Opositores y algunos funcionarios del derrocado presidente peruano Pedro Castillo –entre ellos, la hasta ayer vicepresidenta, Dina Boluarte– calificaron de “golpe de Estado” la decisión del mandatario de disolver el Congreso, decretar un gobierno de excepción, llamar a elecciones para un constituyente y emprender la “reorganización” del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional.
En respuesta a tales determinaciones, el Legislativo destituyó a Castillo por una abrumadora mayoría y la fiscal Patricia Benavides ordenó la detención del hasta ayer mandatario, quien fue retenido en la Prefectura de Lima por la Policía Nacional.
De inmediato, un portavoz del Departamento de Estado declaró en Washington que Estados Unidos considera a Castillo un “ex presidente”.
Sin afán de justificar las medidas adoptadas por el antiguo maestro rural, es importante considerar su contexto: en año y medio en el cargo, Castillo no pudo llevar a cabo el mandato que recibió en las urnas en junio del año pasado –y que incluía la convocatoria a un congreso constituyente y la desactivación del Tribunal Constitucional– porque durante ese tiempo su gestión fue sistemáticamente saboteada por la derecha, tanto en el ámbito legislativo como en el judicial y en el mediático.
La pertinencia de la reorganización institucional que propugnó el presidente fue dramáticamente confirmada por 15 meses de una ingobernabilidad, que es ya rutinaria en Perú y que se traduce en la inviabilidad del Poder Ejecutivo: de 2018 a la fecha, la nación andina ha tenido seis presidentes, varios de ellos destituidos por el Legislativo, e incluso procesados, por acusaciones –verídicas o falsas– de corrupción.
En este contexto, es claro que la remodelación institucional del país y la regeneración de una clase política del todo descompuesta eran y siguen siendo tareas indispensables para dar a Perú un mínimo de estabilidad y certeza política.
En el caso de Castillo, la disfuncio-nalidad de las instituciones fue aprovechada desde el primer día de su gobierno por una derecha corrupta, racista y oligárquica que vivió como un agravio la llegada al Palacio de Gobierno de un sindicalista indígena dispuesto a aplicar un programa de justicia social, soberanía y recuperación de las potestades más básicas del Estado en materia de economía.
Aun antes de las elecciones de 2021, la derecha oligárquica emprendió una campaña de linchamiento en contra de Castillo, para lo cual echó mano de sus medios y de sus partidos y de todas las posiciones de poder que controla, y no dudó en cerrar filas en torno a la candidatura de Keiko Fujimori, hija de uno de los presidentes más corruptos y represores de la historia reciente.
El caso de Perú tiene resonancias ineludibles con el acoso mediático y judicial que se realiza en Argentina en contra de la vicepresidenta Cristina Fernández, con la persecución mediática, legislativa y judicial que depuso a Dilma Rousseff en Brasil y llevó a la cárcel al ahora presidente electo Luiz Inácio Lula da Silva, así como con la ilegal destitución de Fernando Lugo en Paraguay.
Más aún, la destitución y el arresto de Castillo evocan las maquinaciones mediáticas y judiciales que antecedieron los golpes de Estado perpetrados en contra de José Manuel Zelaya (Honduras, 2009) y de Evo Morales (Bolivia, 2019).
El denominador común de todos los mencionados es que son dirigentes progresistas que han buscado revertir en alguna medida las atroces injusticias sociales que padecen sus países y la vergonzosa sumisión a Washington que practican las oligarquías nativas cuando se hacen del poder político.
Visto desde esa perspectiva, lo ocurrido en Perú no es sino la culminación de una suerte de golpe de Estado en cámara lenta que se había venido construyendo desde el momento mismo en que Pedro Castillo se unció la banda presidencial; un golpe de Estado que tenía como propósito acorralar al gobernante para hacer imposible el ejercicio de su cargo e impedir que cumpliera el mandato popular que recibió de la ciudadanía.
Se confirma que las derechas latinoamericanas han sustituido los sangrientos cuartelazos y las dictaduras militares por campañas de difamación y de siembra de odio y de pánico, por la subversión y la ingobernabilidad inducidas por el llamado lawfare –es decir, el acoso desde estructuras judiciales entregadas a la corrupción– y por las asonadas legislativas.
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