El coronavirus mostró con claridad hasta dónde ha llegado en algunos casos el divorcio entre la teoría y la práctica de la democracia. Además, expresó dos tendencias problemáticas: la de los fanáticos del Estado que terminan defendiendo cualquier forma de control y la de los detractores del Estado que desprecian cualquier política.
El autoritarismo es peligroso. Ser libertario en una pandemia es ridículo.
Un viejo adagio dice que las crisis no hacen a una persona, pero revelan de qué está hecha. Lo mismo se aplica a los sistemas políticos: durante los tiempos de crisis, sus fortalezas y debilidades básicas quedan al desnudo.
Cuando comenzó la crisis del coronavirus, hubo mucha discusión sobre si sacaba a la luz debilidades subyacentes del autoritarismo chino.
Fallas en los flujos ascendentes y descendentes de información obstaculizaron en China una comprensión temprana de la naturaleza y la profundidad de la crisis.
Los funcionarios locales de Wuhan priorizaron mantener el favor de las elites del Partido antes que proteger la salud y el bienestar de sus ciudadanos, lo que contribuyó a encubrimientos que condujeron a que la catástrofe «se precipitase hacia el exterior».
La naturaleza burocrática del régimen de Beijing y su dependencia de la «legitimidad por el desempeño» –a cambio de la cesión de su libertad, se le promete a la ciudadanía un gobierno eficaz– crearon incentivos para que aquel suprimiera, en lugar de discutir abiertamente, las malas noticias y los arduos desafíos.
El hecho de que una toma de decisiones fallida y peleas intraelite similares convirtieran a Irán en el siguiente epicentro de la pandemia reforzó el argumento de la debilidad del autoritarismo de cara a la crisis. Pero mientras se extendía la pandemia, se develaba mucho más que las flaquezas de los regímenes autoritarios.
En teoría, las características inherentes a la democracia –libertad de prensa y de flujos de información, políticos, partidos y gobiernos que deben dar respuesta a la ciudadanía y en los que esta confía, funcionarios y burócratas designados sobre la base del mérito antes que por conexiones– deberían resultar ventajas a la hora de lidiar con las crisis. Pero el coronavirus mostró con claridad hasta dónde ha llegado en algunos casos el divorcio entre la teoría y la práctica de la democracia.
Caminos divergentes
A lo largo de los últimos años, los países democráticos siguieron caminos ampliamente divergentes. En algunos de ellos, la democracia se mantuvo resiliente.
Esos países han sido capaces de explotar las fortalezas inherentes a la democracia al momento de responder a las crisis. En otros, las normas e instituciones democráticas se han degradado a punto tal que no queda evidencia alguna de esas fortalezas que tiene, en teoría, la democracia.
Por ejemplo, en la primera categoría se encuentran los países nórdicos. Los expecialistas califican en forma sistemática sus democracias como fuertes, mientras que los niveles de satisfacción con la democracia y confianza social de los ciudadanos permanecen muy altos. Estas características se reflejan con claridad en las respuestas a la crisis de los gobiernos y las sociedades de la región.
En Dinamarca, el gobierno socialdemócrata de minoría negoció rápidamente un paquete de medidas para paliar la crisis con los sindicatos, las organizaciones de empleadores y los demás partidos políticos, que combinó un «cierre nacional» para limitar la expansión del virus con medidas radicales para proteger a la ciudadanía y las empresas de los peores efectos de la caída económica que inevitablemente lo acompaña.
Entre las medidas se encuentran la promesa de cubrir al menos 75% de los salarios de los empleados en aquellas empresas que de otro modo los despedirían, además de préstamos, postergación de impuestos y otros tipos de asistencia para las firmas que mantengan su nómina de empleados.
El objetivo de esas políticas es facilitar el impulso a la economía cuando en algunos meses, con suerte, la crisis haya sido superada, evitando quiebras y haciendo más viable que los negocios reinicien sus actividades, ya que no deberían invertir esfuerzos en volver a contratar personal.
Cuando se anunció el alcance y el costo sin precedentes del paquete de crisis danés, el ministro de Finanzas afirmó «que no había techo» en lo que el Estado haría para proteger el país. No se cuestionó que fuera la tarea del Estado proteger a la sociedad y la economía danesas.
Responsabilidad social
Suecia, entretanto, respondió inicialmente a la crisis con un cierre menos severo, confiando más bien en el sentido de solidaridad y responsabilidad social de la ciudadanía para cumplir con la restricciones al comportamiento.
El primer ministro, Stefan Löfven, ofreció un discurso a la nación sin precedentes, en el que convocó a los suecos a «asumir la responsabilidad de sí mismos, de sus conciudadanos y de su país», a confiar en que las autoridades tomarían las medidas que fueran necesarias para protegerlos y a tener fe en la capacidad de su «vigorosa sociedad» para capear la crisis.
Llamamientos tales solo tienen sentido en un país donde los ciudadanos tienen un alto grado de confianza entre sí y en sus instituciones políticas.
Para bien o para mal, los observadores han comentado sobre la relativa calma con que la ciudadanía y los políticos suecos han manejado la crisis hasta ahora.
En cuanto a las políticas, el gobierno sueco también fue rápido en anunciar medidas para ayudar a los ciudadanos y a las empresas durante la crisis, incluyendo cubrir los salarios de los trabajadores para evitar despidos, ofrecer préstamos y exenciones fiscales, entre otras.
