kennedy en la ceremonia de graduación de Berkeley de 1962.
A principios del año 2008, el Centro de Investigación Ralph Bunche de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) publicó un informe demoledor sobre la situación de los afroamericanos en la red universitaria californiana. En relación con el campus de La Jolla, advertía concretamente lo siguiente:
Si bien reconocían que no todo el mundo se sentía satisfecho con las sensaciones que transmitía el campus, sostenían que lo que mayor efecto surtiría serían las soluciones genéricas. Centrarse, por ejemplo, en los motivos por los que los estudiantes negros se sentían incómodos, no serviría más que para dividir al alumnado.
No se debía individualizar y analizar por separado a los diferentes grupos. Al fin y al cabo, todo el mundo estaba a favor de la «diversidad», siempre que no se definiera con criterios demasiado estrechos. Como señaló una autoridad académica, «preferiría alcanzar una definición muy amplia antes que enzarzarme en una disputa terminológica».
En junio de 2009, varios miembros del Consejo Rector de la Universidad de California (UC Regents), la comisión de altos cargos escogidos para supervisar técnicamente la red universitaria, reprendió públicamente al rector de la UCSD por el número escandalosamente reducido de alumnos afroamericanos que había en el campus.
En el mes de septiembre, el Sindicato de Estudiantes Negros (BSU, Black Student Union) de la UCSD, junto con otras organizaciones sindicales, alianzas y asambleas estudiantiles de la red universitaria de California, presentó un documento titulado «Do UC Us?».(1) En el marco de un incisivo análisis de las razones por las que habría que reformar la universidad, otros testimonios como el que a continuación se expone reflejaban el creciente descontento:
Mientras seguían realizando unas tareas que correspondía hacer a la universidad, las alumnas negras y chicanas advertían a las autoridades universitarias de la hostilidad del clima reinante. En una reunión del Consejo Local de Supervisores celebrada en el mes de noviembre, los alumnos del BSU y Movimiento Estudiantil Chicano de Aztlán (MEChA) refirieron sus experiencias con elocuencia. En los días posteriores, algunas autoridades de la universidad desacreditaron a los alumnos tildándolos de ser un reducido número de descontentos a quienes la junta de las organizaciones a las que pertenecían había instado maliciosamente a manifestarse.
El invierno de nuestro descontento
En La Jolla, los días son cálidos y soleados ya en el mes de febrero. El campus de la UCDS está situado en un alto desde el que se asoma al Pacifico, como si fuera un parque temático para listos. El entorno infunde seguridad, sobre todo para quienes viven en el centro de la ciudad, y las apariencias hacen pensar que todo el mundo está concentrado en sus estudios e investigaciones. Pero desde el 15 de febrero, una serie de incidentes racistas sucesivos sacudió la tranquilidad artificial del campus.
Los alumnos de la UCSD asociados a la red de hermandades beligerantes convocaron una fiesta amparada por el campus bajo el nombre de «Compton Cookout» [«La comida campestre de Compton»]. En ella abundaban los estereotipos racistas (lo que dejó sorprendida a mucha juventud de la era Obama) y, muy pronto, las hermandades se escudaron en el derecho a la libertad de expresión y en la idea de que, como también los utilizaban algunos artistas negros, ellos también podían usarlos.
Apoyándose en esta aventura, por lo demás, ignorante y enojosa, un grupo de alumnos vinculado a un periódico racista y sexista secuestró la emisora de televisión por circuito cerrado del campus; a continuación, pasó a referirse a los miembros del BSU como «putos negros desagradecidos». Al día siguiente, apareció una soga colgada de la biblioteca central.
Poco después, en una estatua próxima al campus central apareció una funda de almohada con forma de capirote del Ku Klux Klan. El habitual distanciamiento de la UCSD con la realidad se tambaleó. Alumnos de todos los colores de piel realizaron protestas y actos informativos al aire libre iracundos, pero juiciosos y muy bien organizadas. En los confines de la nueva California se resquebrajaba una inmensa torre de marfil.
Al igual que sucediera dieciocho años antes con la reacción ante el veredicto del caso Rodney King, la respuesta a los actos individuales de racismo no tenían tanto que ver con los propios actos como con la tensión que el campus producía en muchos estudiantes negros y morenos. Aun cuando el daño emocional que los incidentes desencadenaron en los estudiantes fuera profundo y desgarrador, los alumnos pasaron enseguida a concentrarse en las estrategias de transformación del clima institucional y, en última instancia, del carácter de la propia institución.
