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Cuba: La historia del secuestro del avión Il-18 de cubana de aviación


Aquel avión IL-18 de Cubana de Aviación, con decenas de pasajeros a bordo, había salido de Santiago de Cuba rumbo a La Habana el 27 de marzo de 1966.

  Era pilotado por el capitán Fernando Álvarez Pérez, quien precisamente días antes en una conversación entre compañeros pilotos que comentaban intentos de desvíos de aviones por personas que respondiendo a leyes norteamericanas que los acogían como héroes en Estados Unidos, expresó muy convencido:

"¡Para quitarme el avión hay que matarme. Avión que sale conmigo, regresa conmigo!".

Cuando sobrevolaba Varadero, yendo a 18 mil pies de altura, comenzó la tragedia. El co-piloto de ese vuelo era Evans Rosales, y el custodio Edor Reyes

El ingeniero de vuelo era José María Betancourt, todos los cuales se encontraban en el recinto cerrado de la cabina de vuelo de la nave. 

Este último individuo había sido sargento-mecánico de aviones en la Fuerza Aérea del tirano Batista, y por la generosidad de la Revolución permaneció trabajando, pasó una escuela de ingeniero de vuelo y comenzó a laborar en Cubana de Aviación. 

De pronto, sacó un garrote que llevaba oculto y golpeó en la cabeza al custodio que cayó al suelo, le quitó su arma y con ella lo asesinó con tres disparos por la espalda

Se volteó sobre el co-piloto sentado a la derecha de los controles y le hizo disparos por la espalda

Éste logró sobrevivir, aunque el asesino creyó que había muerto. Entonces dirigiéndose al piloto Fernando Álvarez lo conminó a poner proa hacia Miami.

Comenzó un duelo dramático entre un piloto revolucionario y un traidor que evidentemente se había convertido en una fría arma de matar. Entre la inteligencia de un hombre noble y la maldad de un asesino.

 Fernando comprendió lo difícil que le sería engañar a un ingeniero de vuelo, así que enfiló hacia La Florida. 

Utilizó una clave secreta, conocida solo por los pilotos, que comunicaba directamente con la Defensa Antiaérea de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (DAAFAR) le indicaron qué hacer. 

Sobrevoló Cayo Hueso, que Betancourt reconoció alegremente y aflojó un tanto su vigilancia sobre Fernando. 

Entonces éste inició un larguísimo giro que lo llevara de regreso a La Habana y simuló dirigirse al aeropuerto de Miami, mientras hablaba con la torre de control, supuestamente, porque se trataba de la DAAFAR que hablaba en inglés y se identificaba como la torre de control de Miami, que le daba largas hasta obtener el “permiso de aterrizaje”. 

Mientras, el avión se dirigía realmente a La Habana, sin que Betancourt lo percibiera dada su exaltación y nerviosismo.

Mientras esto sucedía en la hermética cabina de los pilotos, en el salón de pasajeros, percatados de lo que estaba ocurriendo en la cabina, después de los disparos, tres pasajeros ocasionales se ponían de acuerdo. 

Eran el cienfueguero capitán Raúl Curbelo Morales, el capitán Jorge Enrique Mendoza, que después sería por varios años el director del periódico “Granma”, y el también oficial del Ejército Rebelde Esteban Dolufeu. 

Ellos evacuaron a todos los pasajeros hacia la cola del aparato para poder controlar a posibles cómplices del hecho que se desarrollaba, y se apostaron ante la puerta hermética de la cabina de los pilotos.

Poco después comenzaba el descenso de lo que creían que era el aeropuerto de Miami Beach. Ya el avión corría por la pista y sólo entonces el traidor Betancourt se percató de que estaba bajando en el aeropuerto “José Martí”, de La Habana, Cuba.

Se enfrascó entonces en una lucha cuerpo a cuerpo con el piloto Fernando, que apretaba con todas las fuerzas el freno de pié y se aferraba al timón. 

Betancourt trataba de acelerar de nuevo para volver a levantar vuelo. 

Al fin, Fernando logró lanzar el avión fuera de la pista, hacia un terreno arado aledaño donde se detuvo. 

Entonces Betancourt lo asesinó fríamente, y Fernando Álvarez quedó muerto en su asiento de piloto-héroe que no se dejó robar su avión, porque para eso “había que matarlo”.

El asesino escapó por la ventanilla delantera de la cabina y huyó de las autoridades que llegaban, y se perdió en la inmensa ciudad de La Habana.

Comenzó una búsqueda de varios días que involucró no sólo a los órganos de la Seguridad del Estado, sino a todo el pueblo de Cuba, que en sus organizaciones de masas se empleó a fondo en capturar al peligroso asesino, emocionado con los graves sucesos.

Al cabo de una semana de búsqueda fue hallado escondido en una iglesia habanera donde lo habían ocultado. 

Betancourt fue capturado sin que pudiera hacer uso de su arma una vez más. Fue juzgado, se le condenó a muerte y el pueblo solicitó que se cumpliera la sentencia. 

Así ocurrió. Quienes lo ocultaron recibieron sanciones de privación de libertad por Encubrimiento, y el repudio unánime del pueblo cubano.

De este amargo hecho histórico quedó una lección vigente para todos los tiempos: hay que estar muy alertas contra la maldad de los enemigos.

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