La nueva variante del liberalismo se configura mediante el primado autoritario y ecocida del mercado sobre la democracia, sostenido bajo una amenaza de extinción permanente
La invasión de Ucrania ha marcado una censura cuyas dimensiones, aún por perfilar, apuntan ya a un acontecimiento de impacto no inferior al 11S, la caída del Muro de Berlín y otros que informan el mundo actual.
Ante un evento así, sobrevenido apenas salíamos de la sexta ola del covid, y en la perspectiva de una crisis climática sin parangón, resulta inevitable preguntarse por las continuidades y discontinuidades que se operan estos días; por su calado y por hasta dónde no habrá que remontar en el tiempo para enmendar esta deriva distópica.
Adelantemos ya nuestro principal argumento: a medida que el neoliberalismo agota su margen de legitimidad, compensar su inercia implosiva requiere cada vez más de una mutación ideológica a la que resulta contingente cualquier logro democrático y ecológico.
Si, luego de Entreguerras, el fracaso del liberalismo condujo al ordoliberalismo; en los sesenta y setenta, arrinconado por los movimientos antagonistas de los Treinta Gloriosos, el ordoliberalismo se vio forzado a mutar en neoliberalismo.
A diferencia de su variante anterior, la neoliberal supuso una actualización de mayor tolerancia y apariencia democrática.
Sin embargo, con la Guerra de Ucrania en marcha –pero también con la pandemia, el cambio climático, etc.– se ve hoy obligada a intensificar su propia variante en otra mutación ideológica capaz de combinar mayor autoritarismo y tolerancia al ecocidio con tal de preservar su lógica de acumulación.
Llamamos “necroliberalismo” a esta nueva variante del liberalismo.
El necroliberalismo se configura mediante el primado autoritario y ecocida del mercado sobre la democracia, sostenido bajo una amenaza de extinción permanente
A grandes trazos, el necroliberalismo se configura mediante el primado autoritario y ecocida del mercado sobre la democracia, sostenido bajo una amenaza de extinción permanente. La novedad es menor de lo que parece: el liberalismo no es democrático per se. Ya existía antes de la democracia moderna y de la democratización global del último siglo. Nada le impide existir en un eventual contexto de corte autoritario.
Antes bien, en contextos de crisis como el actual, la relación del liberalismo con la democracia se ha guiado más por una “racionalidad instrumental” (Zweckrationalität, según Weber) que no por ser un valor intrínseco.
Por eso hoy, al darse una escalada presupuestaria del gasto militar, combinada con la crisis energética y climática, el recurso a la excepción requerido por la gestión de la pandemia y el desigual reparto de los costes sociales, se precipitan las condiciones de posibilidad para la mutación necroliberal.
Que en toda Europa una extrema derecha neoliberal se esté probando funcional a este contexto es el mejor indicador del avance de la variante necroliberal.
El necroliberalismo, pariente cercano del exterminismo y el ecofascismo
Resulta conveniente no confundir el necroliberalismo con otros dos conceptos que le son familiares: el exterminismo y el ecofascismo. El primero fue acuñado, entre otros, por el historiador E.P. Thompson en ensayos como Exterminism and Cold War (1982) o Star Wars (1985).
Su contexto respondía al recrudecimiento de la Guerra Fría a finales de los setenta y primera mitad de los ochenta. En el movimiento pacifista se daba entonces un importante debate acerca de cómo responder a la reactivación de la amenaza nuclear. Gracias a los triunfos de Thatcher y Reagan, la mutación neoliberal se instalaba en los gobiernos occidentales.
No obstante, en los términos en que era formulado, el exterminismo dependía en exceso de este mismo contexto.
Al caer el Telón de Acero y sedimentarse como sentido común el “realismo capitalista” (la imposibilidad de imaginar como real una alternativa al capitalismo, de acuerdo a Mark Fisher), la idea de exterminismo acabó por perder buena parte de su resonancia y potencial movilizador.
Por su parte, el ecofascismo se remonta a un mismo contexto de contienda cultural en los años setenta.
El fascismo buscaba actualizarse conectando el ecologismo emergente con su propia matriz ideológica (ahí, por ejemplo, el discurso nazi sobre la naturaleza).
El temor de André Gorz a una deriva totalitaria del ecologismo (Ökologie und Politik, 1977) o la crítica a la deep ecology de Murray Bookchin (The Ecology of Freedom, 1982) confrontándola con una ecología social serían aquí referencias obligadas.
