VATICANO: El más siniestro puntal imperialista

VATICANO: El más siniestro puntal imperialista

Nicaragua: LA SUBASTA (Cuento)


A pesar de los bajos precios de arranque, la calidad, cantidad de los bienes a subastar por el Estado, los postores resultaban sospechosamente pocos. 

Un gringo, otro señor que por su hablado parecía mexicano y tres nicaragüenses (entre ellos mi persona) nos habíamos convocado en una poca iluminada oficina del Registro Público de la Propiedad en Managua, atendiendo la invitación, que mediante telegramas o un casi desapercibido cartel clavado en las pizarras de los juzgados públicos de Managua, Matagalpa y Jinotega, había publicado una dependencia del Poder Judicial de Nicaragua.

La subasta “tipo inglesa” donde se rematarían las propiedades urbanas y rurales confiscadas a los reos de origen alemán, declarados “enemigos de la patria”, comenzó sin ningún preámbulo ni formalismo. 

Un hombre que dijo ser funcionario público, encargado del remate, dio tres golpes con un mallete de guayacán sobre el escritorio (donde yacía una gruesa pila de carpetas con documentos y escrituras públicas), dando así inicio al trámite legal. 

“No hay tiempo para dar detalles de las propiedades a subastar y en el entendido que Ustedes ya saben a qué terreno, casa, edificio o finca pertenece cada número, iré dando los mismos agrupados para abreviar y Ustedes irán pujando por cada lote”, matizó con voz aburrida el funcionario encargado. Una mujer, que ejercía de secretaria, corrió atenta el carro de su máquina de escribir, esperando oficializar en el papel sellado el cambio de dueños de aquellos bienes. 

“Se abre la subasta pública de fincas y otras propiedades, lotes 1, 2,3.4 y 5. Con valor total de cuarenta mil pesos. ¿Quién da más?”, preguntó a media voz el subastador algo apurado.

Mirko, mi abuelo, nació en un pueblito bávaro. Su padre descendiente de judíos eslavos que a su vez huyeron de los pogromos y el odio racial en la Polonia feudal, y que para salvar a sus hijos y bienes de la ira antisemita, emigraron hacia el centro de la vieja Europa, no sin antes dejar de hablar lengua yiddish por los dialectos bávaros y de cambiar su apellido askenazi original por uno teutón, que patentizara que eran gente de trabajo y atentos a la obediencia.

 Y así, “se bautizaron” con el apellido germánico de “Scheck”, que significa “armero”, oficio tan apreciado en aquellos tiempos violentos del moribundo Sacro Imperio Romano Germánico. Al final se asentaron en un bello pueblito a los pies de los Alpes, cerca de la metrópoli pre-industrial que por ese tiempo era ya la ciudad de Múnich. Su familia -durante generaciones- fue además de armeros, herreros, especialistas en herrajes para carretas y pequeñas embarcaciones. 

Al abuelo desde niño le hacía daño el calor de la forja y por eso se vio obligado a aprender en el taller de su tío Nathaniel el arte de la tonelería, una rama de la carpintería por entonces con mucha demanda en un país famoso por la fabricación de cerveza y todo tipo de vinos y guaro.

Llegó muy joven al puerto de Greytown como carpintero del barco en que el príncipe de Prusia había enviado a los primeros misioneros moravos alemanes (al fracasar los misioneros ingleses) a evangelizar en el reino de la Mosquitia, “para obra y gracia del Señor” y tal vez de la misma Prusia.

Greytown era una pequeña ciudad donde se mezclaban todo tipo de gentes y cataduras, desde aventureros y gambusinos gringos en penoso tránsito hacia el sueño “del oro fácil californiano”, una tropa de hombres sucios o elegantes que representaban un caleidoscopio étnico y social de súbditos de imperios y reinos europeos empeñados en crear una cabeza de playa demográfica propia, para luego reclamar tierras y control político sobre las nuevas republicas centroamericanas donde aún los gringos no habían plantado su fatal hegemonía. Ingleses, escoceses, irlandeses, eslavos y teutones provenientes de la fenecida liga hanseática, alemanes en fuga de un imperio destruido por el naciente poder de los cañones de Napoleón Bonaparte, franceses ansiosos de tomar parte en la repartición de los despojos del Imperio colonial español.

