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Les personnes faibles ne peuvent être sincères.
[Las personas débiles no pueden ser sinceras.]
La Rochefoucauld
Marx tenía trece años cuando Hegel murió y catorce cuando la muerte de Goethe. Sus años decisivos de juventud se sitúan entre la Revolución de Julio y la Revolución de Febrero. El período de su primera gran actividad política y propagandística es de preparación de la Revolución de 1848 y de dirección ideológica del ala proletaria de la democracia revolucionaria.
Una de las cuestiones críticas en la preparación ideológica de Alemania para la Revolución de 1848 es el debate en torno de la disolución del hegelianismo. Ese proceso de desarticulación caracteriza el fin de la última gran filosofía de la sociedad burguesa.
Al mismo tiempo este debate se torna un componente importante del surgimiento del materialismo dialéctico. Más la consolidación de la nueva ciencia del materialismo histórico acarrea también la discusión crítica sobre el surgimiento y la disolución de la economía clásica, la mayor y más típica de las nuevas ciencias de la sociedad burguesa. Como historiador crítico de la economía clásica, Marx descubrió la historia de esa disolución y por primera vez la registró por escrito. Su caracterización abarcadora (1820-1830) se convierte simultáneamente en exposición y análisis claves y multifacéticos de la decadencia ideológica de la burguesía.
Esa decadencia comienza con la toma del poder político por la burguesía, cuando la lucha de clases y el proletariado se colocan en el centro del escenario histórico. Esa lucha de clases –dice Marx–:
“hizo sonar la campana fúnebre para la economía política burguesa. Ya no se trataba de saber si este o aquel teorema era o no verdadero, sino, si para el capital, el era útil o perjudicial, cómodo o incomodo, si contrariaba o no las ordenanzas policiales. El lugar de la investigación desinteresada fue ocupado por espadachines a sueldo, y la mala conciencia y las malas intenciones de la apologética substituyeron a la investigación científica imparcial.”2
Cronológicamente, ese análisis fue precedido no solo por la crítica a los epígonos de Hegel de los años 1840’s, sino sobretodo por la crítica grandiosa y completa de la decadencia política de los partidos burgueses en la Revolución de 1848. En Alemania, esos partidos traicionaron, con los Hohenzollern, los intereses populares de la revolución democrático-burguesa y, en Francia, traicionaron, con Bonaparte, los intereses de la democracia.
A esa crítica le sigue, inmediatamente después de la derrota de la revolución, la crítica de los reflejos científico-sociales de tal traición. Marx concluye su evaluación sobre Guizot con estas palabras: “Les capacités de la bourgeoisie s’en vont” [Las capacidades de la burguesía desaparecen]3 y, en El 18 Brumario…, ofrece una fundamentación epigramáticamente condensada de esa sentencia:
“La burguesía tenía la noción correcta de que todas las armas que ella había forjado contra el feudalismo comenzaban a ser apuntadas contra ella misma, que todos los recursos de formación que ella había producido se rebelaban contra su propia civilización, que todos los dioses que ella había creado apostataban de ella.”4
I
Se percibe que, en Marx, hay una crítica totalizante y sistemática de gran alcance político-ideológico, de giro radical, contra la apología, y la decadencia del pensamiento burgués como un todo. Por esa razón, obviamente es imposible aquí siquiera aproximarnos a un abordaje completo de ese análisis, aunque sólo sea enumerativo. Para hacer un trabajo definitivo seria necesario escribir una historia de la ideología burguesa del siglo XIX con el auxilio de los resultados de la investigación de Marx. En lo que sigue, apenas resaltaremos algunos puntos de vista importantes escogidos de modo consciente a partir de la perspectiva de conexión entre la literatura y las grandes corrientes sociales, políticas e ideológicas que provocaron este giro.
Comenzamos con la huida de la realidad, con la huida hacia la supremacía de la ideología “pura”, con la liquidación del materialismo espontáneo y de la dialéctica de los representantes del “período heroico” en el desarrollo burgués. El pensamiento de los apologistas ya no se basa en las contradicciones del progreso social; al contrario, desea atenuarlas para que correspondan a las necesidades económicas y políticas de la burguesía.
Poco después de la Revolución de 1848, Marx y Engels criticaron un folleto de Guizot sobre las diferencias entre las revoluciones inglesa y francesa.5 Antes de 1848 había sido uno de esos historiadores franceses de renombre que habían revelado científicamente el papel de la lucha de clases en la historia del ascenso de la sociedad burguesa. Después de 1848, Guizot llegó a querer demostrar a cualquier precio que el mantenimiento de la Monarquía de Julio era un imperativo de la razón histórica y que 1848 fue un gran error.
Para confirmar esta tesis reaccionaria, Guizot puso patas arriba la historia anglo-francesa y olvido todo lo que había elaborado en su larga carrera como investigador de la historia. En lugar de utilizar las diferencias entre el desarrollo agrario inglés y francés en relación con el capitalismo naciente como clave para investigar las distinciones reales entre las revoluciones de Inglaterra y Francia, partió de la legitimidad histórica exclusiva de la Monarquía de Julio como si se tratara de un a priori histórico. Guizot proyecta dentro del desarrollo inglés la supremacía de un elemento religioso y conservador, ignorando por completo la realidad histórica, a saber, sobre todo, el carácter burgués de la propiedad terrateniente inglesa y la evolución específica del materialismo filosófico, el Iluminismo.
Los resultados de eso son los siguientes. Por un lado: “Con la consolidación de la monarquía constitucional termina, para el Sr. Guizot, la historia inglesa. […] Donde el señor Guizot sólo ve dulce tranquilidad y paz idílica, se desarrollan en realidad los conflictos más violentos, las revoluciones más decisivas”.6 Por otra parte, surge –paralelamente a este rechazo de los hechos históricos, de las verdaderas fuerzas motrices de la historia– una mistificación: el autor busca “refugio en la fraseología religiosa, en la intervención armada de Dios. Así, por ejemplo, el Espíritu de Dios toma repentinamente posesión del ejército e impide a Cromwell proclamarse rey, etc.”.7 Así, bajo la influencia de la Revolución de 1848, uno de los fundadores de la ciencia histórica moderna se convirtió en un apologista mistificador del compromiso de clase entre la burguesía y los restos del feudalismo.
Esta liquidación de todas las tentativas anteriores de los renombrados ideólogos burgueses de comprender sin temor las fuerzas motrices reales de la sociedad, ignorando las contradicciones descubiertas, esta huida hacia una pseudo-historia ideológicamente ajustada, superficialmente concebida, subjetivista y místicamente distorsionada, constituye la tendencia general de la decadencia ideológica. Del mismo modo que durante la Revolución de Junio del proletariado parisiense los partidos liberales y democráticos se evadieron y se escondieron bajo las alas de los Hohenzollern, de Bonaparte y consortes, ahora los ideólogos de la burguesía también optan por la fuga y prefieren inventar los misticismos más superficiales e insípidos antes que enfrentarse a los hechos de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, para comprender científicamente las causas y la naturaleza de esta lucha.
En términos metodológicos, este giro se manifiesta en el hecho de que –como se ve en el caso de Guizot– los teóricos buscan cada vez menos el contacto directo con la realidad, y en vez de eso, colocan en el centro las discusiones formales y verbales con las teorías precedentes.
Es claro que el debate con los antecesores desempeña un papel importante en cualquier ciencia; y tenía gran relevancia también entre los clásicos de la economía y la filosofía. Para ellos, sin embargo, esta discusión no era más que una oportunidad entre muchas otras de acercarse más profunda y multilateralmente a la realidad misma. Es solo entre los eclécticos de la glorificación de lo establecido que esa teoría científica se aparta de la vida de debería reflejar; y ella se aparta en la misma proporción en que aumenta el ímpetu del apologista de falsificar la realidad.
Ese acto de la pseudociencia ecléctica de aislarse frente a la vida de la sociedad transforma con creciente intensidad los enunciados científicos en fraseología. Fue ese mismo carácter fraseológico en el vínculo entre pasado y presente el que Marx criticó satíricamente en los “radicales” franceses de la Revolución de 1848. En los grandiosos años de 1789 hasta 1793, la relación de los revolucionarios con la Antigüedad, inclusive con el vestuario antiguo, constituyeron un elemento impulsor de la revolución. Cuando “La Montaña” de 1848 se adornó con las palabras y los gestos de “La Montaña” de 1793, eso fue un simulacro caricaturesco: las palabras y los gestos se encontraban en oposición abierta con los hechos reales.
