Entre las razones por las cuales el imperialismo yanqui lleva más de seis décadas agrediendo por todos los medios a la Revolución Cubana, está el hecho que en Cuba se creó un gobierno soberano e independiente que buscó desde un inicio que las relaciones entre las naciones fueran en igualdad de condiciones, dando fin a esa larga historia de sometimiento, en el que un país pequeño del Tercer Mundo se arrodillaba al servicio del más fuerte.
Creían los Estados Unidos que después de haber sostenido a la sanguinaria dictadura de Fulgencio Batista (1952-1959), y que ésta fuera derrotada por el pueblo revolucionario, ellos quedaban con las manos limpias, esperando que el nuevo gobierno que se iniciaba en la Isla continuara con la tradición de los gobiernos de América Latina de acudir donde el amo, otra vez con la cerviz encorvada para recibir migajas y azotes.
Después del triunfo revolucionario, Fidel Castro visitó los Estados Unidos, fue su segundo viaje al exterior, el primero había sido a Venezuela el 23 de enero de 1959. Llegó a Washington el 15 de abril invitado por la American Society of Newspaper Editors; al día siguiente ofreció una breve entrevista a una radio local, ahí le preguntaron por el objetivo de su visita; Fidel con solo 32 años, sin titubear, respondió: “Ustedes están acostumbrados a ver a representantes de otros gobiernos venir aquí a pedir. Yo no vine a eso. Vine únicamente a tratar de lograr un mejor entendimiento con el pueblo norteamericano. Necesitamos mejores relaciones entre Cuba y los Estados Unidos.” (Báez, 2011:27)
Así, desde un inicio, Fidel le anunciaba al mundo en general y al imperialismo en particular, cuáles eran los principios sobre los que estaba cimentada la joven Revolución.
Antes de este hecho no existe en la historia latinoamericana otro presidente que se haya atrevido a hacer algo semejante: defender la soberanía y autodeterminación de su país en el propio territorio del amo de América Latina. Lo que Fidel le estaba diciendo es que a partir de ahora la relación entre ambos países sería diferente, que se acabó el servilismo, el sometimiento y la cobardía, y proponía un entendimiento entre iguales.
Los Estados Unidos habían seguido de cerca el derrocamiento de su apadrinada dictadura batistiana a manos de los barbudos dirigidos por Fidel, pero en su condición de imperio, no esperaba que ese mocetón les “irrespetara” así. La naturaleza del imperialismo siempre ha sido dominación, saqueo y expoliación de los pueblos, y ahora se encontraba ante un joven que los descolocaba, y que encabezaba una revolución antiimperialista, que buscaba la justicia social.
Como es sabido, en América Latina “estamos entrenados para desquerernos e ignorarnos” y “uno de los problemas básicos de la cultura latinoamericana es una suerte de complejo de inferioridad” (Kovacic, 2015), así es como nos ha querido siempre los Estados Unidos, por eso todavía hoy podemos ver a muchos gobiernos prosternados desfilar por el Norte mendigando los residuos de lo que le han robado por mucho tiempo.
Hace cuatro años, el 25 de noviembre de 2016, Fidel decidió descansar físicamente, y la noticia produjo una conmoción mundial; tal vez, esa fue la fecha cuando el pueblo cubano entendió mejor lo que Fidel representaba para los pueblos del Tercer Mundo; ya en 1999, Beatriz Allende, política chilena, les había dicho a los cubanos: “es difícil que ustedes se imaginen lo que representa Fidel para un latinoamericano”, y ella llevaba razón porque el mismo bloqueo impedía que el pueblo cubano dimensionara el significado de ese patriarca revolucionario para Nuestra América. En la década de los noventa, cuando los políticos neoliberales se pavoneaban en el circo latinoamericano, Eduardo Galeano dijo: “Fidel Castro es un símbolo de dignidad nacional. Para los latinoamericanos, que ya estamos cumpliendo cinco siglos de humillación, un símbolo entrañable.” (Galeano, 1992).
El imperio y sus representantes se equivocaron creyendo que todo eso era asunto de un solo hombre; se trataba de una nación, que primero fue comandada por Fidel, luego por Raúl, y ahora por Miguel Díaz-Canel. La impronta de Fidel está en la historia de la Revolución Cubana, y el imperio sigue descolado porque tiene enfrente a un pueblo digno y rebelde.
En Cien horas con Fidel, Ignacio Ramonet, en el último capítulo, “Después de Fidel, ¿qué?”, le pregunta: “¿Usted cree que el relevo se puede pasar sin problemas ya?”, Fidel le dice: “De inmediato no habría ningún tipo de problemas; y después tampoco. Porque la Revolución no se basa e ideas caudillistas, ni en culto a la personalidad. No se concibe en el socialismo un caudillo, no se concibe tampoco un caudillo en una sociedad moderna, donde la gente haga las cosas únicamente porque tiene confianza ciega en el jefe o porque el jefe se lo pide. La Revolución se basa en principios. Y las ideas que nosotros defendemos son hace ya tiempo, las ideas de todo el pueblo.” (Ramonet, 2006)
Luego de la I Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno en Guadalajara en 1992, en años aciagos para el pensamiento revolucionario, y cuando arreciaba el bloqueo contra Cuba, Epigmenio Ibarra, periodista mexicano entrevistó a Fidel. Ibarra le preguntó: “¿En este esquema de dominación qué puede hacer Cuba, tan pequeña, tan sola?”. Sin vacilar, sonriente y con esperanza, Fidel respondió: “Lo que importa no es el tamaño del país que defiende una idea, lo que importa es el tamaño de la idea.”
Eso solo lo entienden los revolucionarios, jamás el imperialismo.