 Pero también revueltos en esa madeja humana que arribaban al delta del San Juan, también llegaban (al igual que a al puerto del Realejo, al otro lado, en el Pacífico) hombres honrados y laboriosos con objetivos menos torvos, más constructivos y vitales.

El abuelo, se quedó a vivir en Greytown por un par de años, construyendo casas e iglesias de madera, carretas y uno que otro cabriolé para las paliduchas esposas de los estirados ingleses que llegaban con la misión de consolidar el poder de Su Majestad en las tierras del rey de la Mosquitia, pero el miasma del puerto no era bueno para sus pulmones de fumador, así que enrumbó a Granada, por entonces la gran urbe de la recién inaugurada republica de Nicaragua.

 La “gran sultana” como apodaban los criollos a esta ciudad-puerto era un mar de oportunidades para el emprendedor, así que el abuelo montó su taller de carpintería sobre la calle llamada “del caimito” con gran suceso.

 Al principio hizo toneles de duelas de hierro, pipas para jalar agua potable sobre carretas de bueyes, muebles para las casonas de los potentados, inclusive llegó a construir cuadernas y arboladuras para los bergantines dañados por el tiempo, tormentas marinas o los cañonazos piratas. 

Sin embargo, logró notoriedad y algo de fortuna reparando las viejas armas de los hacendados o los modernos revólveres y rifles de fulminantes que empezaban a llegar de Francia y Estados Unidos, traídos por militares de esos países que transitaban la ruta del San Juan o comprados de contrabando por los caudillos locales que se preparaban para la próxima guerra.

Si del abuelo habría dependido se habría quedado a morir de viejo en aquella ciudad tan hermosa de calles empedradas, clima tropical y agradable brisa de verano que bajaba de la impenetrable nubliselva del volcán Mombacho y que refrescaba el bochorno estival propio de una población costera.

 La ciudad más antigua fundada por los conquistadores españoles en tierras continentales, con reminiscencias andaluzas (que como es sabido combina arquitectura y costumbres de muchas grandes culturas y pueblos) y que remarcaba el dominio político e ideológico de la antigua metrópoli a través de sus muchísimos edificios gubernamentales, militares y sobre todo…Iglesias. 

Pero lo que más le sorprendía y agradaba era la gente de Granada. Una abigarrada pirámide social fundamentada en los indios, zambos, negros, mestizos pobres que hacían de todo en la ciudad, el puerto y las haciendas añileras, cañaverales y tendales vecinos para luego marchar silenciosos –cada día- a sus aldeas, barriadas y pueblos. Muchos vivian permanentemente como criados en las enormes casas de las exclusivas calles del centro, atendiendo las necesidades y caprichos de una élite (vértice la pirámide social provinciana) que se creía europea. 

Las mujeres eran hermosas, hijas de la mezcla racial y socioeconómica que se mostraban sin pudor en los balcones o en las mecedoras de las aceras frente a sus casas, en los mercados y tiangues, en el puerto o desde los carruajes públicos y privados de la gran ciudad. 

Y entonces el abuelo, después de dar rienda suelta a su libido de macho cabrío alpino en las hebras complacientes, encontró un día el amor en los ojos y anchos muslos de una mestiza llegada muy niña a Granada desde la finca de su padre, en los antiguos dominios del cacique Ochomogo. Bella y hacendosa, acompañó como su esposa a mi abuelo Mirko en las dos décadas que este vivió en la ciudad, hasta que llegó la más grande de las guerras. Una guerra no como las anteriores, donde el abuelo había sobrevivido simplemente cerrando las puertas de su taller y refugiándose con su mujer en el último patio de su gran casa colonial. 

La “guerra nacional”, como le empezaban a llamar los granadinos a este nuevo conflicto, estaba incendiando el país, tanto que para enfrentar a un yanqui -contratado por los conservadores para lucha contra los liberales- los ejércitos de los dos partidos tuvieron que unirse para tratar de echar del país al contratado, que ya se había hecho “presidente” de Nicaragua. Pero el yanqui era duro y estaba bien armado, así que los de aquí tuvieron que auxiliarse de todos los gobiernos del área que vinieron con sus ejércitos y su gran ambición. Fue un desmadre.