Sí, era racismo, pero el asunto también tenía que ver con variables demográficas de alumnos y profesores, con el currículum y el entorno de la actividad. Y lo más importante, los alumnos entendían que tenía que ver con la agonía de la educación pública y todos los demás efectos devastadores que treinta años de economía Reaganista habían vertido sobre las familias trabajadoras de California, a la que otrora se conoció como el «Estado de Oro».
En cuanto estalló este asunto en el campus, quedó claro que las autoridades universitarias carecían de habilidades para responder a él con eficacia. Los alumnos del BSU, en colaboración con el MEChA y otros grupos, se vieron obligados a trabajar día y noche para suministrar a las autoridades universitarias una hoja de ruta sobre la que avanzar.
Por sorprendente que resulte, los estudiantes hacían el trabajo de unos vicerrectores cuyo salario anual supera los 300.000 dólares anuales... y lo hacían mejor. Una vez que los estudiantes, primero, ocuparon y, luego, abandonaron pacíficamente del despacho de la rectora el 26 de febrero, le enviaron un ramo de flores con la siguiente nota: «No es personal; es sólo trabajo».
Los alumnos hicieron gala de una sabiduría casi inabarcable; ¿de dónde sacaron su buen hacer político? ¿Cómo es que interpretaban las cosas mejor que los profesionales titulados que dirigen el campus? Mientras las autoridades universitarias estaban sumidas en la confusión, los alumnos negros y chicanos trabajaban juntos de forma coordinada y eficaz. El estereotipo que ofrecen los medios de comunicación de que los jóvenes negros y morenos se pelean en las cárceles y las universidades quedaba refutado por la solidaridad exhibida por el BSU y el MEChA.
En plena primera fase de la insurgencia se pudo ver que los alumnos que con más ímpetu criticaban a la universidad en concentraciones y reuniones llevaban puestas todavía sudaderas de la UCSD. En lugar de abandonar a la universidad, querían salvarla de sí misma. Mientras negociaban con las autoridades universitarias, entendían que muchos otros habían demandado antes que ellos exactamente las mismas reformas. También sabían que lo más probable era que la burocracia universitaria se mostrara incapaz de comprender el cambio radical que era necesario imprimir.
Ilustraré (y glosaré modestamente) las palabras del gran James Baldwin: «En consecuencia, cuando las autoridades universitarias suponen que los alumnos negros y morenos podrían haberse imaginado alguna vez que iban a conseguir que «cedieran» en algo no hacen más que engañarse. De hecho, es raro que las autoridades universitarias cedan.
La mayoría protegen y conservan; suponen que lo que protegen y conservan es a sí mismos y aquello con lo que se identifican, mientras que lo que en realidad protegen y conservan es un sistema de realidad y la idea que tienen de sí mismos. No se puede ceder nada sin entregarse a uno mismo; es decir, arriesgándose uno mismo. Si uno no se puede arriesgar a sí mismo, entonces, sencillamente, es incapaz de ceder».
Según el acuerdo firmado el 4 de marzo de 2010 entre el BSU y la UCSD, las autoridades universitarias se comprometían a atender muchas de las demandas estudiantiles. El 5 de marzo, las autoridades del campus empezaron a desdecirse del acuerdo aduciendo que «así es como se han hecho siempre las cosas», en lugar de seguir los pasos que marcaban los alumnos y concebir formas nuevas de hacer las cosas. Las promesas de contratar más profesorado perteneciente a grupos minoritarios estadounidenses empezaron a desmoronarse cuando otras ramas académicas con mucho poder, como las de gestión de empresas o la ingeniería, urgieron a sus decanos a cerrar el grifo de la financiación de sus arcas, bien dotadas de fondos.
Los alumnos negros y morenos y sus aliados imaginaron para el siglo XXI una universidad pública que sirviera a toda la población de California. La autoridad universitaria y la mayor parte del profesorado se aferraban a su idea de una universidad corporativizada que se autodenominaba «global» pero que, pese a todos sus buenos propósitos e intenciones, relegaba temas que afectaban a los estadounidenses de origen indio, mexicano y africano al cubo de la basura del siglo pasado.
