Buen martes, mis atlántidas y palinuros. Ha iniciado esta semana con noticias de que el gobierno ukronazi ha lanzado mini-contraofensivas en varios puntos de las tierras rusas, con resultados tan poco alentadores que, prácticamente, ningún medio de comunicación del Accidente colectivo ha hecho mención de ellas.
Aunque ya lo habrán percibido sus agudas neuronas, una medida para saber cuánto les ha dolido a los poderes accidentales un golpe determinado es la calidad y cantidad del despliegue informativo que le tan -o no le dan- al golpe en cuestión.
Tomemos como ejemplo la toma de Artemovsk (Bajmut) por el ejército ruso y los contratistas de Wagner.
Después de la sangrienta batalla de meses, la victoria rusa no fue recogida casi por ningún ‘gran medio’ accidental, o, cuando alguno lo hizo, fue empleando alfileres, de forma que la noticia de la toma de Artemovsk pasara lo más desapercibida posible.
El País de Madrid no dijo nada. Le Monde de París habló de un campo desolado. La CNN, de moscas en vinagre. También cuentan las noticias al revés.
Hoy están acusando a Rusia de la destrucción de la presa de Nova Kakovka, que abastece a Crimea, cuando, en un largo artículo de The Washington Post, de 29 de diciembre de 2022, el ejército ukronazi hablaba abiertamente de atacar y destruir dicha presa. Prensa mercenaria en todo su esplendor.
La razón de tal ocultamiento es que la conquista de Artemovsk fue un palo demoledor a la parafernalia propagandística montada por los accidentales coercitivos, que presentaron a los defensores de la ciudad poco menos que como los guardianes de la galaxia XV y, al final, resultaron vapuleados.
El costo humano y material pagado fue tan alto que la decisión de los mandos ukronazis, de expedir tropas y más tropas a Artemovsk, fue casi un acto criminal, pues los enviaban a una picadora de carne, tan terrible que los ucranianos tuvieron cerca de 150.000 bajas, entre ellos alrededor de 80.000 muertos.
Los ukronazis demostraron tener en muy poca estima la vida de sus ciudadanos para enviarlos sin más a una muerte casi segura, por defender un bastión indefendible en una guerra que -lo sabe todo el mundo- nunca van a ganar.
Dicho eso, vamos a lo que queremos ir. Si algo enseña la historia militar es que las guerras, de general (excluimos las guerras no convencionales, que tienen otras reglas), las ganan quienes tienen más soldados, más recursos estratégicos y mayor potencial industrial.
Ejemplos hay centenares, pero, por razones que entenderán - ¡oh, omniscientes palinuros y atlántidas, astutos entre los astutos-, tomaremos de ejemplo la guerra civil estadounidense que, como bien saben, se desarrolló entre 1860 y 1865.
Según Hollywood y la propaganda oficial y oficiosa, la guerra civil fue una especie de cruzada de los blancos buenos del norte contra los blancos malos del sur, los primeros porque querían abolir la esclavitud, los segundos porque querían mantenerla.
Muy lindo y enternecedor el cuento, que es eso, un cuento (otro más de los que está llena la historia de los países, pero mucho más aún la patria de Superman).
Las causas reales provenían de un hecho que pocas veces se menciona, salvo entre estudiosos serios. EEUU era un país, formalmente hablando, pero, en la realidad, eran dos países en uno, con insalvables diferencias entre uno y otro, sociales, morales, económicas y comerciales.
El sur de EEUU era una sociedad arcaica, más próxima a Latinoamérica que a sus paisanos del norte.
Estaba basada en el latifundio, los monocultivos -tabaco y, sobre todo, algodón-, la esclavitud y la segregación social, lo que determinaba que la población blanca fuera poca, comparada con la del norte.
Contrario a lo que puedan pensar, nada de eso preocupaba a los norteños, que vivían en otro mundo.
El norte era una zona dinámica, receptora de los millones de emigrantes expulsados por el capitalismo de Europa, que llegaban imbuidos de ideas nuevas y de la dinámica de las revoluciones industriales que sacudían buena parte de los países europeos.
La clase dominante quería industrializar el país, siguiendo los modelos de Europa y, así, expandir la producción agrícola, modernizada con maquinaria, aumentar las exportaciones y ‘abrir’ las tierras de los indígenas al poblamiento blanco.
El sur no recibía casi emigración, ni la necesitaba, pues lo valioso para los latifundistas -ayer, hoy y siempre-, era sostener su modo de vida sobre mano de obra servil o esclava (como hoy siguen haciendo en Latinoamérica los grandes latifundios).
Aquí es donde empezaron a complicarse las relaciones entre el norte y el sur de EEUU.
En el norte, los nuevos empresarios querían proteger la naciente industria y mercados nacionales de los productos extranjeros, especialmente los británicos, y pedían políticas proteccionistas.