 Al final los aventureros convertidos en ejército (reclutados por paga como filibusteros en las letrinas y basureros de todos los Estados Unidos y Europa y entre los cientos de malvivientes y perdedores que llegaban a Greytown, Granada y a San Juan del Sur interrumpiendo su travesía hacia California, trabajando en cualquier cosa para continuar su viaje) quemaron Granada y de paso, dejando sin nada al abuelo Mirko que para salvar sus vidas, de noche y por veredas llegó con pocos bártulos y su mujer, María de los Ángeles de Scheck, hasta un pueblo llamado Jinotepe. 

En este naciente pueblo de la Meseta del Pacifico, tierra de antiguas Encomiendas de los colonos y criollos, el abuelo empezó a prestar y “darle vueltas” al poco dinero salvado de su antigua vida de artesano acomodado. La usura rindió sus frutos y cuatro años después ya era dueño de la primera tienda de abarrotes del pueblo. 

La guerra había terminado y según la propaganda oficial, “se inauguraba una época de paz y prosperidad”, tanto que se dictaron leyes para favorecer la siembra de un nuevo cultivo “que traería riqueza a la nación”, entre ellas una que invitaba a ciudadanos extranjeros (con grandes prerrogativas fiscales, apoyo financiero y repartición de tierras) a colonizar las montañas de las Segovias “con el talento e industriocidad propios de los ciudadanos europeos y norteamericanos”, como decía un cartel oficial, sin renunciar a su nacionalidad de origen y con sólo presentar un mil quinientos dólares como capital inicial. Y así, el abuelo se decidió a partir a esta nueva aventura, acicateado tanto por la repentina muerte de su amada María de los Ángeles, como por la soledad de un hogar sin hijos.

Cabalgó por el escabroso camino de las cuchillas a Managua la cual era ya la Capital de toda Nicaragua. Presentó su cara de extranjero blanco y rubio, su castellano “machacado” y su fianza en una sucia oficina del gobierno, donde recibió un permiso que lo hacía arrendatario ad perpetuum (es decir de choña y para siempre) de 200 manzanas de tierras en las montañas del Norte de Nicaragua. 

Compró cinco mulas en el poblado de Tipitapa y cogió rumbo norte, sobre un camino de carretas hacia las Segovias “a empezar una nueva vida”.

El abuelo, siempre chambeador e industriosos, arrasó la montaña de maderas preciosas, vendió una parte de las tucas y con la otra hizo la casa-hacienda, carretas, un pequeño beneficio, muebles para su uso y para la venta a otros colonos vecinos, con lo que financió la siembra de sus primeras cinco mil matas de café. Muy pronto se hizo amigo del círculo de alemanes que celebraban con mucha cerveza y salchichas las efemérides de su tierra origina. Se casó con la hija de uno de sus coterráneos que para entonces era el dueño de importantes negocios en Matagalpa y Jinotega. 

Treinta años menor que el abuelo, judía conversa, educada en Múnich, la muchacha ya para entonces era viuda de un minero inglés que buscando la vida encontró la muerte, ahogado junto a su mula en una crecida del Río Waspuk. Ella vendió las minas de su marido en el Pis-Pis y el Wanki y con la plata, abrió una gran tienda de abarrotes y géneros en Jinotega y una fábrica de sacos de yute en Matagalpa.

Ya casado, el abuelo tuvo otros hijos, como se decía antes, “por fuera” con algunas damas muy recatadas, con otras menos recatadas de los barrios de la ciudad y también con algunas humildes criadas y cocineras a las que sorprendía en los cafetales o en la cocina de la hacienda y sus fincas, mientras mi abuela rezaba el ángelus de la mañana o el rosario de la noche. Fuera de su matrimonio, mi abuelo que era un caballero y hombre de Dios, no reconoció con su apellido ni mantuvo a ninguno de ellos.

Los abuelos procrearon una pareja de niños chelitos y de rozados cachetes. A mi tío Joseph lo embarcaron a Múnich a la temprana edad de cinco años para que unos parientes del abuelo lo educaran convenientemente. Sin embargo, parece que cuando llegaron los nazis al poder apresaron a toda la familia, les cosieron-inclusive al pequeño tío Joseph- una enorme estrella de David en la manga de sus abrigos y los mandaron en un tren de carga a un campo de concentración en Polonia donde desaparecieron sin dejar rastro alguno. 