El ecofascismo se predicaba como un marco ideológico que requería instaurar alguna modalidad de gobierno autocrático capaz de imponer la preservación de un supuesto conjunto orgánico de la naturaleza. En su lógica no se descartaría las mayores atrocidades, siempre que viniesen a reajustar un equilibrio supremacista entre poblaciones y recursos naturales.
Como la verdad en los medios, la mesura en los paralelismos históricos es de lo primero que la guerra se lleva por delante
Aunque el exterminismo podría volver a escena con la amenaza del holocausto nuclear, sigue aún muy alejado de su resonancia de otrora.
Mientras la guerra se mantenga en los límites de una confrontación indirecta entre Rusia y OTAN no cabe esperar su recuperación. El necroliberalismo, por el contrario, se vuelve invisible, transversal y compatible en ambos bandos –vale decir, “ideológico”–, pues es consustancial a la propia conflagración bélica y sus desastres humanitarios y ecológicos.
Por otra parte, a diferencia del ecofascismo –que se afirma en su matriz autocrática–, el necroliberalismo aspira a preservar una mínima esfera de autogobierno democrático para las élites.
A la manera de las democracias liberales del pasado, el retorno neoliberal al “minarquismo” hace compatible el liberalismo con una democracia excluyente que, por demás, se desentiende del ecocidio en curso. La pandemia nos ha dado ya una primera muestra de por dónde podría ir la distopía necroliberal.
Crisis de legitimidad y recurso a la Historia
Desde que saltó la noticia de la invasión de Ucrania, el discurso neoliberal ha buscado relegitimarse en la lectura histórica del acontecimiento. A tal fin se han invocado las guerras mundiales o se ha equiparado la invasión de Ucrania con la de Polonia en 1939 y a Putin con Hitler y Stalin.
Por desgracia, no hay motivos para la sorpresa: las operaciones de limpieza étnica en los Balcanes ya fueron el retorno de Auschwitz. Saddam Hussein, Milosevic o Bin Laden ya ocuparon el rol del tirano enloquecido, origen de todos los males del mundo.
Y es que, como la verdad en los medios, la mesura en los paralelismos históricos es de lo primero que la guerra se lleva por delante.
Pero la insistencia en este uso de la Historia no deja de ser sospechosa. Hace apenas un par de años, en la justificación del recurso a la excepción para combatir la pandemia, los medios se inundaron de titulares y declaraciones de líderes que afirmaban estar ante el momento más crucial para la humanidad desde la II Guerra Mundial.
No hubo entonces discurso presidencial que, como ahora sucede con la guerra, no buscase resonar con el viejo apotegma de Winston Churchill: “Sangre, sudor y lágrimas”.
El límite del neoliberalismo: su propia inconsistencia como declinación democrática y sostenible del liberalismo
La reiteración de este recurso discursivo no es en modo alguno casual. Desvela en gran medida el déficit de legitimidad que enfrenta el neoliberalismo ante la ciudadanía cuando se afronta la intervención militar.
El siglo XX no pasó en vano y al igual que se puede considerar la historia de una democratización exitosa, en su reverso están las dos mayores masacres que haya conocido la humanidad, ambas con suelo europeo por escenario.
La propia forma en que se ha originado la Unión Europea está profundamente arraigada en la crisis democrática de Entreguerras, la reconstrucción de posguerra y el rechazo consiguiente al belicismo.
He ahí, pues, el límite del neoliberalismo: su propia inconsistencia como declinación democrática y sostenible del liberalismo. Arrastrado a su extremo por el presente, solo alcanza a perfilarse como un autoritarismo de mercado.
Por eso, a medida que se desvela su propio límite, requiere de una mutación necroliberal que readapte la matriz ideológica del liberalismo a un horizonte de extinción.
El grito impugnatorio punk “No future!” se vuelve ahora la afirmación cínica de unas élites que se creen a salvo en la primera clase del Titanic: “En efecto, no hay futuro... para vosotros”.
No es casual que el tema del hundimiento se retome como ironía en la fábula cinematográfica Don't look up!: escapar al ecocidio solo resultaría viable para una ínfima minoría privilegiada previa extinción del resto. No hay botes (ni naves espaciales) de salvamento para todo el mundo.
Liberalismo, ordoliberalismo, neoliberalismo... ¿necroliberalismo?
Desde una perspectiva genealógica, el neoliberalismo se afirmó como la restauración exitosa de un marco hegemónico tras la crisis ordoliberal. Al finalizar la I Guerra Mundial, los regímenes liberales, creyéndose a buen recaudo del sistema-mundo, resolvieron en Versalles un orden que en apenas una década volvió a saltar por los aires.