Que se gravaran con altos impuestos las manufacturas extranjeras, para dar tiempo a consolidar las incipientes industrias nacionales (para quienes no lo saben, EEUU ha sido y sigue siendo adalid del proteccionismo económico). El proteccionismo tenía un precio: la reciprocidad.
Que los países afectados por los impuestos a la importación respondieran gravando las exportaciones de EEUU.
Aquí chirrió la estructura política estadounidense. Porque a los Estados del sur les interesaba la política contraria, la del libre cambio -o libre mercado, que se le llama hoy-, para seguir exportando algodón y tabaco sin pagar aranceles a su principal y casi único cliente, el Imperio Británico.
Por ese motivo, los latifundistas del sur combatían a muerte las ideas proteccionistas.
Si los británicos, en respuesta, gravaban algodón y tabaco, provocarían la ruina del sur, pues quedaría el camino abierto al algodón de las colonias británicas en India y Egipto, sobre todo.
Cuando, desde el norte, el gobierno impone el proteccionismo aduanero, los latifundistas del sur no ven otra alternativa que declararse independientes, designar su propio gobierno y adoptar una política comercial que protegiera sus intereses.
Entonces estalló la guerra entre los dos Estados, uno industrial y poblado; otro latifundista, agrícola y con menor población.
Que la esclavitud no era el problema lo reconoció Abraham Lincoln, en marzo de 1861, cuando declaró: “No tengo ningún propósito, directa o indirectamente, de interferir con la institución de la esclavitud en los Estados Unidos donde existe”.
Claro, ya abiertos los fuegos, la propaganda hizo su aparición y sacaron a los negros como bandera.
Hablar de la enemiga económica y social era difícil de explicar y no se vendía tan bien como la bandera de lucha contra la esclavitud.
Como saben, ganó el norte. El sur nunca tuvo posibilidades reales, a partir de dos hechos determinantes: carecía de industria y, por tanto, de industria militar.
Debía importar casi todo, lo que cada año era más difícil por el bloqueo naval que extendían los del norte.
Éstos, los del norte, en cambio, aprovecharon la guerra para crear una notable base industrial, militar y civil, que abastecía en buena medida a su ejército.
El otro factor era el poblacional. El sur pudo movilizar un máximo de un millón de soldados por casi dos y medio millones el norte.
No había color. En una guerra, el factor reemplazo de muertos y heridos es fundamental.
El norte podía reemplazar sus bajas con facilidad, mientras en el sur era cada año más difícil hacerlo.
Durará más o durará menos la guerra, el sur sería derrotado al irse quedando sin soldados, municiones y provisiones.
Por demás, la suerte de los negros no cambió nada. Siguieron trabajando en los algodonales y el tabaco porque no había otra fuente de trabajo. Ni en el norte ni en el sur les reconocieron derechos y así seguirían, en una segregación brutal hasta los años 60 del siglo XX, cuando, en 1965, fue reconocido su derecho a votar.
Por demás, en EEUU no practican el tiro al blanco, sino el tiro al negro.
Según informe de Amnistía Internacional de 2023, “Los homicidios con armas de fuego en EE.UU. afectan de forma desproporcionada a las comunidades de raza negra, y los hombres afroamericanos tienen diez veces más probabilidades de ser las víctimas que los hombres blancos estadounidenses.
Los homicidios por arma de fuego son también la principal causa de muerte entre los hombres y niños negros de 15 a 34 años, y la tercera causa de muerte entre los hombres hispanos del mismo rango de edad”.
Y estamos en 2023, 158 años después de la guerra civil estadounidense, que en EEUU llaman “guerra de secesión”.
Situémonos, ahora, en Ucrania.
Ucrania es como el sur estadounidense de hace 160 años.
En población, le quedan, a lo sumo, 30 millones de habitantes por 150 millones Rusia. Ucrania carece de industrias porque, el grueso de ellas, heredadas de la URSS, dependían de otras afincadas en Rusia.
Cuando los gobiernos ucranianos fueron rompiendo los acuerdos industriales con Rusia, la industria ucraniana, simplemente, desapareció. Otras fueron desmanteladas para enriquecer a oligarcas y empresas extranjeras y, lo poco que quedaba, ha sido demolido por la aviación y los misiles rusos.
Casi todo el equipamiento militar que posee el régimen ukronazi proviene de la OTAN. Por esa razón, el infumable representante exterior de la UE, don Borrell, declaró hace poco que, sin los suministros y dineros atlantistas, el régimen ukronazi aguantaría dos semanas (optimista don Borrell: nosotros le damos dos días).
De hecho, Ucrania es un país en bancarrota total, que necesita de fondos extranjeros incluso para pagar la nómina de los trabajadores públicos.