 El otro niño era mi tata Johan Scheck (que en las Segovias fue conocido como “el chele Juan”) que se hizo un hombrón antes de ser enviado a estudiar ingeniería mecánica a los Estados Unidos. Chavalo montaba tanto potros chúcaros de las fincas de los abuelos como a toda chavala campesina bonita de los alrededores. Era una belleza mi tata.

Mi abuelo murió muy viejito de una arrechura a finales de 1918, mientras remojaba panecillos bávaros en su chocolate caliente, después de escuchar a mi abuela leerle la nota telegráfica del consulado prusiano en Managua, enviado a los súbditos del Káiser Guillermo en las Segovias, donde se informaba que el Imperio alemán había sido derrotado por la Entente, su territorio desmembrado y el Káiser se había convertido en simple ciudadano de una República de segunda categoría.

Cuando mi tata regresó a finales de 1920 con su diploma bajo el brazo a hacerse cargo de la hacienda, las fincas y los otros negocios de la familia, en todo el país había unos 310 alemanes, principalmente en los Departamentos del Norte, Chinandega, León y en Managua. 

Y acá viene el misterio: A pesar de ser tan minúscula esa cifra, la inmigración alemana, producto de varias “arribadas”, dominaban en algunas ciudades el comercio, la producción industrial (cervezas, refrescos, carnes, hielo, tejidos, ropa y calzado, tenerías, etc.), servicios, como empresas de generación eléctrica, agua potable, restaurantes, talleres, carnicerías, panaderías, bares, escuelas privadas, importación de agroquímicos, autos y maquinaria y un cachipil de cosas más. 

En la agricultura, principalmente en la siembra, acopio y exportación del café nosotros los teutones dominábamos el rubro. ¿Cómo hacían esos cheles judíos? Se preguntaban todos. “¿Será que hicieron (como su coterráneo, el “Fausto” de Goethe), algún pacto con el diablo?” ¡Nooo! Todo fue puro trabajo, se los digo yo que crecí en ese medio. 

Mi padre, fue un hombre más campechano y popular que mi abuelo Mirko. No descargaba la tajona en el lomo de los jornaleros haraganes como mi abuelo, solamente le mentaba a su madre en su alemán mezclado con inglés y los corría sin miramientos. Hijos “por fuera” no tuvo.

Agrandó la hacienda principal, construyó un nuevo beneficio húmedo y una gran bodega de acopio en Matagalpa, desde donde incursionó en el negocio de la exportación del grano en oro. Se casó con mi madre, una joven matagalpina, educada, linda, de ojos verdes, hija también de inmigrantes alemanes, que le ayudaba con los números del negocio. 

Hacia mediados de la década del treinta del siglo pasado la cosa se puso fea en Europa, los nazis estaban firmemente asentados en el poder en Alemania con la complacencia de todo el mundo y su Canciller, Adolfo Hitler, empezaba a hacer realidad sus planes de conquista dándole su “medio vuelto” a los babosos que lo apoyaron con acciones o silencio. 

La guerra empezó “al suave”, pero para el treinta y nueve el conflicto se hizo mundial. En Nicaragua no estaba mejor el asunto: Anastasio Somoza García (un personaje tan oscuro y torvo como Hitler) había asaltado todo el poder político y militar apadrinado por los yanquis, luego de asesinar al General Sandino y darle un golpe militar a su propio tío. 

Entonces llegó la catástrofe: El general nicaragüense sin ninguna batalla peleada, siguiendo al gobierno yanqui, declaró el nueve de aquel frio diciembre la guerra a Japón y tres días después a las Potencias del Eje, concretamente a Italia y Alemania. El dictador arguyó “solidaridad panamericana” contra la amenaza militarista y fascista…Pero en realidad su razones eran otras. 

Era diciembre a las Segovias, el frio calaba los huesos en aquellas montañas, pinares y cafetales. Mi anciana abuela adoraban este mes pues les recordaba a su tierra umbilical, engalanaba la hacienda con los adornos propios del sincretismo obligado de la Janucá o “fiesta de las luces” judía con las tradiciones católicas de la Navidad. 

Candelabros de siete brazos, eran colocados a la par de arbolitos iluminados y rodeados de chocolates y regalos para toda la familia. Para esa época del año el generador de energía eléctrica accionado por la fuerza hidráulica del pequeño embalse de la hacienda trabajaba sin pausa. En el corredor, abrigado con su pelliza de ovejas y tomando su espeso y amargo pocillo de café, mi papa escuchaba en su potente radio alemán de bulbos marca Telefunken modelo 1932, las noticias de aquella guerra lejana y ajena. 