Sobre el giro en la ciencia solo escogeremos dos ejemplos, uno económico y uno filosófico.
De James Mill –con el cual comienza esa evolución, aunque él mismo todavía tuviese algunos elementos del auténtico investigador–, Marx hace la siguiente caracterización:
“Su materia prima ya no es la realidad, sino la nueva forma teórica en la que el Maestro la ha sublimado. Ahora bien, la oposición teórica de los adversarios de la nueva teoría y la relación a menudo paradojal de esta teoría con la realidad le incitan a combatir la primera y a eliminar interpretativamente la segunda. […] Mill quiere, por un lado, presentar la producción burguesa como la forma absoluta de producción, y por ello trata de demostrar que sus contradicciones reales son sólo aparentes. Por otra parte, pretende presentar la teoría ricardiana como la forma teórica absoluta de este modo de producción y demostrar que las contradicciones teóricas, tanto las que sostienen otros como las que le importan a él, no existen […] Es el intento puro y simple de presentar como existente lo que no existe. Sin embargo, es en esta forma inmediata como Mill intenta resolver el problema. Por tanto, no es posible resolverlo, sino sólo eliminar la dificultad mediante razonamientos específicos, y es, por tanto, pura escolástica.”8
Puesto que, en el caso de la disolución del hegelianismo en Alemania –a pesar de toda la disparidad de desarrollo social e ideológico en Alemania e Inglaterra–, se trataba de un proceso cuyas raíces sociales, en el fondo, eran similares a las de la desintegración de la escuela de Ricardo, los hechos y su evaluación por Marx, tenían que guardar cierta similitud metodológica. Al criticar a Bruno Bauer, el autor resume este análisis de la concepción filosófica e histórica de los jóvenes hegelianos radicales de la siguiente manera: “La expresión abstracta y nebulosa en la que, en Hegel, se distorsiona un conflicto real vale, para esta mente ‘crítica’, lo mismo que el conflicto real.9 […] La fraseología filosófica sobre una cuestión real es para él la cuestión real misma.” La manifestación más clara de este método general del giro apologético en el pensamiento burgués se produce cuando éste se enfrenta a la contradicción del progreso de la sociedad. El carácter contradictorio del progreso es un problema universal del desarrollo de la sociedad de clases.
Marx determina del siguiente modo ese problema y la necesidad de que el pensamiento burgués lo solucione unilateralmente a partir de dos puntos de vista contrapuestos:
“Los individuos universalmente desarrollados, cuyas relaciones sociales, como relaciones propias y comunitarias, están igualmente sometidas a su propio control comunitario, no son un producto de la naturaleza, sino de la historia. El grado y la universalidad del desarrollo de las capacidades en que esa individualidad se torna posible presuponen justamente la producción sobre la base de los valores de cambio, que, con la universalidad del extrañamiento del individuo de sí mismo y de los demás, primero produce la universalidad y multilateralidad de sus relaciones y habilidades. En las primeras fases de desarrollo, el individuo singular aparece mas completo precisamente porque todavía no ha elaborado la plenitud de sus relaciones y no las ha puesto ante sí como poderes y relaciones sociales independientes más plenas precisamente porque son entidades suyas. Y es tan ridículo tener nostalgia de esa plenitud original: igualmente ridícula es la creencia de que uno debe permanecer en ese vacío completo. El punto de vista burgués nunca ha ido más allá de la oposición a tal visión romántica, y por lo tanto, como antítesis legítima, la visión romántica lo acompañará hasta su bien aventurado final”.10
Marx demuestra aquí que la defensa burguesa del progreso y la crítica romántica del capitalismo son necesariamente antagónicas. En el último período de florecimiento de la ciencia burguesa, ese antagonismo toma cuerpo en los economistas más importantes, o sea, en Ricardo y Sismondi. Con el giro hacia la apologética, la línea de Ricardo es distorsionada y rebajada a la condición de elogio directo y vulgar del capitalismo. La crítica romántica del capitalismo evoluciona hacia una apologética más compleja y exigente, pero no menos deshonesta y ecléctica, de la sociedad burguesa, hacia su elogio indirecto, su defensa de sus “lados malos”.
Volvemos a encontrar en James Mill el punto de partida metodológico de la primera apologética superficial y directa del capitalismo. Marx caracteriza este método así:
“Cuando la relación económica –en consecuencia, también las categorías que la expresan– abarca los antagonismos, la contradicción e incluso la unidad de las contradicciones, él [Mill –G. L.] subraya el elemento de la unidad de los antagonismos y niega los antagonismos. Convierte la unidad de los antagonismos en su identidad inmediata.”11
De este modo, Mill abre de par en par las puertas a la apologética más superficial de la economía vulgar. De su actividad investigadora, que en parte aún podía tomarse en serio, descendió rápidamente a la glorificación irreflexiva de la “armonía” del capitalismo, para Say, Bastiat, Roscher. Cada vez más la economía se restringe a la mera reproducción de fenómenos superficiales. El proceso espontáneo de decadencia científica opera mano a mano con la defensa consciente y venal de la economía capitalista. Marx dice:
“La economía vulgar se considera tanto mas simple, tanto mas natural, mas útil a la sociedad en tanto mas distante de toda sofisticación teórica, cuanto mas se limita, la realidad, a traducir las representaciones comunes en un lenguaje doctrinario. Por eso, cuanto más alienada es la forma en que concibe las formaciones de la producción capitalista, más se aproxima al elemento en que vive la representación común y, por tanto, más se encuentra en su elemento natural. Además, de ello resultan excelentes servicios para la apologética”.12
Esta es la línea de la apologética simple y directa, la línea ideológica de la decadencia de la ideología burguesa a la condición de liberalismo cobarde dispuesto a transigir.
Más compleja y mucho más peligrosa para nosotros hoy es la otra posición extremadamente unilateral sobre el progreso social, pues de la versión decadente y vulgarizada que el anticapitalismo romántico desarrolló tempranamente a través de Malthus surgió, en el curso de la putrefacción del capitalismo, la bárbara demagogia social del fascismo.
Malthus busca elaborar una defensa del capitalismo a partir de las disonancias de este sistema económico. Por eso es instructivo comparar su concepción con las de Ricardo y Sismondi, para ver claramente la oposición entre esa forma de la apologética y los dos últimos clásicos de la economía política.
Ricardo quiere la producción por la producción. En la formulación de Marx, esto significa el “desarrollo de las fuerzas productivas humanas, es decir, el desarrollo de la riqueza de la naturaleza humana como un fin en sí mismo.”13 Por esta razón, Ricardo se opone intrépida y frontalmente a toda clase que impida de algún modo este progreso, por tanto, si es necesario, también a la burguesía. Ahora bien, cuando equipara con cínica sinceridad, en la sociedad capitalista, al proletariado con la maquinaria, con las bestias de carga o con la mercancía, este cinismo es inherente a la cosa misma. Él puede hacer eso, dice Marx, “porque en realidad son meras mercancías en la producción capitalista”. Eso es estoico, objetivo, científico. En la medida en que puede hacer esto sin pecar contra su ciencia, Ricardo es siempre un filántropo, como lo era en la práctica.”14.
La defensa de Malthus de la sociedad capitalista sigue caminos totalmente opuestos. Marx resume sus principales puntos de vista de la siguiente manera:
“Malthus también desea el desarrollo más libre posible de la producción capitalista, sólo que la condición de este desarrollo es la miseria de sus principales agentes, las clases trabajadoras, y esa producción debe al mismo tiempo adaptarse a las “necesidades de consumo” de la aristocracia y sus ramificaciones en el Estado y la Iglesia, y servir de base material a las exigencias arcaicas de los representantes de los intereses remanentes del feudalismo y del absolutismo monárquico. Malthus desea que la producción burguesa no sea revolucionaria, no constituya un factor histórico, sino simplemente una base material más amplia y confortable para la “vieja” sociedad.”15
Malthus también establece un punto de contacto con la crítica romántica del capitalismo al poner de relieve sus disonancias. Esto es lo que hizo Sismondi antes que Ricardo; dio protagonismo a los derechos de los hombres individuales que fueron aniquilados material y moralmente por el desarrollo capitalista. Por mas unilateral y, a grandes trazos, injustificada en el sentido histórico que haya sido esta concepción, por mucho que Sismondi se haya visto obligado a refugiarse en el pasado en términos ideológicos, tiene el mérito de haber descubierto, no obstante, “que la producción capitalista se contradice a sí misma […] Es contundente al evaluar las contradicciones de la producción burguesa, pero no las comprende y, por tanto, no comprende el proceso de su disolución”.16
A pesar de todas las críticas incisivas a estas concepciones románticas de Sismondi, Marx señala que tiene una noción sobre las contradicciones y el carácter sólo transitorio e histórico de la sociedad capitalista. La crítica romántica del capitalismo en Sismondi, es la revelación de las contradicciones y disonancias que necesariamente se dan con ella, son por tanto, el logro de un pensador intrépido y honesto.