Los acontecimientos de la Universidad de California en San Diego nos ofrecen una imagen del futuro de California y, tal vez, de la nación. A medida que la educación superior pública se vaya convirtiendo cada vez más en un territorio para ricos, y que las juventudes trabajadoras se vayan viendo obligadas a endeudarse para obtener un título universitario, cada vez habrá menos jóvenes negros y morenos que puedan asistir a las universidades más prestigiosas.
En California, la nueva segregación de la educación pública está ya avanzada. Si en el campus sólo hay comunidades reducidas y aisladas de negros y morenos, los alumnos de color se verán sometidos al racismo ocasional que empapa la cultura en general. Los ataques que vierte la extrema derecha contra el presidente de Estados Unidos, el acoso generalizado contra los musulmanes estadounidenses y todas las demás rutinas y artimañas racistas intermedias se dejarán sentir en unos espacios públicos concebidos originalmente para formar una ciudadanía ilustrada.
¿Conseguirá la privatización de la educación superior, junto con la variabilidad demográfica del país, producir a gran escala una olla a presión racial como la que se desbordó durante dos semanas en la UCSD? De todos los lugares de Estados Unidos, los alumnos negros y morenos de La Jolla mantuvieron el pulso del estado racial neoliberal y dieron con valentía los primeros pasos para la creación de un futuro más luminoso y democrático.
Jorge Mariscal ha impartido clases durante treinta años, tanto en universidades públicas como privadas. En la actualidad es profesor de la Universidad de California en San Diego, semi-privada. Su último libro se titula Brown-Eyed Children of the Sun: Lessons From the Chicano Movement (University of New Mexico Press). Su página web es http://jorgemariscal.blogspot. com/.
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Notas
(1) Representación gráfica que juega con la semejanza entre la pronunciación inglesa de las siglas de la Universidad de California (UC) y «You see» («veis»). Podría traducirse como «¿Nos veis, Universidad de California?». (N. del T.)
Fuente: http://www.counterpunch.org/ mariscal03122010.html
Cuando se les entrevistó poco después, ese mismo día, los alumnos de la UCSD expusieron que, si bien el desencadenante de sus actos pudo haber sido el veredicto dictado contra los agresores de King , el verdadero impulso provenía de años de decepciones y aislamiento en el campus de La Jolla. Muchos de ellos eran activistas estudiantiles; casi todos eran de color. Uno de los chicanos era presidente del sindicato estudiantil Associated Students.
Todos representaban a organizaciones que habían propuesto en la universidad reformas para hacerla más apacible e integradora para las minorías estudiantiles. Todas sus propuestas habían caído en el saco roto de las autoridades universitarias. Los estudiantes afirmaban que el veredicto del caso King era un reflejo indirecto de la injusticia que ellos mismos padecían a diario en el campus.
Para tratarse de un campus situado a veinte kilómetros del núcleo urbano de San Diego, en apariencia idílico y apartado de las comunidades de clase trabajadora, la UCSD había aportado su cuota de movimientos estudiantiles extremistas.
El más célebre nació en 1969, cuando una coalición de alumnado afroamericano y chicano propuso que se creara el College Lumumba-Zapata con la intención de obligar al centro a abordar las preocupaciones de las minorías sociales. Angela Davis fue la protagonista más célebre de aquel capítulo de la historia de la UCSD, pero hubo muchos más que, de entre todos los lugares posibles, aprendieron las destrezas organizativas en La Jolla. De algún modo, cada vez que el espíritu nacional desembocaba en movilizaciones estudiantiles, la UCSD ocupaba un puesto de vanguardia.
Avancemos de un salto dieciocho años desde aquella invasión de la autopista. En 2010, el campus de la UCSD era físicamente muy distinto, pero su actitud institucional no había cambiado en absoluto. Había un nuevo parque de ingenierías, una nueva escuela de negocios y, en general, la influencia empresarial se apreciaba más que antes. Pero el porcentaje de estudiantes universitarios afroamericanos y chicanos seguía siendo el mismo (un 1,3 y un 9 por ciento, respectivamente) y el clima del campus les parecía a casi todos los alumnos tan anodino y estéril como llevaba siéndolo casi cinco décadas.