El Crack del 29 dio vía libre al ascenso de los totalitarismos y las economías de guerra desembocaron en lo inevitable: una segunda guerra mundial. Solo después, ante el imperativo de reconstruir un orden duradero bajo la amenaza nuclear, el liberalismo mutó en la variante ordoliberal.
Durante las décadas de posguerra, el ordoliberalismo se probó una solución de éxito en la reconstrucción: ampliación sin precedentes del bienestar; incorporación del trabajo a la dirección de la economía por medio de la acción social concertada; extensión del sufragio, los derechos civiles y el pluralismo de partidos; etc.
La democratización interna de los regímenes liberales asentó –en el tenso, pero previsible contexto de la Guerra Fría– las condiciones para un progreso inédito. Gracias a estos márgenes, conquistados no sin un enorme y desigual sacrificio, emergieron subjetividades que cuestionaban la cultura disciplinaria del ordoliberalismo.
La democratización no careció de costes para las élites liberales. El rígido sistema de valores sobre el que se había erigido el pacto social de posguerra acabó cuestionado por las generaciones siguientes. En los años sesenta, una ola de movilización global progresó en la disputa por la riqueza generada y el cambio de valores.
Cuando llegaron los setenta, la insurgencia metropolitana –de la guerrilla urbana a la contracultura, pasando por los movimientos sociales– era un hecho.
El rearme liberal pasó entonces por replegarse sobre su matriz ideológica para reafirmarse acto seguido sobre el axioma minarquista que profesaban algunas de sus escuelas más reputadas (Chicago boys, austríacos, etc.).
A partir de 1973, la crisis del petróleo y el golpe de Pinochet en Chile favorecen el avance de este “nuevo liberalismo”, partidario de liquidar los principios rectores de la “economía social de mercado” a favor de una mercantilización ilimitada del mundo de la vida, la privatización de empresas y la desregulación de mercados, etc.
Sin la disección rigurosa y exhaustiva de este punto de inflexión resulta difícil comprender la contundencia y solidez con que, tras el fin del mundo soviético, se consolidó la hegemonía neoliberal.
Disputar un horizonte de futuro al necroliberalismo
Con la caída del Muro, el neoliberalismo se hizo hegemonía. El apotegma thatcheriano “no hay alternativa” tardó una década en ser contestado por el “otro mundo es posible” altermundialista. La ufana convicción con que el neoliberalismo festejó la implosión soviética –y la consiguiente subordinación de la democracia al mercado– ha venido adoptando tonalidades cada vez más cínicas y agresivas; desde aquel célebre sarcasmo de Warren Buffet (“La lucha de clases existe y la estamos ganando los ricos”) hasta el cinismo de Rodrigo Rato en el Congreso (“Es el mercado, amigo”).
Sobre esa tonalidad emocional del discurso avanza hoy la variante necroliberal, sin encontrar freno a su ruptura de todos los consensos.
El repertorio de medidas que salen del Ejecutivo vuelven una y otra vez sobre el paradigma neoliberal: rebajas fiscales, cheques, etc
Con todo, al remitirse a la historia para su legitimación, la pandemia antes y la invasión de Ucrania ahora, desvelan la genealogía y límites del neoliberalismo. En nuestro caso, el paralelismo establecido entre Ucrania y la España republicana necesitada de armas y aliados –pero abandonada por las democracias liberales– busca una resonancia emocional que legitime el giro del gobierno Sánchez: incremento al 2% del presupuesto de defensa, manos libres a las eléctricas, refuerzo del régimen de frontera en Marruecos y cambio de posición en Sáhara, etc.
El repertorio de medidas que salen del Ejecutivo vuelven una y otra vez sobre el paradigma neoliberal: rebajas fiscales, cheques, etc. Cualquier cosa menos refundar el pacto del bienestar. En vano se evoca un “pacto de rentas”, espectro de los Pactos de la Moncloa.
Mientras, el necroliberalismo avanza. Desde la calle, la extrema derecha arrastra al arco parlamentario. Impone su marco necroliberal negando la violencia de género, sembrando odio hacia el ecologismo en el mundo rural, reforzando el racismo con los refugiados de guerra y un largo etcétera de vectores que articulan la ruptura unilateral de las élites en previsión de una sociedad más violenta, polarizada e injusta. Frente a esto, el Gobierno pide sacrificios y comulgar con ruedas de molino.
España hace buena la imagen de Tocqueville en vísperas de la Revolución de 1848: dormimos sobre un volcán.
Artículo de Raimundo Viejo Viñas - ctxt.es
https://www.eulixe.com/articulo/sociedad/necroliberalismo/20220401092638025348.html