Diametralmente opuestos son el contenido y la orientación de la exposición que hace Malthus de las disonancias del capitalismo. Sobre él, Marx dice:
“A Malthus no le interesa encubrir las contradicciones de la producción burguesa; al contrario, le interesa ponerlas de relieve, por una parte, para demostrar que la miseria de las clases trabajadoras es necesaria […] y, por otra, para probar a los capitalistas que un clero eclesiástico cegado y un clero estatal cegado son indispensables para proporcionarles una demanda adecuada.”17
Así, la decadencia de la crítica romántica del capitalismo en Malthus aparece ya muy pronto en sus formas fenoménicas más repugnantes y abyectas como expresión ideológica de la parte más reaccionaria de la burguesía inglesa en las luchas de clases más encarnizadas de principios del siglo XIX. En consecuencia, Malthus es un precursor de la extrema decadencia de la ideología burguesa, que sólo entonces tomaría el poder general bajo la influencia de los acontecimientos internacionales de 1848.
Esta crisis relegó a Thomas Carlyle –uno de los representantes más dotados y brillantes del anticapitalismo romántico– a la condición de tullido decadente, apologista poco sincero del capitalismo. Antes de eso, Carlyle fue un crítico valiente, profundo e ingenioso de los horrores de la civilización capitalista. Al igual que el francés Linguet en el siglo XVIII, al igual que Balzac y Fourier en el XIX, quienes, desde diferentes puntos de vista de clase e ideológicos, revelaron intrépidamente las contradicciones capitalistas, Carlyle promovió en sus obras anteriores a 1848 una campaña implacable contra el capitalismo dominante, y a los glorificadores ideológicos de su carácter progresista no problemático, la teoría mentirosa de que este progreso serviría a los intereses del pueblo trabajador.
Las tempestades de la Revolución de 1848 ocasionaron en Carlyle, según Marx y Engels, el “naufragio del genio literario en las luchas históricas que se tornaron agudas”.18
En los acontecimientos de 1848, Carlyle no ve la debilidad, la duda y la cobardía de la democracia burguesa para defender los grandes intereses históricos del pueblo trabajador, sino sólo el caos, el delirio, el fin del mundo. La bancarrota de la democracia burguesa en 1848, ocasionada de hecho por la traición cometida contra el pueblo, es evaluada en general por Carlyle como la bancarrota de la democracia. Exige “orden” en lugar de “caos”, es decir, toma partido por los matones reaccionarios que, en 1848, sofocaron la revolución. El autor considera el dominio de los “nobles” en la sociedad y su correspondiente estructura jerárquica como una “ley natural eterna”.
Pero, ¿quiénes son ahora esos don nadie? Son los “dirigentes” de la industria. La debilidad de la crítica de Carlyle al capitalismo, incluso en su época militante –como la de Sismondi–, de otra naturaleza, pero igualmente romántica, era haber vislumbrado en el pasado, y no en el futuro, la manera de salvarse de la barbarie de la civilización.
Sin embargo, en cuanto el antiguo “héroe” se convirtió en “líder industrial” como consecuencia ideológica del pánico que le provocó la revolución, su romántico anticapitalismo se transformó en apologética filistea del sistema capitalista.
El contenido de esta apología corresponde a la bajeza hipócrita del filisteo asustado y ordinario; lo que aún distingue el brillo de su lenguaje –que ahora se tornó apenas exterior–, son sus paradojas formales. Pero ni siquiera tal diferencia redunda en ventaja para él. Pues exactamente ese brillo “genial” confiere al filisteísmo un poder seductor demagógico y mentiroso. Marx dice:
“Por lo tanto, la nueva era en la que reina el genio difiere de la antigua principalmente porque el látigo tiene la pretensión de ser genial”.19 Carlyle, antes honesto y muy talentoso, desciende al nivel espiritual y moral de un Malthus.
En Inglaterra, la filosofía de defensa del progreso burgués ya había experimentado un declive sin gloria. (En Alemania, la disolución de la filosofía hegeliana marca esta etapa del desarrollo). Hobbes y Locke, Helvetius y Holbach fueron valientes y brillantes representantes de la filosofía burguesa del progreso. Estos autores habían sistematizado filosóficamente las ilusiones relativas al progreso; sin embargo, dado que éstas eran necesarias en términos de historia universal, su articulación filosófica podía y debía conducir a la revelación de momentos importantes del desarrollo histórico real de manera profunda e ingeniosa. En su caso, y al mismo tiempo en el de sus escuelas, la defensa del progreso histórico-universal promovido por el capitalismo constituye, inseparablemente, un intrépido desenmascaramiento de todas las contradicciones y atrocidades de la sociedad burguesa.
Quien representa bien la vergonzosa decadencia de esa gran y gloriosa línea de desarrollo filosófico es Jeremy Bentham, el teórico del utilitarismo. Mientras que el anticapitalismo romántico degeneró en demagogia vistosa e hipócrita, la decadencia de la filosofía del progreso se hizo mucho más patente: tomó la forma de un filisteísmo vulgar e indisimulado. Marx caracteriza esta decadencia subrayando precisamente la conexión de Bentham con sus gloriosos precursores:
“Este se limitó a reproducir, sin espíritu, lo que Helvetius y otros franceses del siglo XVIII habían dicho ingeniosamente. […] Con la más ingenua aridez, él parte del supuesto de que el filisteo moderno, y especialmente el inglés, es el hombre normal. Lo que es útil para ese hombre ejemplar y su mundo es útil en sí mismo. Según esta norma, Bentham juzga entonces el pasado, el presente y el futuro. Por ejemplo, la religión cristiana es “útil” porque repudia religiosamente los mismos delitos que el Código Penal condena legalmente. [Piense el lector en la audacia atea de aquellos filósofos, de Hobbes a Helvetius. –G. L.] […] Si yo tuviera el valor de mi amigo H. Heine, calificaría al Sr. Jeremy de genio en el arte de la estupidez burguesa”.20
En Bentham, por tanto, toma forma el filisteo capitalista, y ello, en toda su sobriedad filistea, sin ningún halo romántico. Pero en los análisis realizados hasta aquí debe haber quedado claro para el lector que el núcleo social de la pompa decorativa anticapitalista-romántica es también el filisteo cobarde y sin personalidad de la sociedad capitalista. Esa profunda unidad interna debe subrayarse especialmente porque en ella se hace nítido el método marxista en el desenmascaramiento de la decadencia ideológica: tras la pomposa fachada de grandes fraseologías que suenan profundas e incluso “revolucionarias” aparece repetidamente, como resultado del desenmascaramiento marxista, el ceño fruncido a la vez temible y brutal del filisteo capitalista. La forma fenoménica científica de este filisteísmo capitalista es el eclecticismo, el acto de elevar a la condición de “método” científico el filisteísmo “por un lado-por otro lado”, el acto de negar las contradicciones de la vida o –lo que es lo mismo– el acto rígido, superficial, no mediado e incomprendido de confrontar determinaciones contradictorias. Cuanto más ilustrado parece este eclecticismo, más hueco suele ser. Cuanto más “crítica” y “revolucionaria” es su máscara, mayor es el peligro que representa para la masa trabajadora que se subleva por razones que aún no están bien claras para ella.