Escuchaba al locutor de la BBC de Londres que en inglés informaba con mucha teatralidad que:” Los rojos soviéticos combaten con fiereza contra los nazis en las propios suburbios de Moscú, su asediada capital y en el Pacifico, los americanos aún sufren por la destrucción - por parte de la aviación nipona- de sus buques y aviones en la base militar ultramarina de Pearl Harbour. La sangre corre por todos lados, pues en el Norte de África el imbatible general británico Montgomery se enfrentaba al África Korp y su comandante, mariscal, Erwin Rommel…”. 

Sin embargo, aunque mi padre era decididamente pro-yanqui, no ocultaba cierta alegría chauvinista por los éxitos de Alemania, tierra umbilical de sus padres. Al parecer aún no sabía de la tragedia de su hermano Joseph. 

Un mozo interrumpió su descanso, avisándole que unos soldados a caballo lo buscaban en la entrada de la hacienda.

Era la guardia nacional de Somoza, que venía a arrestarlos a él, a mi mama y a la abuela por ser “declarados enemigos de la Republica de Nicaragua”, como decía el papel que el sargento a cargo de la patrulla mostró a medias. A mi abuelita por su senectud ya mi por ser “nicaragüense nacido en el país” (también lo decía el papel) nos dieron casa por cárcel. 

La guardia se llevó a mis viejos a Managua, donde encerraron a mi madre en una quinta confiscada a otra familia alemana convertida en prisión de guerra y a mi padre lo recluyeron en la asquerosa cárcel del “hormiguero”, donde falleció unos días después a causa de la golpiza propinada por otros reos comunes. Dicen que el castigo fue ordenado por la misma guardia a causa de que mi padre se negó a diseñar y construir-siempre en calidad de preso y sin ninguna remuneración-un ingenio azucarero para el dictador Tacho Somoza García. Mi madre fue enviada a un campo de concentración en Texas, donde también falleció no se sabe a causa de qué.

Todas sus bienes, incluyendo dinero, propiedades y empresas fueron confiscadas por el Estado.

La subasta de las propiedades fue ayer en Managua. Me “invitaron” mediante telegrama por puro trámite, pues no tengo ni un solo peso para recomprarlas y además, sigo estando preso con casa por cárcel, esta vez en un cuido lejano de la hacienda que la guardia me ha designado como reclusorio.

Ya de regreso, subiendo hasta el rancho acompañado de mí custodio -siempre apuntándome con su rifle- no dejo de pensar en la escena de ayer en la oficina del Registro Público de la Propiedad, donde tres martillazos sobre una tabla privaron a mi familia de una hacienda, cinco fincas, cuatro casas, dos beneficios de café, cuatro bodegas y tres empresas establecidas.

El hombrecillo gris volvió a dar otro malletazo a la mesa y repitió la oferta:

“Por última vez: Fincas y otras propiedades, lotes 1, 2,3.4 y 5. Con valor total de cuarenta mil pesos. ¿Quién da más?” Nadie de los presentes habló ni levantó las manos.

Entretanto, un hombre de mediana estatura, muy serio, de saco y corbata llegó sin mucho aspaviento. Se quitó el sombrero Stetson de fieltro y sacó de su maletín de cuero unos líos de billetes de alta denominación y una subametralladora Thompson calibre 45. Con mucho ruido ensambló el tabor de cien rondas al arma, la puso ostensiblemente sobre la mesa al lado del dinero y dijo con parsimonia pero con firmeza, tal vez imitando el tono de un gánster de película: “Aquí están los cuarenta mil pesos”. 

El tipo del sombrero Stetson era nada más y nada menos que el coronel Camilo González Cervantes, jefe de la Oficina de Seguridad de la GN y jefe del Estado Mayor Presidencial del propio general Somoza y aquí en la “subasta”, según el propio coronel, su representante personal.

Al reconocer al recién llegado, el encargado de la subasta perdió un poco su aplomo y compostura y con vos nerviosa gritó mientras daba tres fuertes golpes con el mallete: 

“Los lotes 1, 2, 3, 4 y cinco de la subasta pública… ¡Vendidos al señor de la metralleta!”

Edelberto Matus

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