Hernán Cortés y otros hechos desconocidos sobre el canal de Panamá

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El Dios detrás de la Gran Explosión

por Glenys Álvarez

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No sé si alguna vez creí seriamente que el Universo había sido erigido por un ser sobrenatural en siete días, bueno, en seis; aunque fue la historia que me enseñaron en el colegio cuando era niña. Y a pesar de que nadie jamás haya mencionado la evolución en aquellos salones gobernados (alegremente) por monjas, la biología tiene su lenguaje propio y fue la célula que muy pronto actuó como catalizador de mi intelecto. Una vez aprendí sobre sus mecanismos y supe que todo ser vivo está compuesto de ellas, las cosas comenzaron a cambiar y una curiosa idea se filtró en mi cerebro: quise saber qué era la vida.

Afortunadamente, nací en tiempos donde el conocimiento abunda y muy pronto aprendí que dentro de las células están las moléculas de la vida, donde se originan los programas para desarrollar a cada organismo; moléculas de ADN y ARN con sus copiadoras y sus planos poseen las recetas de las proteínas que las células son capaces de producir.

Pero la aventura no termina ahí. Si continuaba profundizando, el mundo subatómico venía a mi encuentro con una tabla de partículas subatómicas incompleta y más atemorizante que la que memoricé en aburridas clases de química con profesores que, al parecer, o no entendieron nada y/o habían perdido la fe en los estudiantes.

Los seres vivos no tenemos la exclusividad de los átomos, como ocurre con las células, estos bichos extraños compuestos de otros con comportamientos aún más bizarros, se encuentran en todo el Universo conocido y sus ‘nanomovimientos’ estremecen a cabalidad nuestro mundo: desde la pantalla que miro mientras escribo estas ideas hasta los ojos que hacen posible esa acción.

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Evidentemente somos curiosos y esta cualidad ha sido un impulso vital en la acumulación de conocimiento, sino, fíjense en estos portentosos números: la astrofísica calcula que el Cosmos debe tener de unos 13,600 a 14,000 millones de años desde la Gran Explosión que posiblemente lo originara (no vamos a entrar en cuerdas aquí). Estudios geológicos y astronómicos sobre nuestro planeta y los demás en el Sistema Solar afirman que la Tierra tiene 4,000 millones de años y que la vida aquí dentro pudo haberse originado hace unos 3,600 millones de giros alrededor del Sol. La genética y la antropología poseen evidencias varias sobre el tiempo que tienen distintos tipos de homínidos rondando sobre la superficie terrestre: de seis a siete millones de años; y se estima que la “mente” humana moderna, con esa capacidad de computación, abstracción y simbolismo que tanto nos distingue de las demás especies, sostuvo un cambio significativo durante la Era Paleolítica, 800,000 años atrás.

Es sólo un diminuto resumen de los datos complejos sobre el origen del mundo que tenemos hoy a nuestra disposición, sin embargo, gran parte de la población los desconoce. He realizado pequeñas y discretas encuestas personales, tanto en el trabajo como en otros lugares (eventos familiares, supermercados, colegios, en el campo y en construcciones, a vendedores, en el ciberespacio, en aeropuertos…), y los resultados no han sido alentadores. Aquella historia que escuché de niña sigue viva en la mayoría de mis encuestados, la versión en la que elijan creer depende del nivel de educación y/o el grado o tipo de evangelización al que hayan sido sometidos.

He observado que en mi país, muchos católicos han optado por evolucionar con los tiempos y aceptar los resultados científicos; han asumido que Dios, de alguna misteriosa forma, es responsable de todo lo demás. Pero otras denominaciones con distintas versiones de la misma historia no corren por el mismo iluminado camino. Una señora cincuentona me explicó una vez durante un soleado aterrizaje en San Salvador, que sólo cuando estemos muertos conoceremos la verdad a través de nuestro primer encuentro con Dios, mientras que un joven homosexual afirmaba en la fila del ‘deli’ que sólo a través de la meditación y el ayuno alcanzaremos Nirvana, donde la verdad es revelada pausadamente a través de toda una vida. Aún así, la gran mayoría de las personas que he “encuestado” cree que la verdad sólo está disponible a través de su profeta. Elige uno.

Ha sido precisamente la fijación religiosa por explicar los orígenes del mundo que ha generado el conflicto entre la iglesia y el laboratorio. Es en ese lugar donde los caminos se bifurcan, un área donde algunos científicos creyentes han intentado acampar con el objetivo de integrar la ecuación divina en la experimentación. No obstante, para obtener algún tipo de resultado, los dioses retratados en los libros sagrados deben cambiar. Este nuevo Dios origina al Universo, dotándolo de un algoritmo que permite la evolución de las especies, siendo el ser humano y la moral sus “objetivos divinos”.

Es más o menos la propuesta de Robert Wright, autor del libro La evolución de Dios y una de esas voces que intentan conciliar la ciencia con la religión. Para Wright, tanto los creyentes como los ateos necesitan ceder en estos puntos claves: los primeros deben aceptar a un Dios distinto al que describe la Biblia, un ser capaz de originar la creación como la conoce la ciencia para luego alejarse con la certeza de que la selección natural se encargará de originarnos; los segundos, por su parte, deben admitir las posibilidades de que exista un propósito detrás del proceso evolutivo y de que un Dios pudiese haber dotado al Universo con moral y designio.