En la época de la gran crisis de la ideología burguesa, Marx criticó este giro de manera detallada y abrumadora en todos los campos, es decir, en la historia, la economía, la sociología y la filosofía. A la decadencia posterior, aún más avanzada, Marx y Engels dedicaron un análisis minucioso sólo con carácter excepcional. (Anti-Duhring21.) En general, hablan con razón en términos sumarios y en tono de desprecio de las eclécticas “sopas de caridad”22 que se preparan ahora en la cocina de la estupidización ideológica de las masas. Los oportunistas sabihondos y los adversarios del materialismo dialéctico se rebelaron contra esta condena sumaria y acusaron a Engels de ignorar los últimos avances de la ciencia al no entrar en discusión, por ejemplo, con Riehl o Cohen. Hoy se oyen ocasionalmente acusaciones semejantes con relación a Nietzsche o Bergson, Husserl o Heidegger. Son tan poco fundamentadas como las que, treinta años atrás, fueron refutadas con brillante ironía por Lenin en Materialismo y empiriocriticismo.23
Si el lector lanza una mirada panorámica a la crítica marxiana de la ideología decadente, encontrará sin esfuerzo, en la mezcla ecléctica de inmediatez y escolasticismo que se encuentra en Mill, la clave para la comprensión real de muchos pensadores modernos considerados profundos.
II
El hecho de que la decadencia ideológica no plantee problemas fundamentalmente nuevos se debe a una necesidad social. Sus cuestiones esenciales, como las del periodo clásico de la ideología burguesa, son respuestas a los desafíos planteados por el desarrollo social del capitalismo. La diferencia consiste “simplemente” en que los antiguos ideólogos dieron una respuesta honesta y científica, aunque incompleta y contradictoria, mientras que la decadencia huye cobardemente de articular en voz alta lo que existe y enmascara esta huida como “cientificismo objetivo” o como interesante asunto de cuño romántico. En ambos casos es en esencia acrítico, se atiene a la superficie de los fenómenos, a la inmediatez, y entrelaza eclécticamente fragmentos de ideas contradictorias. En Materialismo y empiriocriticismo, Lenin muestra brillantemente cómo Mach, Avenarius y otros apenas se limitan a repetir de manera cobarde y tortuosa, con salvedades eclécticas, aquello que Berkeley, el idealista reaccionario de la época anterior, había dicho abiertamente.
Por tanto, en la base de los dos períodos de la ideología burguesa residen objetivamente desafíos centrales del desarrollo del capitalismo. En las reflexiones anteriores, vimos cómo los problemas del carácter contradictorio del progreso fueron trivializados y aislados eclécticamente por los ideólogos de la decadencia. Pasamos ahora a otro complejo decisivo de cuestiones en la sociedad capitalista, la división social del trabajo.
La división social del trabajo es mucho más antigua que la sociedad capitalista, pero como resultado del dominio de la relación de mercancía –que en general se hace cada vez más fuerte– sus consecuencias adquieren tal amplitud y profundidad que se convierte en una dimensión cualitativa. El hecho fundamental de la división social del trabajo es la separación entre la ciudad y el campo. Según Marx, esta separación
«es la expresión más crasa de la subsunción del individuo a la división del trabajo, a una actividad determinada que se le impone –una subsunción que transforma a unos en limitados animales urbanos, a otros en limitados animales rurales, y que reproduce diariamente la oposición entre los intereses de unos y otros. [Énfasis es mía –G. L.]24
A su vez, el otro aspecto igualmente esencial de la división social del trabajo, la separación entre trabajo físico y trabajo intelectual, profundiza ininterrumpidamente ese antagonismo, en especial en el desarrollo capitalista. Ese desarrollo diferencia el trabajo intelectual en diversos campos aislados, que mantienen intereses materiales e intelectuales específicos en competencia concurrente entre sí y de modo correspondiente, forman un género particular de especialistas. (Piénsese en la psicología particular de los juristas, los técnicos, etc.).
La peculiaridad del desarrollo capitalista –que Engels señaló sobre todo en Anti-Duhring– consiste en que en él las clases dominantes también están sometidas a la división del trabajo.25 Mientras que las formas más primitivas de explotación, especialmente las de la economía esclavista greco-romana, crearon una clase dominante que se libraba esencialmente de la división del trabajo, en el capitalismo ésta se extiende, como Engels muestra de modo jocoso y convincente, a los miembros de las clases dominantes cuya ”especialidad” es la inactividad.26
De esa forma, la división capitalista del trabajo no sólo somete a sí todos los campos de la actividad material e intelectual, sino que penetra profundamente en el alma de cada hombre singular y provoca en ella drásticas deformaciones, que luego aparecen de diversas formas en distintos modos de expresión ideológica. La sumisión pasiva a los efectos de la división del trabajo, la aceptación incondicional de estas deformaciones psíquicas y morales, así como su profundización y embellecimiento por parte de los pensadores y escritores decadentes, constituyen uno de los rasgos más importantes del período de la decadencia.
Sin embargo, no se puede plantear esta cuestión de manera superficial. La visión limitada conduce, en la época de la decadencia, a una ininterrumpida lamentación romántica sobre la especialización: una glorificación romántico-embellecedora de las grandes figuras de épocas pasadas, cuya vida y actividad muestran todavía un universalismo integral; mientras que los inconvenientes de una especialización demasiado estrecha son repetidamente subrayados y criticados. El tono básico de todas estas exaltaciones y lamentaciones es el siguiente: una especialización cada vez más estrecha sería el “destino” de nuestra época, del que nadie podría escapar.
A favor de esta concepción se argumenta a menudo que la amplitud de la ciencia moderna ha alcanzado una dimensión que ya no permite la capacidad de trabajo de un solo hombre para dominar de forma enciclopédica todo el campo del saber humano, o al menos grandes porciones del mismo, sin perder el nivel científico y sin convertirse en un diletante. De hecho, si visualizamos las “síntesis comprensivas” [“panorámicas completas”] que nos han regalado especialmente los Spengler, Leopold Ziegler y Keyserling de posguerra, este argumento parece demostrarse a sí mismo. En realidad se trata de puros diletantes que construyen su castillo de naipes “sintetizador” sobre inferencias analógicas vacías.
Sin embargo, en la misma proporción en que, a primera vista, el argumento suena persuasivo, acaba siendo erróneo. Es cierto que la moderna ciencia social burguesa no ha logrado ir más allá de la estrecha especialización, pero las razones se encuentran en otro lugar. No residen en la dimensión extensa del saber humano, sino en el tipo, en la tendencia del desarrollo de las ciencias sociales modernas. La decadencia de la ideología burguesa ha provocado tal cambio en ellas que ya no son capaces de concatenarse una con otra, el estudio de una ya no promueve la comprensión profunda de la otra. La especialización mezquina se ha convertido en el método de las ciencias sociales.
Esto queda muy claro en el ejemplo de un erudito de nuestro tiempo que, aunque era un científico que operaba con exactitud, disponía de un conocimiento amplio y multifacético –aunque nunca se elevó intelectualmente por encima del nivel de la estrecha especialización: en el ejemplo de Max Weber. Weber fue economista, sociólogo, historiador, filósofo y político. En todas estas áreas poseía un conocimiento profundo y distinguido, siendo versado también en los campos del arte y la historia del arte. A pesar de eso, no había en él ninguna sombra de un universalismo real.
¿Por qué? Para responder a eso es preciso lanzar una rápida mirada sobre el modo en que estaban constituidas las ciencias singulares, por medio de las cuales Weber aspiraba acceder a un conocimiento universal de la historia social. En primer lugar, la nueva ciencia del período de la decadencia, la sociología como ciencia singular procede del deseo de los ideólogos burgueses de conocer la legalidad y la historia del desarrollo social separadas de la economía. La tendencia objetivamente apologética de ese desarrollo es manifiesta. Después del surgimiento de la economía marxiana habría sido imposible ignorar la lucha de clases como hecho fundante del desarrollo social, si se estudiasen las relaciones sociales a partir de la economía. Para escapar a esta necesidad, la sociología surgió como ciencia autónoma, y cuanto más elaboraba su método específico, más formalista se volvía, más sustituía la investigación de los nexos causales en la vida social por análisis formalistas e inferencias analógicas vacías.
Paralelamente a este desarrollo, se consumó la huida de la economía del análisis del proceso global de producción y reproducción hacia el análisis de los fenómenos superficiales aislados de la circulación. La “teoría de la utilidad marginal” del período imperialista es la culminación de este vaciamiento de la economía en la abstracción y el formalismo. Mientras que el periodo clásico estuvo dominado por la búsqueda de la conexión entre los problemas sociales y económicos, el periodo de decadencia interpone una barrera artificial, pseudocientífica y pseudometodológica entre ambos, creando una separación que sólo existe en la imaginación. A este desarrollo corresponde la de la ciencia histórica. Así como, antes del período de decadencia, la economía y la sociología sólo podían separarse metodológicamente, en investigaciones concretas, a posteriori, también la historia estaba profunda y estrechamente vinculada al desarrollo de la producción, al movimiento progresivo inherente a las formaciones sociales. En el período de la decadencia, también en este punto se rompe artificialmente el vínculo, sirviendo de forma objetiva a la apología. Del mismo modo que en la sociología debía surgir una “ciencia normativa” sin contenido científico e histórico, la historia debía reducirse a la exposición de la “unicidad” del curso histórico, sin tener en cuenta las legalidades de la vida social.
