El presidente mexicano López Obrador, en su audacia diplomática, nos enfrenta a la necesidad de abrir un debate impostergable para nuestra América: ¿Qué hacer con la OEA?
Andrés Mora Ramírez / AUNA
En mayo de 1891, José Martí publicó en La Revista Ilustrada de Nueva York una crónica sobre la Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América, celebrada en Washington en marzo de ese año.
La profundidad de su análisis, la claridad de sus argumentos, así como la agudeza de sus apreciaciones ante aquel primer convite panamericanista lanzado por Washington a los pueblos de nuestra América -precisamente en la génesis del desarrollo imperialista de la potencia del norte-, hacen que el texto de Martí navegue a dos aguas entre el género periodístico y el ensayo político.
La vigencia de las ideas plasmadas en aquella crónica también está fuera de duda, porque en sus páginas resuenan sentencias que iluminan, hasta el presente, nuestra comprensión de las relaciones interamericanas: “dos cóndores, o dos corderos, se unen sin tanto peligro como un cóndor y un cordero”; “mientras no sepan más de Hispanoamérica los Estados Unidos y la respeten más (…), ¿pueden los Estados Unidos convidar a Hispanoamérica a una unión sincera y útil para Hispanoamérica?”; “lo primero que hace un pueblo para llegar a dominar a otro es separarlo de los demás pueblos”[1]…
El proyecto panamericano que emergió a finales del siglo XIX, a saber, el proyecto de la dominación de los pueblos latinoamericanos bajo la égida estadounidense, y que Martí denunció con vigor prácticamente hasta el día de su muerte se expandió a lo largo de las siguientes décadas bajo diversas estrategias y mecanismos diplomáticos, comerciales, políticos y militares, entre los cuales seguramente el más destacado fue la Organización de Estados Americanos (OEA). Creada bajo la lógica de la Guerra Fría, en el marco de la Conferencia Internacional Americana de 1948, la OEA vio la luz medio de la agitación social y el derramamiento de sangre que provocó en Colombia el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, en los fatídicos días del Bogotazo.
Esa mancha de origen nunca pudo lavarse de las manos de sus promotores, y así, el nuevo organismo rápidamente se convirtió en el brazo político-diplomático del imperialismo estadounidense –“el ministerio de colonias yanqui”, la llamó el canciller cubano Raúl Roa-, que blanqueó golpes de Estado, legitimó bloqueos, guardó silencios cómplices, conspiró contra gobiernos y líderes surgidos de la movilización popular y la búsqueda de más justicia social, y en definitiva, alentó viejas y nuevas formas de injerencismo para contener las aspiraciones de nuestros pueblos y sus lucha por transformar el statu quo en la región.
No fue sino hasta el siglo XXI, en contexto político y social inédito en nuestra historia, que el avance de los gobiernos nacional-populares, y de los progresismos en general, permitió reconfigurar los equilibrios de fuerzas en la región y se concretó en 2011 la idea -de fuerte acento bolivariano- de la construcción de un organismo regional en el que no participaran los Estados Unidos: la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Pero mucho cambió el mapa político regional en la última década, y la CELAC sufrió también los embates de la restauración conservadora; y aunque esa ola regresiva ya empezó a replegarse, gracias a las victorias electorales en México, Argentina y Bolivia, y por supuesto, a una intransigente movilización social que pone en jaque los últimos resabios del neoliberalismo latinoamericano, lo cierto es que mucho queda por hacer para que este proyecto de integración y unión regional recupere su protagonismo.
A esa tarea se ha abocado el gobierno de Andrés Manuel López Obrador en su presidencia pro témpore de la CELAC; y recientemente, el mandatario puso sobre la mesa una idea tan audaz como polémica: se trata, en palabras de López Obrador, de “construir algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, a nuestra realidad y a nuestras identidades”; lo que el canciller mexicano Marcelo Ebrard puntualiza así: “¿Cuál es la propuesta de México? Adiós a la OEA en su sentido intervencionista, injerencista y hegemonista y que venga otra organización que construyamos en acuerdo con Estados Unidos para el siglo XXI”.
En su momento, señalamos que uno de los principales desafíos de la CELAC sería desmontar el andamiaje político, jurídico e institucional de la OEA, y sustituirlo por un sistema cualitativamente distinto y superior, democrático, participativo, pacífico y humanista, que supere de una vez por todas el esquema hegemonista impuesto por los Estados Unidos y sus aliados entre las élites nacionales. México, en la figura de su presidente, parece decidido a liderar un proceso en esa dirección, que le permita a América Latina liberarse, de una vez por todas, de las ataduras que se le han ido tendiendo desde un organismo que se dice americano, pero tiene su sede en Washington y responde directamente a la Casa Blanca.
Sin embargo, no debemos perder de vista que la correlación de fuerzas actual del continente despierta dudas sobre la viabilidad real de la propuesta mexicana, pues si bien el panorama para la recepción de una tesis como esta es mejor que el que existía hace tres o cuatro años, lo cierto es que no vivimos un clima de época favorable como el que vivimos en tiempos de los Chávez, Lula, Evo, Correa o Kirchner. Por supuesto, Washington tampoco renunciará fácilmente a la defensa de sus intereses, que históricamente condicionó su política exterior hacia la región.
Con todo, el presidente mexicano López Obrador, en su audacia diplomática, nos enfrenta a la necesidad de abrir un debate impostergable para nuestra América: ¿qué hacer con la OEA? Lo que, a su vez, nos plantea dos cuestiones: por un lado, el tipo de relaciones que queremos y seremos capaces de establecer en los próximos años con los Estados Unidos -y el modelo en que esto se concrete-, una potencia que vive su crisis de hegemonía a escala global pero cuya influencia todavía es determinante en su entorno geopolítico inmediato; y por el otro, la capacidad que tendremos para comprender, con un sentido de la dignidad nacional y de la búsqueda del bien común, los retos y oportunidades de nuestra región, en un sistema internacional que se revuelve ante el horizonte inminente del desplazamiento del eje hegemónico hacia Asia.
El panamericanismo ya no es una opción para nosotros; pero el latinoamericanismo que aspire a sucederle deberá construir las bases sólidas de su unión, y tendrá que convencerse de que puede mirar con dignidad a los ojos de su poderoso vecino del norte, así como a las naciones de todo el planeta. Bien decía Martí en la crónica a la que hicimos referencia al inicio: “La unión, con el mundo, y no con una parte de él (…).
Ha de desearse, y de ayudar a realizar, cuanto acerque a los hombres y les haga la vida más moral y llevadera. Ha de realizarse cuanto acerque a los pueblos”. Ese es nuestro desafío.
[1] Martí, J. (1891). La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América. En: Hart-Dávalos, A. (2000). José Martí y el equilibrio del mundo. México, DF: Fondo de Cultura Económica. Pp. 213-227.
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