El problema fundamental para los científicos es el mismo de siempre: falta de evidencias que apoyen tal propósito y pruebas existentes que se decantan más bien por lo contrario.

“La idea de Wright no es consistente con el materialismo científico ya que hasta el momento no existe la más mínima evidencia de que la selección natural sea algo más que la inevitable consecuencia de genes compitiendo unos con otros por representación en generaciones futuras”, explicó el biólogo Jerry A. Coyne, autor del libro Why Evolution is True. “Que el proceso completo pudo haber sido diseñado por Dios con el propósito de alcanzar ciertos fines es una bala que yo, por el momento, no estoy dispuesto a morder”.

Para Coyne, la evolución podría ser “compatible” con un dios como el propuesto por los deístas en el siglo XVIII, un ser que haya originado el Cosmos y que luego haya desaparecido quién sabe dónde sin influir en su desarrollo, pero no puede aceptar una deidad como la propuesta por Wright, que inyecta un propósito en el Universo e ingenia una forma de asegurar la creación humana.

“Me es imposible creer que un Dios creó el Universo con el único designio de desarrollar seres morales”.

Pero a los humanos nos encanta otorgarle sentido a todo y desdeñamos las coincidencias y los accidentes, sentimos que le restan magia a nuestras vidas. He notado que por más diluida que sea la creencia, el creyente suele dotar al Cosmos con algún tipo de intención o sentido, un sentido que, sugestivamente, debe tener al Homo sapiens como protagonista. Y ¡ay de aquel que encuentre evidencias que apunten hacia lo contrario! Muchos han sido encarcelados, asesinados, comprados, criticados, amenazados y burlados por contradecir los escritos sagrados (más que nada entre sus propias congregaciones o tribus por las contradictorias versiones que tienen de los mismos libros). No obstante, las evidencias acumuladas son tantas que los conciliadores deben formular propuestas donde el efecto de los dioses es cada vez más, digamos que, “homeopático”.

Mientras tanto, los investigadores ocupados con los orígenes de la vida sobre el planeta avanzaron varios pasos recientemente al conseguir que moléculas similares al ARN y al ADN se formen espontáneamente. La vida por accidente. Recuerda que lo básico del material genético es su capacidad para copiarse y transformarse mediante mutaciones fortuitas. El logro en el laboratorio explica cómo pudo haber surgido la vida sobre el planeta. Evidentemente, nadie estuvo ahí para contárnoslo pero las herramientas tecnológicas modernas permiten que nos acerquemos a teorías que estructuren un posible escenario. Esos escenarios no se asemejan a los descritos en las “sagradas escrituras”.

El paleontólogo Stephen J. Gould intentó también ejercer como conciliador entre la ciencia y la religión. Para el fallecido científico estadounidense, la función de la religión no tiene que ver con la de la ciencia y viceversa; cada magisterio tenía, según Gould, un camino exclusivo que no se cruzaba con el otro. Una idea que, tristemente, pasó desapercibida durante el juicio a Galileo y en muchas otras cortes donde el conocimiento ha tenido que batallar por su debido lugar en los salones de clases. La evolución continúa luchando, un hecho que me entristece porque creo que conocer nuestros orígenes puede ayudarnos a ser mejores animales.

Ahora bien, opino que el trabajo de los conciliadores será más difícil entre creyentes que entre ateos. Le pregunté a un pastor evangélico que visitó el periódico en estos días si accedería a otorgarle a Dios menos poderes. Creo que pensó que lo decía en broma pero al insistir su “no” fue rotundo. Le pedí que imaginara un Dios distinto al de la Biblia y quizá una nueva edición del libro sagrado donde las mujeres salgamos mejor paradas y con versículos dirigidos a los homosexuales y otras minorías. Al pastor no le gustó la dirección de mis pensamientos, para él, todo el que quiera acercarse a Dios debe seguir fielmente su versión, o la versión de su iglesia, sobre los escritos. De hecho, el señor está completamente seguro de que la homosexualidad puede cambiarse con un tratamiento médico y psicológico.

“¿Pero eso no implicaría entonces que podemos cambiarnos de heterosexuales a homosexuales también si así lo deseáramos?”, le pregunté.

“Pero, mi hija”, dijo, como reprimiendo la lástima que sentía por mí, “¿quién en su sano juicio querrá hacer eso?”

La mayoría de los creyentes que va a la iglesia los domingos y cita la Biblia en sus conversaciones no desea al dios de Wright, no quiere una deidad sin poderes, los prefieren así; aunque imaginarios, aunque no se noten. Esa mayoría inventa milagros risibles que ensombrecen la supuesta omnipotencia de su dios con el propósito de mantener viva la fe. Las iglesias, además, están elaboradas alrededor de la adoración y el culto. No tendría sentido confeccionar y asistir a rituales que no son apreciados por el propio homenajeado.

Los conciliadores que abogan por un Dios que se esconde detrás de la Gran Explosión tendrán que, no sólo ocultarse de la navaja de Occam sino también resolver aquella antigua cuestión filosófica que preguntaba: ¿cuál es la diferencia entre un Dios invisible, intangible y escondido que no interfiere ni afecta la forma en que el mundo funciona, y la inexistencia del mismo?

Aparte de tener que explicar lo inexplicable en el primero, no alcanzo a verla. ¿Y tú?


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