Sobre esta base ideológica y metodológica, es evidente que el trabajo del economista, el del sociólogo y el del historiador no tienen nada que ver entre sí, por lo que son incapaces de prestarse ayuda concreta o de promoverse recíprocamente. Ahora, cuando Max Weber, uniendo en sí mismo al sociólogo, al economista y al historiador, hizo –acríticamente– una “síntesis” de esta sociología con la economía y la historiografía, necesariamente la separación de esas ciencias al estilo de la división del trabajo se conservó en su cabeza. El simple hecho de que un hombre las dominara no era suficiente para hacer que esas ciencias se interpenetrasen dialécticamente o condujeran al conocimiento de las interconexiones reales del desarrollo social.
Tal vez cause sorpresa comprobar que un hombre versado en tantas áreas como Max Weber se comportara de manera tan acrítica en relación con las ciencias, que se limitara a aceptarlas tal y como se las proporcionaba directamente el desarrollo del periodo de decadencia. Esta tendencia acrítica se ve reforzada especialmente en Weber porque también era filósofo. En cuanto tal, como adepto del neokantismo, aprendió a sancionar filosóficamente esta separación y aislamiento metodológicos; por medio de la filosofía, “profundizó” en él la convicción de que en ella reside una “estructura eterna” del entendimiento humano.
Pero la filosofía neokantiana enseñó a Max Weber algo más, a saber, la ausencia fundamental de relaciones entre el pensamiento y la acción, entre la teoría y la praxis. Por un lado, la teoría enseña el relativismo total: la igualdad formal de todos los fenómenos sociales, la equivalencia interna de todas las fuerzas sociales. Siendo coherente con el sentido del neokantismo, la doctrina científica weberiana exige la abstención total del juicio teórico frente a los fenómenos de la sociedad y de la historia.
De modo correspondiente, para él, la acción ética surge de una resolución mística del “libre albedrío”, que nada tiene que ver con el conocimiento de los hechos. Weber expresa así esta idea, esta amalgama ecléctica de relativismo extremo en el conocimiento y de misticismo consumado en el actuar:
“También aquí [a saber, en la decisión de actuar –G. L.] diferentes dioses luchan entre sí y para siempre. Ocurre lo mismo, aunque en otro sentido, lo mismo que ocurría en el mundo antiguo, cuando aún no se había desencantado de sus dioses y demonios: igual que el griego ofrecía sacrificios, unas veces a Afrodita, otras a Apolo, pero sobre todo a los dioses de su ciudad, así ocurre todavía hoy, aunque el culto se haya desmitificado y carezca de la plasticidad mítica pero íntimamente verdadera de aquella conducta. Sobre esos dioses y su eterna lucha decide el destino, ciertamente no una “ciencia”.27
Está claro que con estas concepciones Max Weber no pudo concretizar ningún universalismo real, sino a lo sumo la unión personal de un grupo de especialistas de mentalidad estrecha en un solo hombre. Y el escurridizo carácter apologético que distingue este enredo de un ideólogo sumamente talentoso, que trabajaba con seriedad y era subjetivamente honesto, en la estrechez de miras de la división científica del trabajo del capitalismo decadente puede ser descifrado fácilmente cuando se leen las pocas cosas que escribió sobre el socialismo. En una conferencia, Weber “refuta” la economía socialista, afirmando que el “derecho al fruto integral del trabajo” sería una utopía irrealizable. Por lo tanto, este erudito, que se habría muerto de vergüenza si se le hubiera escapado algún dato relativo a la historia china antigua, evidentemente no tenía conocimiento de la refutación de Marx de esa teoría lassalliana.28 Se rebaja aquí al nivel del refutador profesional de Marx, al nivel de los filisteos asustados por la “igualdad” promovida por el socialismo.
Ya en este punto se percibe claramente cómo la división capitalista del trabajo penetra en el alma del hombre singular y la deforma, cómo acaba convirtiendo a un hombre intelectual y moralmente muy por encima del promedio en un filisteo tacaño. Esa dominación de la conciencia humana por la división capitalista del trabajo, esa fijación en la aparente autonomización de los momentos superficiales de la vida capitalista, esta separación ideal entre teoría y praxis, produce también, en los hombres que capitulan ante la vida capitalista sin ofrecer resistencia, una escisión entre el entendimiento y el mundo de los sentimientos.
Aquí se refleja en el hombre singular el hecho de que en la sociedad capitalista las actividades profesionales especializadas de los hombres aparentemente se tornan independientes del proceso global. Sin embargo, mientras que el marxismo comprende esa contradicción viva como una consecuencia de la “producción social y la apropiación privada”, el supuesto antagonismo superficial es fijado por la ciencia del período de decadencia como el “destino eterno” de los hombres.
Así, para el ciudadano normal, parece que su profesión asume la forma de un pequeño engranaje dentro de una máquina gigantezca, de cuyo movimiento global el no es capaz de tener la mínima noción. Ahora bien, cuando simplemente se niega –en términos anarquistas– esta conexión, esta necesaria sociabilidad en la actividad del [hombre] singular, la separación permanece, sólo que ahora con una fundamentación patéticamente negativa, pseudofilosófica. En ambos casos, la sociedad aparece como una potencia mítica, incomprensible, cuya objetividad fatalista, despojada de toda humanidad, se enfrenta al individuo de modo amenazador e incomprendido.
La consecuencia ideológica necesaria de ese vaciamiento de la actividad social para el [hombre] singular es que su vida privada –aparentemente– tiene lugar fuera de esta sociedad mitificada. “My house is my castle” [Mi casa es mi castillo]: esta es la forma de vivir de todo filisteo capitalista. Cuando está en su propia casa, el “hombre sencillo”, que en el ejercicio de su profesión baja la cabeza y trabaja duro, libera todos sus instintos de poder reprimidos y pervertidos. Pero no hay forma de eliminar del mundo la interconexión objetiva de los fenómenos sociales mediante una reflexión distorsionada, por obstinada que sea su fijación ideológica. La socialidad reclama su derecho también sobre este ámbito estrecho e ideológicamente circunscrito de la vida privada. El amor, el matrimonio y la familia son categorías objetivamente sociales, “formas de ser”, “determinaciones de la existencia” de la vida humana.
El reflejo distorsionado en el alma del filisteo vuelve a reproducir aquí el falso antagonismo entre la objetividad muerta y la subjetividad vaciada. Por un lado, estas formas vuelven a crecer hasta el punto de constituir un “destino” fetichizado, mistificado, y por otro, la vida sentimental del filisteo, que se ha vuelto apátrida, que no se convierte en acciones, se refugia aún más en una “pura interioridad”. En último análisis, da lo mismo que el antagonismo real que surge aquí se elimine mediante una negación apologética y el matrimonio convencional por el bien de la burguesía se adorne con el parpadeo hipócrita de un amor individual ficticio, o que la revuelta romántica vislumbre en cada realización de los sentimientos humanos un envoltorio sin vida, un principio mortificante, el “destino” de una desilusión necesaria, y reclame la huida a la soledad completa. En ambos casos, las contradicciones de la vida capitalista son reproducidas de modo distorsionado e incomprendido, unilateralmente tacaño y filisteo.
Recordemos que al analizar la subordinación del hombre a la división capitalista del trabajo, Marx subraya precisamente el carácter estrecho y animal de esta subordinación.29 Tal elemento tacaño-animalesco se repite en todo hombre que no se rebela concreta y realmente contra estas fuerzas sociales. Ideológicamente, la estrechez de miras se expresa en el antagonismo de la visión del mundo en boga en las últimas décadas, en el antagonismo entre racionalismo e irracionalismo. La insuperabilidad de esta oposición en el pensamiento burgués procede precisamente del hecho de que tiene raíces muy profundas en la vida del hombre capitalista, regida por la división del trabajo.