Entre las razones por las cuales el imperialismo yanqui lleva más de seis décadas agrediendo por todos los medios a la Revolución Cubana, está el hecho que en Cuba se creó un gobierno soberano e independiente que buscó desde un inicio que las relaciones entre las naciones fueran en igualdad de condiciones, dando fin a esa larga historia de sometimiento, en el que un país pequeño del Tercer Mundo se arrodillaba al servicio del más fuerte. Creían los Estados Unidos que después de haber sostenido a la sanguinaria dictadura de Fulgencio Batista (1952-1959), y que ésta fuera derrotada por el pueblo revolucionario, ellos quedaban con las manos limpias, esperando que el nuevo gobierno que se iniciaba en la Isla continuara con la tradición de los gobiernos de América Latina de acudir donde el amo, otra vez con la cerviz encorvada para recibir migajas y azotes.
Después del triunfo revolucionario, Fidel Castro visitó los Estados Unidos, fue su segundo viaje al exterior, el primero había sido a Venezuela el 23 de enero de 1959. Llegó a Washington el 15 de abril invitado por la American Society of Newspaper Editors; al día siguiente ofreció una breve entrevista a una radio local, ahí le preguntaron por el objetivo de su visita; Fidel con solo 32 años, sin titubear, respondió: “Ustedes están acostumbrados a ver a representantes de otros gobiernos venir aquí a pedir. Yo no vine a eso. Vine únicamente a tratar de lograr un mejor entendimiento con el pueblo norteamericano. Necesitamos mejores relaciones entre Cuba y los Estados Unidos.” (Báez, 2011:27)
Así, desde un inicio, Fidel le anunciaba al mundo en general y al imperialismo en particular, cuáles eran los principios sobre los que estaba cimentada la joven Revolución.
Antes de este hecho no existe en la historia latinoamericana otro presidente que se haya atrevido a hacer algo semejante: defender la soberanía y autodeterminación de su país en el propio territorio del amo de América Latina. Lo que Fidel le estaba diciendo es que a partir de ahora la relación entre ambos países sería diferente, que se acabó el servilismo, el sometimiento y la cobardía, y proponía un entendimiento entre iguales.
Los Estados Unidos habían seguido de cerca el derrocamiento de su apadrinada dictadura batistiana a manos de los barbudos dirigidos por Fidel, pero en su condición de imperio, no esperaba que ese mocetón les “irrespetara” así. La naturaleza del imperialismo siempre ha sido dominación, saqueo y expoliación de los pueblos, y ahora se encontraba ante un joven que los descolocaba, y que encabezaba una revolución antiimperialista, que buscaba la justicia social.
Como es sabido, en América Latina “estamos entrenados para desquerernos e ignorarnos” y “uno de los problemas básicos de la cultura latinoamericana es una suerte de complejo de inferioridad” (Kovacic, 2015), así es como nos ha querido siempre los Estados Unidos, por eso todavía hoy podemos ver a muchos gobiernos prosternados desfilar por el Norte mendigando los residuos de lo que le han robado por mucho tiempo.
Hace cuatro años, el 25 de noviembre de 2016, Fidel decidió descansar físicamente, y la noticia produjo una conmoción mundial; tal vez, esa fue la fecha cuando el pueblo cubano entendió mejor lo que Fidel representaba para los pueblos del Tercer Mundo; ya en 1999, Beatriz Allende, política chilena, les había dicho a los cubanos: “es difícil que ustedes se imaginen lo que representa Fidel para un latinoamericano”, y ella llevaba razón porque el mismo bloqueo impedía que el pueblo cubano dimensionara el significado de ese patriarca revolucionario para Nuestra América. En la década de los noventa, cuando los políticos neoliberales se pavoneaban en el circo latinoamericano, Eduardo Galeano dijo: “Fidel Castro es un símbolo de dignidad nacional. Para los latinoamericanos, que ya estamos cumpliendo cinco siglos de humillación, un símbolo entrañable.” (Galeano, 1992).
El imperio y sus representantes se equivocaron creyendo que todo eso era asunto de un solo hombre; se trataba de una nación, que primero fue comandada por Fidel, luego por Raúl, y ahora por Miguel Díaz-Canel. La impronta de Fidel está en la historia de la Revolución Cubana, y el imperio sigue descolado porque tiene enfrente a un pueblo digno y rebelde.
En Cien horas con Fidel, Ignacio Ramonet, en el último capítulo, “Después de Fidel, ¿qué?”, le pregunta: “¿Usted cree que el relevo se puede pasar sin problemas ya?”, Fidel le dice: “De inmediato no habría ningún tipo de problemas; y después tampoco. Porque la Revolución no se basa e ideas caudillistas, ni en culto a la personalidad. No se concibe en el socialismo un caudillo, no se concibe tampoco un caudillo en una sociedad moderna, donde la gente haga las cosas únicamente porque tiene confianza ciega en el jefe o porque el jefe se lo pide. La Revolución se basa en principios. Y las ideas que nosotros defendemos son hace ya tiempo, las ideas de todo el pueblo.” (Ramonet, 2006)
Luego de la I Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno en Guadalajara en 1992, en años aciagos para el pensamiento revolucionario, y cuando arreciaba el bloqueo contra Cuba, Epigmenio Ibarra, periodista mexicano entrevistó a Fidel. Ibarra le preguntó: “¿En este esquema de dominación qué puede hacer Cuba, tan pequeña, tan sola?”. Sin vacilar, sonriente y con esperanza, Fidel respondió: “Lo que importa no es el tamaño del país que defiende una idea, lo que importa es el tamaño de la idea.”
Eso solo lo entienden los revolucionarios, jamás el imperialismo.
*Abner Barrera Rivera es Profesor Universitario. Costa Rica
Fuente: La Pupila Insomne