Para muchos estudiantes de color el clima era abiertamente hostil. Uno de los rasgos relativamente nuevos de la vida en el campus era la incipiente presencia de una red de hermandades de estudiantes, cuyo origen se remontaba en algunos casos a la época inmediatamente posterior a la Guerra de Secesión estadounidense, cuando los miembros de la antigua Confederación mostraban su descontento ante la adhesión a la Unión. Muchos miembros de esas hermandades mantenían vínculos con un periódico estudiantil llamado El Koala que publicaba sin cesar un torrente de páginas sexistas, homófobas y racistas con la intención de provocar e intimidar. La UCSD era un polvorín en espera de una chispa.
En medio de la peor crisis económica desde la Gran Depresión, el conjunto de la red universitaria de California parecía estar aproximándose al trance definitivo de la privatización. El apoyo gubernamental se había agotado, de modo que los campus tendrían que sobrevivir depositando la carga económica sobre las espaldas de sus alumnos a base de incrementar las tasas, recortar servicios y aumentar el número de alumnos no residentes (el denominado «modelo de Michigan»).
La imagen de una educación universitaria asequible y universal, que era lo que las comunidades de negros y chicanos de San Diego siempre habían considerado la meta deseable, se alejaba ahora de las familias de clase media de todos los colores de piel.
La insistencia en obtener ingresos de los bolsillos del alumnado de otros estados norteamericanos supuso que, al menos, algunos habitantes de California quedaran excluidos. El sueño de Clak Kerr de una educación superior asequible parecía tan desvaído como las fotografías que hay de él junto al presidente Kennedy en la ceremonia de graduación de Berkeley de 1962.
A principios del año 2008, el Centro de Investigación Ralph Bunche de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) publicó un informe demoledor sobre la situación de los afroamericanos en la red universitaria californiana. En relación con el campus de La Jolla, advertía concretamente lo siguiente:
- Los casos de los que se tiene conocimiento hacen pensar que muchos aspirantes afroamericanos perciben que el clima racial de la UCSD es hostil y, si se les admite, optan por no matricularse en ese campus. De manera similar, el reducido número de alumnos negros admitidos que finalmente se matriculan podría reflejar el miedo a sentirse aislados en la universidad desde el punto de vista racial, dado el porcentaje extraordinariamente exiguo de población afroamericana.
Si bien reconocían que no todo el mundo se sentía satisfecho con las sensaciones que transmitía el campus, sostenían que lo que mayor efecto surtiría serían las soluciones genéricas. Centrarse, por ejemplo, en los motivos por los que los estudiantes negros se sentían incómodos, no serviría más que para dividir al alumnado.
No se debía individualizar y analizar por separado a los diferentes grupos. Al fin y al cabo, todo el mundo estaba a favor de la «diversidad», siempre que no se definiera con criterios demasiado estrechos. Como señaló una autoridad académica, «preferiría alcanzar una definición muy amplia antes que enzarzarme en una disputa terminológica».
En junio de 2009, varios miembros del Consejo Rector de la Universidad de California (UC Regents), la comisión de altos cargos escogidos para supervisar técnicamente la red universitaria, reprendió públicamente al rector de la UCSD por el número escandalosamente reducido de alumnos afroamericanos que había en el campus.
En el mes de septiembre, el Sindicato de Estudiantes Negros (BSU, Black Student Union) de la UCSD, junto con otras organizaciones sindicales, alianzas y asambleas estudiantiles de la red universitaria de California, presentó un documento titulado «Do UC Us?».(1) En el marco de un incisivo análisis de las razones por las que habría que reformar la universidad, otros testimonios como el que a continuación se expone reflejaban el creciente descontento:
- En la actualidad, la probabilidad de que los alumnos de la UCSD se relacionen con un estudiante negro en el campus es prácticamente nula, dado el reducido número de alumnos negros que conforman la población estudiantil.
Mientras seguían realizando unas tareas que correspondía hacer a la universidad, las alumnas negras y chicanas advertían a las autoridades universitarias de la hostilidad del clima reinante. En una reunión del Consejo Local de Supervisores celebrada en el mes de noviembre, los alumnos del BSU y Movimiento Estudiantil Chicano de Aztlán (MEChA) refirieron sus experiencias con elocuencia. En los días posteriores, algunas autoridades de la universidad desacreditaron a los alumnos tildándolos de ser un reducido número de descontentos a quienes la junta de las organizaciones a las que pertenecían había instado maliciosamente a manifestarse.