Los ideólogos actuales adornan este irracionalismo con los seductores colores de una “profundidad primordial”. En realidad, una línea vital continua se extiende desde la superstición estrecha de miras del campesino, pasando por el juego de bolos y el juego de cartas del filisteo, hasta la “filigrana sin sentido” de la vida psíquica, cuya condición apátrida en la vida lamenta Niels Lyhne.30 El racionalismo es una capitulación directa, pasiva e ignominiosa ante las necesidades de la sociedad capitalista. El irracionalismo es un acto de protesta contra ellas, pero igualmente impotente, igualmente ignominioso, igualmente vacío e irreflexivo.
El irracionalismo como visión del mundo consolida, entonces, este vaciamiento del alma humana de todos los contenidos sociales y lo confronta de modo rígido y excluyente con el vaciamiento igualmente mistificado del mundo del entendimiento. Por esa vía, el irracionalismo se convierte no sólo en la expresión filosófica, sino también en el promotor de la creciente incultura de la vida sentimental humana. Paralelamente a la decadencia del capitalismo y a la exacerbación de las luchas de clases en el período de su crisis aguda, el irracionalismo apela cada vez más a los peores instintos existentes en el hombre, a su lado animal y bestial, necesariamente contenidos [reprimidos] por la opresión en el capitalismo. El hecho de que las consignas demagógicas y mentirosas del fascismo, invocando “la sangre y el suelo patrio”, se extendieran tan rápidamente entre las masas de la pequeña burguesía fascinada se debe a la constatación de que la filosofía y la literatura de la decadencia, que despertaban estos instintos en sus lectores –a menudo sin tener la menor idea de tales aplicaciones, incluso rechazando con indignación estas consecuencias–, tenían una gran parte objetiva en ello, pues de hecho contribuían a alimentar tales sentimientos.
La conjunción social de sofisticación de la individualidad vaciada y bestialidad desencadenada tal vez parezca un tanto paradojal al lector preso de los preconceptos de nuestro tiempo. Pero ella puede ser demostrada sin esfuerzo en toda la producción de la decadencia intelectual y literaria. Tomo como ejemplo a Rainer Maria Rilke, uno de los poetas más delicados y dotados de fina sensibilidad del pasado reciente. El horror ante la brutalidad desalmada de la vida capitalista es un rasgo fundamental de la fisonomía literaria y humana de Rilke. En una de sus cartas, postula el comportamiento de los niños ante el movimiento absurdo de los adultos, su retirarse a un rincón solitario y abandonado para escapar del bullicio sin sentido, como la postura ejemplar del poeta ante la realidad. Y, de hecho, los poemas de Rilke muchas veces expresan este sentimiento de soledad con una fuerza de lenguaje fascinante.
Veamos uno de estos poemas más de cerca. En El libro de las imágenes31, Rilke traza el perfil del rey sueco Carlos XII como la encarnación legendaria de esa melancolía solitaria en medio del bullicio de una vida beligerante. Es solitario que el rey aurolado por la leyenda pase su juventud solo y lleno de tristeza, es solitario que cabalgue en medio de una batalla feroz, y sólo al final de esa batalla haya un destello de calidez en sus ojos. El motivo principal de este poema es el estado de ánimo de melancolía solitaria. El poeta se identifica líricamente con él y nos pide que mostremos nuestra simpatía por tal sentimiento. Pero, ¿cómo era en realidad esta fina y solitaria melancolía? Rilke describe momentos líricos en la vida de su héroe:
Y cuando la pena lo abrumaba / Domaba a una muchacha / Averiguaba de quién era el anillo que llevaba / Y a quién se lo había ofrecido – / Y: para cazar y matar a su novio / Soltaba a sus perros por centenas.32
Todo eso muy bien podría haber sido idea de Göring, pero no se le ocurriría a nadie atribuir al corpulento mariscal tal encantadora melancolía al estilo de Rilke. Lo que provoca más indignación en este poema no es la brutalidad bestial en sí, sino el hecho de que el propio autor, sin darse cuenta, movido por una profunda simpatía por la melancolía solitaria y por el refinamiento psíquico de su protagonista, se desliza dentro de esa bestialidad sin percibir siquiera se da cuenta de que habla de modo bestial de lo que es bestial. Para él es un mero episodio, entretejido en el tapiz estilizado de los acontecimientos de la vida que pasan ante el alma del héroe legendario sin tocarla, ni alcanzar al poeta de alguna manera. Según Rilke, sólo el estado de espíritu melancólico de su héroe es real.
Las explosiones de rabia animalescas y crueles del filisteo ordinario expresan esta misma condición de vida y un sentimiento de vida similar al de esos versos. Sucede que, en tales momentos, los filisteos promedio se encuentran, en gran parte, humanamente muy por encima de Rilke, pues son capaces de intuir que toda esa bestialidad no se corresponde, en última instancia, con la existencia humana real. El exclusivo culto irracionalista del refinamiento vaciado hizo al delicado poeta Rilke insensible a tal diferencia.
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III
Tal curso de desarrollo ideológico es socialmente necesario, pero de ninguna manera en ningún sentido fatalista para cada individuo aislado. La única que conoce tal fatalismo es la sociología vulgar, no el marxismo. En ella, la relación entre individuo y clase queda expuesta en toda la complejidad de la dialéctica de la realidad. Podemos resumir esta concepción, en función de nuestro problema actual, en los siguientes términos: en cuanto a las limitaciones impuestas a los individuos por la existencia de clases, el marxismo sólo muestra la imposibilidad para los individuos de una clase, etc., de “superarlas en masse [en masa] sin abolirlas. El individuo singular puede casualmente ser capaz de hacerlo”.33 Es claro que la palabra “casualmente” de ser entendida aquí en el sentido de la dialéctica objetiva entre el azar y la necesidad.
La relación compleja, desigual, no fatalista, entre el ideólogo singular y el destino de su clase se evidencia precisamente en el hecho de que la sociedad presenta sólo en la superficie esa legalidad petrificada, cuyo reflejo desfigurador constituye la esencia de la ideología del período de decadencia. En verdad, el desarrollo social es una unidad viva y dinámica de contradicciones, su producción y reproducción ininterrumpidas. Además, sólo en la sociología vulgar todo ideólogo, cualquiera que sea la clase de la que provenga, se encierra hermética y solipsísticamente en el ser y la conciencia de su clase; en contraposición, en la realidad, él siempre se confronta con la sociedad como un todo.
Esta unidad viva y dinámica de los antagonismos en el desarrollo de la sociedad en su conjunto, esta unidad contradictoria de la sociedad en su conjunto es una característica básica de la teoría marxista de la sociedad. Marx dice:
“La clase poseedora y la clase proletaria representan la misma autoenajenación humana. Pero la primera de las clases se siente bien y aprobada en este extrañamiento de sí misma, sabe que la alienación es su propio poder y posee en ella la apariencia de una existencia humana; la segunda, en cambio, se siente aniquilada en este extrañamiento, ve en él su impotencia y la realidad de una existencia inhumana. Ella es, por utilizar una expresión de Hegel, dentro de la abyección, la revuelta contra esa abyección, una revuelta que se ve impulsada necesariamente por la contradicción entre su naturaleza humana y su situación vital, que es la negación franca y abierta, decidida y amplia de esa misma naturaleza.34
A este respecto, es sobremanera importante para nuestro problema observar que el antagonismo aquí presente no es meramente entre burguesía y proletariado, sino que se manifiesta como una contradicción dentro de cada una de las dos clases. La burguesía posee apenas el aspecto de una existencia humana. Por consiguiente, debe surgir en cada individuo burgués un vivo contraste entre apariencia y realidad, y depende en gran medida de él mismo si deja que esta contradicción se calme por medio de los anestésicos ideológicos que su clase le inyecta ininterrumpidamente o si la incoherencia permanece viva en él y le lleva a arrancar total o al menos parcialmente los revestimientos ilusorios de la ideología burguesa. Es obvio que en la inmensa mayoría de los casos prevalecerá la conciencia de clase burguesa. Pero ni siquiera en este caso su predominio es automático, incontestable, en modo alguno es siempre aceptado pasivamente.