Como en Dinamarca, la capacidad del gobierno de minoría socialdemócrata para lograr la aprobación de esas políticas y en general su respuesta al desarrollo de la crisis se vieron facilitadas por la predisposición de los partidos de la oposición a cooperar en el Parlamento. En Suecia, al igual que en Dinamarca, la idea de que la tarea del Estado es proteger a la sociedad y la economía no genera controversias.
Decadencia significativa
En el extremo opuesto del espectro político en relación con los países nórdicos está Estados Unidos. Los especialistas concuerdan en que en los últimos años la democracia estadounidense ha experimentado una significativa decadencia, mientras que el nivel de satisfacción ciudadana con la democracia, así como la confianza mutua entre los ciudadanos y hacia las instituciones políticas han declinado enormemente. Las respuestas del gobierno de Estados Unidos a la crisis reflejan con claridad estas características.
Uno de los aspectos más llamativos de la respuesta inicial estadounidense fue la profunda divergencia entre las elites y la ciudadanía sobre ciertos hechos básicos.
Al comienzo, muchos políticos republicanos y buena parte de los medios de derecha retrataban la crisis como un «engaño», y la «histeria» que generaba, como una conspiración de la izquierda para «desestabilizar el país y destruir» a Donald Trump.
El presentador de un programa de horario central de la cadena Fox dijo a los televidentes que la inquietud por el coronavirus era «un intento más de iniciar juicio político al presidente».
Del mismo modo, los republicanos y otras elites de derecha desestimaron las advertencias de los expertos científicos acerca de la crisis, tildándolas de poco confiables e incluso considerándolas parte de un «complot del Estado profundo» para dañar al presidente.
Al principio, Trump apoyó esencialmente estas opiniones al referirse a las advertencias de los expertos como un «engaño» pergeñado para debilitarlo.
Estas afirmaciones se filtraron hacia los ciudadanos y se reflejaron entre ellos. Los participantes en las encuestas que eran republicanos adoptaban una posición muy diferente de la de los simpatizantes demócratas y se mostraban significativamente menos inclinados a considerar el coronavirus una amenaza seria.
Esta divergencia inicial en las opiniones significó que el gobierno de Trump, así también como los demás políticos republicanos, enfrentaran menor presión para actuar con rapidez o firmeza. Aunque con el paso del tiempo los republicanos llegaron a tomar la situación con más seriedad, como sucedió en China y en otros lugares, la incapacidad del gobierno para responder con rapidez ha tenido consecuencias graves.
Desconfianza generalizada
Lo que también obstaculizó una respuesta rápida fue la desconfianza generalizada en el gobierno y, más ampliamente, en las instituciones políticas, en particular entre los republicanos. Es (tristemente) conocida la frase del ex-presidente Ronald Reagan según la cual las palabras más aterradoras del idioma inglés eran «soy parte del Estado y estoy aquí para ayudar».
Como destacó un analista, «esta frase nunca falla a la hora de generar risa entre los republicanos. Si el Estado se quitase del medio, todos seríamos más libres y todo funcionaría mejor».
La desconfianza frente al Estado planteada por Reagan ha sido asumida con creciente entusiasmo por sus sucesores. Pero en particular en medio de una crisis, ese punto de vista parece patentemente ridículo. Como muchos han notado, es difícil ser libertario durante una pandemia.
Aun antes de que se iniciara la crisis, la desconfianza frente al «Estado grande» (big government) condujo al gobierno de Trump a debilitar la burocracia federal.
Desde su elección en 2016, los presupuestos de muchas agencias gubernamentales se vieron reducidos y muchos puestos quedaron vacantes. En los casos en que se ocuparon, un test de lealtad reemplazó a la experiencia como criterio fundamental para la designación.
Pero no es solo la capacidad del Estado para responder a los desafíos lo que ha decaído. También es insuficiente la disposición de Trump y los republicanos a siquiera reconocer la necesidad de una acción gubernamental.
Han utilizado la desconfianza frente al «Estado grande» –y más en general, el rechazo a la idea de que la principal tarea del Estado es proteger a la sociedad y la economía– como una excusa para rechazar las políticas que en otros países incluso los conservadores aceptan como necesarias.
Evitar la intervención
Apenas el viernes 28 de marzo, Trump decidió invocar su autoridad presidencial, de acuerdo con la Ley de Producción de Defensa, para obligar a las empresas privadas a fabricar productos necesarios para salvar vidas.
Las empresas y los intereses conservadores habían presionado en contra de una acción como esa, dando prioridad a evitar la intervención directa del Estado por sobre las necesidades de la ciudadanía estadounidense.
El resultado son trabajadores de la salud que carecen de mascarillas y otro equipo protector básico y una grave escasez de materiales de testeo, respiradores y equipamiento necesario para enfrentar la catástrofe creciente.
Hace poco en Nueva York, mi ciudad natal, una de las más ricas del mundo, se nos sorprendió con historias de personal de enfermería que en los hospitales se veía forzado a usar bolsas de residuos como protección.
En pocas palabras, lo que Estados Unidos pone en claro es que se han debilitado considerablemente muchas de las características de la democracia que deberían hacer que el país estuviera mejor equipado para lidiar con crisis.
Sin ellas, el país más rico y más tecnológicamente avanzado del mundo tambalea.
Y cuando se trata de hacer frente a grandes desafíos –y ni hablar en caso de una crisis–, ni una vibrante sociedad civil ni un sector privado dinámico pueden sustituir a un Estado que funciona bien y con gran capacidad de respuesta.
Fuente: IPS y Social Europe
Traducción: María Alejandra Cucchi
https://www.nuso.org/articulo/autoritarismo-y-democracia-en-la-pandemia/