El invierno de nuestro descontento
En La Jolla, los días son cálidos y soleados ya en el mes de febrero. El campus de la UCDS está situado en un alto desde el que se asoma al Pacifico, como si fuera un parque temático para listos. El entorno infunde seguridad, sobre todo para quienes viven en el centro de la ciudad, y las apariencias hacen pensar que todo el mundo está concentrado en sus estudios e investigaciones. Pero desde el 15 de febrero, una serie de incidentes racistas sucesivos sacudió la tranquilidad artificial del campus.
Los alumnos de la UCSD asociados a la red de hermandades beligerantes convocaron una fiesta amparada por el campus bajo el nombre de «Compton Cookout» [«La comida campestre de Compton»]. En ella abundaban los estereotipos racistas (lo que dejó sorprendida a mucha juventud de la era Obama) y, muy pronto, las hermandades se escudaron en el derecho a la libertad de expresión y en la idea de que, como también los utilizaban algunos artistas negros, ellos también podían usarlos.
Apoyándose en esta aventura, por lo demás, ignorante y enojosa, un grupo de alumnos vinculado a un periódico racista y sexista secuestró la emisora de televisión por circuito cerrado del campus; a continuación, pasó a referirse a los miembros del BSU como «putos negros desagradecidos». Al día siguiente, apareció una soga colgada de la biblioteca central.
Poco después, en una estatua próxima al campus central apareció una funda de almohada con forma de capirote del Ku Klux Klan. El habitual distanciamiento de la UCSD con la realidad se tambaleó. Alumnos de todos los colores de piel realizaron protestas y actos informativos al aire libre iracundos, pero juiciosos y muy bien organizadas. En los confines de la nueva California se resquebrajaba una inmensa torre de marfil.
Al igual que sucediera dieciocho años antes con la reacción ante el veredicto del caso Rodney King, la respuesta a los actos individuales de racismo no tenían tanto que ver con los propios actos como con la tensión que el campus producía en muchos estudiantes negros y morenos. Aun cuando el daño emocional que los incidentes desencadenaron en los estudiantes fuera profundo y desgarrador, los alumnos pasaron enseguida a concentrarse en las estrategias de transformación del clima institucional y, en última instancia, del carácter de la propia institución.
Sí, era racismo, pero el asunto también tenía que ver con variables demográficas de alumnos y profesores, con el currículum y el entorno de la actividad. Y lo más importante, los alumnos entendían que tenía que ver con la agonía de la educación pública y todos los demás efectos devastadores que treinta años de economía Reaganista habían vertido sobre las familias trabajadoras de California, a la que otrora se conoció como el «Estado de Oro».
En cuanto estalló este asunto en el campus, quedó claro que las autoridades universitarias carecían de habilidades para responder a él con eficacia. Los alumnos del BSU, en colaboración con el MEChA y otros grupos, se vieron obligados a trabajar día y noche para suministrar a las autoridades universitarias una hoja de ruta sobre la que avanzar.
Por sorprendente que resulte, los estudiantes hacían el trabajo de unos vicerrectores cuyo salario anual supera los 300.000 dólares anuales... y lo hacían mejor. Una vez que los estudiantes, primero, ocuparon y, luego, abandonaron pacíficamente del despacho de la rectora el 26 de febrero, le enviaron un ramo de flores con la siguiente nota: «No es personal; es sólo trabajo».
Los alumnos hicieron gala de una sabiduría casi inabarcable; ¿de dónde sacaron su buen hacer político? ¿Cómo es que interpretaban las cosas mejor que los profesionales titulados que dirigen el campus? Mientras las autoridades universitarias estaban sumidas en la confusión, los alumnos negros y chicanos trabajaban juntos de forma coordinada y eficaz. El estereotipo que ofrecen los medios de comunicación de que los jóvenes negros y morenos se pelean en las cárceles y las universidades quedaba refutado por la solidaridad exhibida por el BSU y el MEChA.