Ya demostramos que ese carácter aparente de la existencia humana se extiende a todas las exteriorizaciones de la vida [Lebensãusserungen] del burgués. Por lo tanto, de ningún modo su sublevación contra este aspecto precisa contener desde el principio una tendencia –y, lo que es más, consciente– de ruptura con su propia clase. En la propia vida surgen ininterrumpida y masivamente estas sublevaciones parciales de los individuos; pero, sobre todo en las condiciones de la decadencia generalizada, se requiere que el individuo tenga una gran fuerza intelectual y moral para salir realmente airoso en este punto, para desenmascarar realmente como tal la apariencia de la existencia humana. Pues todo el aparato de la crítica romántico-apologética del capitalismo existe para desviar tales revueltas, para reconducir a los intelectual y moralmente más débiles entre los sublevados al redil de las ovejas blancas del capitalismo, mediante el diversionismo de una ideología “muy radical”. En términos esquemáticos, se podrían enumerar las siguientes posibilidades de desarrollo de los individuos de la clase burguesa:
* en primer lugar, la sumisión pura y simple del individuo a la decadencia apologética de la ideología de clase (aquí, por supuesto, no hay diferenciación entre formas directas e indirectas, nobles y ordinarias, de apologética);
* en segundo lugar, la ruptura total de los individuos intelectual y moralmente superiores con su clase. Como fue previsto en el Manifiesto Comunista, se trata de un fenómeno social que adquiere importancia sobre todo en tiempos de crisis revolucionarias;
* en tercer lugar, el trágico fracaso de hombres supertalentosos a causa de las contradicciones del desarrollo social, la exacerbación de los antagonismos de clase, que no pudieron superar ni intelectual ni moralmente. De tiempos pasados, citamos el ejemplo de Carlyle; en nuestros días, el destino de Gerhart Hauptmann pone de relieve estos mismos rasgos sociales;
* en cuarto lugar, el conflicto de los ideólogos honestos con su propia clase, a medida que experimentan personalmente las grandes contradicciones de la época, siguen valientemente su experiencia y la expresan sin miedo. Según las circunstancias, este choque, este conflicto con la clase burguesa puede permanecer inconsciente, latente, durante mucho tiempo y no tiene por qué terminar siempre con un paso consciente al lado del proletariado. La importancia de la situación que aquí se plantea depende de la profundidad con que el individuo respectivo experimente y reflexione sobre las contradicciones de la época, de hasta qué punto le sea posible llegar, con coherencia, hasta las últimas consecuencias tanto hacia dentro como hacia fuera. Se trata, pues, en gran medida de un problema intelectual y moral.
Es claro que no se trata de un problema puramente individual, de un lado, ni puramente intelectual y moral, por otro. Pues, haciendo abstracción de las infinitas posibilidades de variación que ofrece la situación material e intelectual del individuo y de las circunstancias en las que debe actuar a favor o en contra de este desarrollo, también las posibilidades de cada uno de los campos de actividad ideológicos son, a este respecto, muy diferenciadas.
El cuadro mas desfavorables se encuentra en las ciencias sociales. Es donde las tradiciones apologéticas tienen más fuerza, donde la burguesía tiene mas sensibilidad ideológica. De modo correspondientemente, es en este campo donde la ruptura rápida y radical con la clase es prácticamente inevitable, una vez ocurrida una profunda captación intelectual de las reales contradicciones de la vida. Todo trabajo honesto y auténticamente científico en ciencias sociales, que vaya más allá de la recopilación y cotejo de material nuevo, se topa ineludiblemente con estas barreras. La defensa abierta de un materialismo filosófico consecuente, el reconocimiento de la teoría de la plusvalía en la economía con todas sus consecuencias, una concepción de la historia que ve en la lucha de clases el motor del desarrollo y en el capitalismo una forma social pasajera, etc., conducen a una ruptura inmediata y radical con la burguesía. Dado que aquí el principio de la elección moral es tan extraordinariamente severo, no es de extrañar que los talentosos representantes de la ideología burguesa también capitulen ante las diferentes tradiciones apologéticas y se limiten a una exterior originalidad en la expresión intelectual, a una simple acumulación de material.
La situación de las ciencias naturales es mucho más complicada. La burguesía se ve obligada –so pena de ruina– a seguir desarrollando la técnica y, por tanto, también las ciencias naturales, o al menos a conceder al desarrollo de las ciencias naturales puras un margen de maniobra relativamente amplio. Así, tales ciencias cobraron gran impulso en el periodo de decadencia. En todas partes, los problemas de la dialéctica. En todas partes, los problemas de la dialéctica real en la naturaleza han pasado a primer plano y los rígidos marcos de la concepción metafísica-mecanicista del mundo fueran destruidos cada vez. Los descubrimientos teóricos más importantes se producen de forma ininterrumpida. Pero las condiciones del período de decadencia imponen dificultades extraordinarias y hacen casi imposible avanzar desde estos hechos y teorías recién descubiertos de las ciencias naturales hacia su generalización filosófica, hacia el esclarecimiento filosófico efectivo de los conceptos fundamentales. El terrorismo filosófico de la burguesía actual intimida el materialismo espontáneo de los científicos naturales de renombre, obligándoles a ponderar y articular de forma oscilante, vacilante y diplomáticamente contenida las conclusiones materialistas de sus hallazgos. Por el contrario, el predominio de la filosofía de la decadencia provoca una conversión de los problemas dialécticos que surgen constantemente en relativismo e idealismo filosóficos reaccionarios. Lenin exploró exhaustivamente esa problemática en su Materialismo y empiriocriticismo.
Aquí, es importante para nosotros la situación general ideológico-cultural del periodo de decadencia. A este respecto, hay que destacar dos fenómenos correlacionados que arrojan una intensa luz sobre el antagonismo en relación con la época precedente:
* En primer lugar, el hecho de que la filosofía no promueve, sino que inhibe el real desarrollo de las ciencias naturales, especialmente la clarificación de su método y de sus conceptos fundamentales. En contrapartida, basta recordar el período anterior a la decadencia, cuando, de Nicolás de Cusa a Hegel, de Galilei a los grandes científicos naturales de la primera mitad del siglo XIX, la filosofía y las ciencias naturales se enriquecían mutuamente de manera recíproca e ininterrumpida, importantísimas generalizaciones filosóficas provenían de los científicos naturales, y relevantes filósofos promovían el desarrollo de las matemáticas y las ciencias naturales en el logro directo de sus análisis metodológicos;
* En segundo lugar, se hace visible un llamativo contraste en el amplio efecto cultural e ideológico de las teorías popularizadas de las ciencias naturales. En el período del ascenso, los grandes descubrimientos de la ciencia natural, de Copérnico a Darwin, constituyeron momentos importantes en la revolución general de los efectos sociales de la conciencia de las masas. Hoy, en los países capitalistas, los principales avances de la ciencia natural moderna casi siempre tienen validez sólo después de pasar por el filtro de la filosofía reaccionaria. Se popularizan, penetran en la conciencia de las masas en la medida en que sufren una distorsión idealista-relativista. El relativismo, la lucha contra el pensamiento causal, la sustitución de la causalidad por la probabilidad estática, la “desaparición” de la materia, –todo esto es utilizado a gran escala para diseminar un relativismo nihilista, una mística oscurantista.
En este desarrollo, el arte y la literatura asumen una posición peculiar, privilegiada de muchas maneras. Sin embargo, no puede ignorarse que también para ellos los tiempos fueron desfavorables. Pues el contraste con el periodo anterior, ya referido, tiene consecuencias bastante inconvenientes para el progreso de artistas y escritores. Basta pensar en el fuerte impulso que Goethe y Balzac recibieron de la aparición de la teoría de la evolución y, por el contrario, en las devastadoras influencias que Nietzsche, Freud o Spengler ejercen sobre los autores de nuestro tiempo.
Sin embargo, en sí y para sí, el margen de maniobra –dentro del cual la sinceridad artística más intrépida no conduce a una ruptura completa y franca con su propia clase, a la necesidad del paso al proletariado– es incomparablemente mayor que en las ciencias sociales. La literatura es, en el plano inmediato, la representación de hombres singulares y destinos singulares, que tocan las relaciones sociales de su época sólo en última instancia y, en particular, no tienen por qué estar en conexión directa con el antagonismo “burguesía-proletariado”.