Sostener al régimen pelele le está costando al Accidente coercitivo la bicoca de 300.000 millones de dólares anuales, el PIB de Chile.
Mantener la guerra será insostenible para los atlantistas, porque es un pozo sin fondo y sin futuro, cuyos efectos en las economías accidentales apenas empiezan a notarse. Apenas.
Veamos ahora otras cifras, que no son de chalupa ni de lotería. El bufón de Kiev ha andado llorando porque le proporcionen 200 tanques para, según él, lanzar la contraofensiva que va a derrotar e Rusia (ahí empieza otro chiste: las operaciones militares de esta envergadura son, por su naturaleza, secreto de estado. Las de Kiev, parte del show sangriento que protagonizan).
El expresidente Medvedev, jefe de la Comisión de Seguridad rusa, afirmó, hace pocos días, que, en lo que va de año, el complejo militar-industrial de Rusia ha producido más de 600 tanques T-90.
Esa cantidad debe sumarse a los 15.000 tanques y blindados en almacén, lo que permite poner en perspectiva la relevancia real de los 200 tanques atlantistas.
Otra cuestión es su entrega y estado. El armamento ruso es nuevo y dispone de competentes redes de reparación y mantenimiento. En Ucrania ocurre lo contrario.
El batiburrillo de armas accidentales plantea serios problemas de logística, repuestos y personal cualificado para cada tipo de armas y fabricante.
Como les ocurría a los sureños, el régimen ukronazi depende agónicamente de los suministros extranjeros, pero estos suministros están cada día más escasos, particularmente porque los almacenes accidentales están vaciados y los fabricantes no pueden reponerlos con la rapidez con que son gastados por el ejército ukronazi.
En el caso de las municiones, leamos lo informado por CNN a mediados de febrero de 2023: “La Planta de Municiones del Ejército de Scranton, que funciona a toda máquina, como lo estaba en una reciente mañana de enero, produce aproximadamente 11.000 proyectiles de artillería al mes.
Eso puede parecer mucho, pero el ejército ucraniano a menudo dispara esos proyectiles en unos pocos días”. No hace falta decir nada más. Las municiones surtidas a los ukronazis son un bien menguante sin solución.
Vayamos a la otra cuestión estratégica: la población, el reclutamiento y el reemplazo de bajas.
Pondremos un ejemplo conocido de primera mano para explicarnos mejor.
En los años 80 recién pasados, la Nicaragua sandinista, un país con escasos cuatro millones de habitantes, logró movilizar hasta 300.000 combatientes, entre tropas regulares, tropas guardafronteras, milicias y servicio militar, una cifra asombrosa para los más que exiguos recursos económicos y de población del pobre y pequeño país agredido por EEUU.
Conociendo esa realidad, sorprende enormemente las dificultades del gobierno ukronazi de Kiev para reclutar soldados.
El oficial Instituto de Demografía e Investigación Social ucraniano “supone que la población de Ucrania al 1 de enero de 2023 era de 28 a 34 millones de personas”. Dejemos la cifra en 30 millones.
Es casi ocho veces la población de Nicaragua en 1986. Si aplicamos los parámetros de motivación y patriotismo de la Nicaragua sandinista a la Ucrania de hoy, el ejército ucraniano debería contar con, al menos, 2.400.000 soldados, una cifra que obligaría a Rusia a reflexionar.
En la realidad, los ukronazis, con dificultad, han logrado reclutar a 200.000 efectivos, de los cuales sólo unos 30.000 tienen una formación militar adecuada, brindada por la OTAN.
Una cifra terriblemente exigua que no nos estamos inventando, pues las hemos tomado de un informe de 2023 del reconocido Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz.
El problema del reclutamiento es tan grave que, incluso, están secuestrando a hombres en las calles para enrolarlos por la fuerza.
Este tema es secreto de estado para ukronazis y atlantistas, que lo ocultan deliberadamente por razones obvias: una vasta mayoría de ucranianos no quiere combatir.
Así se entiende mejor lo afirmado por don Borrell, de que, sin apoyo atlantista, el régimen pelele ucraniano se derrumba en días.
Es el problema de hacer la guerra como carne de cañón, a cuenta de otros intereses y, además, de saldo y de prestado.
La guerra la ganará Rusia, le lleve uno o diez años.
La ganará como el norte ganó al sur.
Porque las guerras las gana el más industrializado, el más poblado y el que tiene más recursos.
Por eso ganó EEUU a Japón.
Por eso la URSS venció a Alemania.
Por eso Alemania perdió la I Guerra Mundial.
Por eso China vencerá a EEUU.
En otro momento nos meteremos con el tema de la inexplicable -o inexplicada- estrategia militar rusa en Ucrania.
Pero, sin ser Sherezade, y aunque no sea de noche, el resto, en otra entrega, pacientes palinuros y atlántidas…