En plena primera fase de la insurgencia se pudo ver que los alumnos que con más ímpetu criticaban a la universidad en concentraciones y reuniones llevaban puestas todavía sudaderas de la UCSD. En lugar de abandonar a la universidad, querían salvarla de sí misma. Mientras negociaban con las autoridades universitarias, entendían que muchos otros habían demandado antes que ellos exactamente las mismas reformas. También sabían que lo más probable era que la burocracia universitaria se mostrara incapaz de comprender el cambio radical que era necesario imprimir.
Ilustraré (y glosaré modestamente) las palabras del gran James Baldwin: «En consecuencia, cuando las autoridades universitarias suponen que los alumnos negros y morenos podrían haberse imaginado alguna vez que iban a conseguir que «cedieran» en algo no hacen más que engañarse. De hecho, es raro que las autoridades universitarias cedan.
La mayoría protegen y conservan; suponen que lo que protegen y conservan es a sí mismos y aquello con lo que se identifican, mientras que lo que en realidad protegen y conservan es un sistema de realidad y la idea que tienen de sí mismos. No se puede ceder nada sin entregarse a uno mismo; es decir, arriesgándose uno mismo. Si uno no se puede arriesgar a sí mismo, entonces, sencillamente, es incapaz de ceder».
Según el acuerdo firmado el 4 de marzo de 2010 entre el BSU y la UCSD, las autoridades universitarias se comprometían a atender muchas de las demandas estudiantiles. El 5 de marzo, las autoridades del campus empezaron a desdecirse del acuerdo aduciendo que «así es como se han hecho siempre las cosas», en lugar de seguir los pasos que marcaban los alumnos y concebir formas nuevas de hacer las cosas. Las promesas de contratar más profesorado perteneciente a grupos minoritarios estadounidenses empezaron a desmoronarse cuando otras ramas académicas con mucho poder, como las de gestión de empresas o la ingeniería, urgieron a sus decanos a cerrar el grifo de la financiación de sus arcas, bien dotadas de fondos.
Los alumnos negros y morenos y sus aliados imaginaron para el siglo XXI una universidad pública que sirviera a toda la población de California. La autoridad universitaria y la mayor parte del profesorado se aferraban a su idea de una universidad corporativizada que se autodenominaba «global» pero que, pese a todos sus buenos propósitos e intenciones, relegaba temas que afectaban a los estadounidenses de origen indio, mexicano y africano al cubo de la basura del siglo pasado.
Los acontecimientos de la Universidad de California en San Diego nos ofrecen una imagen del futuro de California y, tal vez, de la nación. A medida que la educación superior pública se vaya convirtiendo cada vez más en un territorio para ricos, y que las juventudes trabajadoras se vayan viendo obligadas a endeudarse para obtener un título universitario, cada vez habrá menos jóvenes negros y morenos que puedan asistir a las universidades más prestigiosas.
En California, la nueva segregación de la educación pública está ya avanzada. Si en el campus sólo hay comunidades reducidas y aisladas de negros y morenos, los alumnos de color se verán sometidos al racismo ocasional que empapa la cultura en general. Los ataques que vierte la extrema derecha contra el presidente de Estados Unidos, el acoso generalizado contra los musulmanes estadounidenses y todas las demás rutinas y artimañas racistas intermedias se dejarán sentir en unos espacios públicos concebidos originalmente para formar una ciudadanía ilustrada.
¿Conseguirá la privatización de la educación superior, junto con la variabilidad demográfica del país, producir a gran escala una olla a presión racial como la que se desbordó durante dos semanas en la UCSD? De todos los lugares de Estados Unidos, los alumnos negros y morenos de La Jolla mantuvieron el pulso del estado racial neoliberal y dieron con valentía los primeros pasos para la creación de un futuro más luminoso y democrático.
Jorge Mariscal ha impartido clases durante treinta años, tanto en universidades públicas como privadas. En la actualidad es profesor de la Universidad de California en San Diego, semi-privada. Su último libro se titula Brown-Eyed Children of the Sun: Lessons From the Chicano Movement (University of New Mexico Press). Su página web es http://jorgemariscal.blogspot.
_____________________________
Notas
(1) Representación gráfica que juega con la semejanza entre la pronunciación inglesa de las siglas de la Universidad de California (UC) y «You see» («veis»). Podría traducirse como «¿Nos veis, Universidad de California?». (N. del T.)
Fuente: http://www.counterpunch.org/