Aquí cobra validez la perspectiva marxiana destacada anteriormente, a saber, el problema de las contradicciones internas en el ser de la burguesía, que crean un amplio y fructífero campo para el desarrollo de los escritores y la literatura. Mientras estas contradicciones no se profundicen y se hagan manifiestas, mientras no surjan de forma tan visible e inequívoca para todos como para impedir una reinterpretación, una distorsión social, una explicación niveladora por parte de la burguesía, siempre existirá un intento de aprovechar esas obras literarias para los propios propósitos burgueses. Hemos mencionado aquí repetidamente el complejo mecanismo de la apologética indirecta e incluso de la apologética que se disfraza bajo un barniz pseudorrevolucionario. Ahora bien, parte de tal mecanismo es el esfuerzo por aprovechar para esos propósitos de todas las oscuridades sociales que surgen cuando los escritores no van hasta las últimas consecuencias en términos de visión del mundo. Esto es lo que la burguesía de Rusia hizo a Liev Tolstoi –por citar un gran ejemplo de ello– después de la primera revolución. Esa política ideológica de la burguesía, que, sin embargo, llegó a ser peligrosa e incluso fatal para muchos autores intelectual o moralmente más débiles, dio lugar, por así decirlo, a “intermundos” epicúreos en la sociedad de la decadencia capitalista posibilitaron el desarrollo de escritores significativos, viabilizaron su proceder realista contra la corriente del desarrollo y de la decadencia general, así como del antirrealismo dominante.
Sin embargo, el reconocimiento de este margen de maniobra específico para el desarrollo de realistas importantes en el periodo de decadencia general no puede malinterpretarse en el sentido de que esa determinación anterior de la literatura – que, en el plano inmediato, sólo representa a hombres singulares y destinos humanos singulares, y las grandes contradicciones sociales sólo aparecen en ella en último término– implica una abstención general de tomar posición frente a los antagonismos sociales centrales de la época por parte de tales realistas. Todo lo contrario. Cuanto más avanzaban estos escritores en el conocimiento de la realidad social, con más fuerza visualizaban ideológica y literariamente los problemas centrales. Zola fue quizá quien expresó este sentimiento de forma más contundente: “Ahora, cada vez que profundizo en un tema, me encuentro con el socialismo.” Pero de variadas formas, (de acuerdo con las individualidades, circunstancias sociales, luchas de clases concretas) que autores como Tolstoi e Ibsen, Anatole France y Romain Rolland, Shaw y Barbusse, Thomas y Heinrich Mann se enfrentan al complejo de estas contradicciones centrales.
*
[Continúa en capítulos IV al VII.]
NOTAS:
1. Tradução y notas al portugués: Nélio Schneider. Este edición en castellano, El Sudamericano, mayo de 2023. En György Lukács, Marx e Engels como historiadores da literatura, pp. 99-125. Edit. Boitempo, Brasil, 2016, (Biblioteca Lukács) Tradução de: Karl Marx und Friedrich Engels als literaturhistoriker, 2014
2. Karl Marx, [Postfacio a la segunda Edición] O capital: critica da economia política, Livro I: O processo de produção do capital (trad. Rubens Enderle, São Paulo, Boitempo, 2013), p. 86. (N. ed. Bras.)
3 Idem, “Rezensionen aus der Neuen Rheinischen Zeitung. Politisch-ökonomische Revue (Zweites Heft, Februar 1850)”, em Karl Marx e Friedrich Engels, Werke, v. 7 (5. ed., Berlim, Dietz, 1973), p. 212. Marx comenta el referido escrito de François Guizot. (N. ed. Bras.)
4 Idem, O 18 de brumário de Luís Bonaparte (trad. Nélio Schneider, São Paulo, Boitempo, 2011), p. 80. (N. T.) (N. ed. Bras.)
5 Se trata de François Guizot, Pourquoi la révolution d’Angleterre a-t-elle réussí? Discours sur 1’histoíre de la révolution d’Angleterre (Paris, 1850). (N. T.)
6 Karl Marx, «Rezensionen aus der Neuen Rheinischen Zeitung», cit., p. 211. (N. T.)
7 Ibidem, p. 212. (N. T.)
8 Ídem, Teorias da mais-valia: história crítica do pensamento económico, v. III (trad. Reginaldo de Sant’Anna, São Paulo, Difel, 1985), p. 1.139 e 1.142 modif. los destacados en cursiva son del original y fueron omitidos en el texto de Lukács. (N. T.)
9 Karl Marx e Friedrich Engels, A ideologia alemã (trad. Rubens Enderle, Nélio Schneider e Luciano Martorano, São Paulo, Boitempo, 2007), p. 100. Los destacados en cursiva son del original y fueron omitidos en el texto de Lukács. (N. T.)
10 Karl Marx, Grundrisse: manuscritos económicos de 1857-1858 – esboços da crítica da economia politica (trad. Mário Duayer e Nélio Schneider, São Paulo/Rio de Janeiro, Boitempo/Editora da UFRJ, 2011), p. 110. O destaque em itálico é do original e foi omitido no texto de Lukács. (N. T)
11 Idem, Teorias da mais-valia, cit., v. III, p. 1.142-3 modif. Os destaques em itálico são do original e foram omitidos no texto de Lukács. (N. T.)
12 Ibidem, p. 1.540 modif. O destaque em itálico é do original e foi omitido no texto de Lukács. (N. T.)
13 Karl Marx, Teorias da mais-valia, cit., v. II, p. 549. (N. T.)
14 Ibidem, p. 551. (N. T.)
15 Karl Marx, Teorias da mais-valia, cit., v. III, p. 1.107 modif. (N. T.)
16 Ibidem, p. 1.111 modif, (N. T.)
17 Ibidem, p. 1.112 modif. (N. T.)
18 Karl Marx, “Rezensionen aus der Neuen Rheinischen Zêitung. Politisch-ökonomische Revue (Viertes Heft, April 1850)”, em Karl Marx e Friedrich Engels, Werke, cit., v. 7, p. 255. (N. T.)
19 Ibidem, p. 264. (N. T.)
20 Karl Marx, O capital, Livro I, cit., p. 685, nota 63. (N. T.)
21 Friedrich Engels, Anti-Duhring: a revolução da ciência segundo o senhor Eugen Duhring (trad. Nélio Schneider, São Paulo, Boitempo, 2015). (N. T.)
22 No original, “Bettelsuppen” (“sopas distribuídas a mendigos”), alusão a J. W Goethe, Fausto (trad. Alberto Maximiliano, São Paulo, Nova Cultural, 2002), p. 104 e seg.
23 V. I. U. Lenin, Materialismo e empiriocriticismo (Lisboa, Estampa, 1975). (N. T.)
24 Karl Marx e Friedrich Engels, A ideologia alemã, cit., p. 52. (N. T.)
25 Friedrich Engels, Anti-Duhring, cit., p. 327. (N. T.)
26 Idem. (N. T.)
27 Max Weber, Wissenschaft als Beruf: 1917/1919 (Tubingen, J. C. B. Mohr/Paul Siebeck, 1994, Max-Weber-Gesamtausgabe, Seção I: Schriften und Reden, v. 17), p. 17 [ed. port.: A ciência como vocação, trad. Artur Morão, p. 24 modif. Disponível em: <www.lusosofia. net/textos/weber_a_ciencia_como_vocacao.pdf>. Acesso em: 30 jul. 2016]. (N. T.)
28 Ver idem, Der Sozíalismus (Tubingen, J. C. B. Mohr/Paul Siebeck, 1994, Max-Weber-Gesamtausgabe, Seção I: Schriften und Reden, v. 15), p. 597-633; e Karl Marx, Crítica do Programa de Gotha (trad. Rubens Enderle, São Paulo, Boitempo, 2012), p. 26-32. (N. T.)
29 Ver, por exemplo, Karl Marx, Manuscritos econômico-filosóficos (trad. Jesus Ranieri, São Paulo, Boitempo, 2004), p. 110. (N. T.)
30 Jens Peter Jacobsen, Niels Lyhne (trad. Pedro O. Carneiro da Cunha, São Paulo, Cosac Naify, 2000). (N. T.)
31 Rainer Maria Rilke, Das Buch der Bilder (Berlim, Insel, 1906) [ed. port.: O livro das imagens, trad. Maria João Costa Pereira, Lisboa, Relógio D’Água, 2005], (N. T.)
32 Trata-se do poema «O rei Carlos XII da Suécia cavalga na Ucrânia», cap. 51 de O livro das imagens, cit. Tradução nossa. (N. T.)
33 Karl Marx, Grundrisse, cit., p. 111. (N. T.)
34 Karl Marx e Friedrich Engels, A sagrada família (trad. Marcelo Backes, São Paulo, Boitempo 2003], p. 48 modif. (N. T.)
https://elsudamericano.wordpress.com/2023/06/01/marx-y-el-problema-de-la-decadencia-ideologica-por-gyorgy-lukacs/